jueves, 14 de marzo de 2013

La siete y pico




No sé cuánto tiempo llevo mirando el círculo blanco de la pared. Igual hace demasiado tiempo. O demasiado poco, ¿quién sabe? La cuestión es que mi vida se parece a este círculo blanco en medio de un muro sucio. Cercado. Una vida de mierda.

Os aseguro que lo he intentado todo. Al principio me asusté cuando me enteré de lo que estaba pasando. Pero tomé el toro por los cuernos y tiré para adelante. Fui al psicólogo, a centros especializados y a otros muchos terapeutas que me miraban con compasión y me decían que todo se arreglaría, que no me preocupara. Me dan ganas de matarlos. A todos ellos.

Sé que suena duro y me gustaría llorar de impotencia. De hecho llorar es quizás lo único que me alivie, pero no me quedan más lágrimas. Cuando ni siquiera llorar te consuela es que tienes un problema. Y el problema dura ya dos años. Desde que Benjamín, mi hijo, mi peque, empezó con la base.

He de aclarar que Benjamín no siempre fue así. Recuerdo que de niño le gustaba acompañarnos a mi padre y a mí al campo. Le encantaba estar allí con nosotros y perseguir a grito pelado a Laika, nuestra perrita, por el campo de amapolas. Añoro estas noches con papá y Benjamín quedándose dormido en mi regazo mientras le acariciaba los rizos dorados de la cabeza. Hasta las vecinas lo confundían con una niña de lo guapo que era. Todo era perfecto. Cada vez que lo recuerdo, desearía darle al pause y seguir en ese mundo feliz.

Pero el tiempo pasa y un buen día – un mal día más bien - murió papá. Benjamín tenía entonces unos quince años. Sentí como cambió, de repente, de pie delante del féretro de papá. Lo notaba en sus miembros rígidos, en la mandíbula apretada para contener el lógico llanto de quien pierde a un ser querido.

Se hizo mayor a su manera. Empezó a salir. A confundir la vida con la esclavitud de los sentidos. Poco a poco se iba distanciando de mí. Nunca he entendido bien por qué. Pero ya no importa. Desde que me golpeó cuando le encontré una micra en el bolsillo las conversaciones ya no importan. Su idioma es el silencio y el desprecio.

Echo de menos a papá.

Estoy segura que él me diría – sé fuerte hija, que puedes con todo. Sí, lo veía tan nítidamente como veo el agujero blanco en la pared. Mi padre, erguido sobre sus dos piernas de jornalero y los brazos en jarra me diría que soy la mejor madre del mundo y que habría que meter al chaval por el buen camino.

  • Lo siento papá. Ya no soy esa. Ya no sé quien soy. – susurré acariciándome el brazo como si fuera su caricia. La caricia que necesitaba.

Pero era una ilusión. Estaba sola y mi hijo era un yonki. Un crío malcriado según muchos y falto de hostias para casi todos. Los únicos que me escuchaban y me regalaban sonrisas pastelosas eran los expertos. Pero ninguno había arreglado nada.

Calculo la hora que sería gracias al ruido de la calle. Antes me bastaba mirar el reloj que cubría el círculo impoluto de la pared, pero se ve que hoy le había tocado venderlo para obtener su dosis. Casi no se escuchaban coches en la calle. Serán las siete y pico, me digo a mí misma.

Creía que no volvería. Era habitual que desapareciese durante varios días. O varias semanas. Me pilló desprevenida. Abrió la puerta y se me quedó mirando. Iba vestido con la misma ropa desde hacía un mes. Le queda ya grande – reflexiono mientras le veo flotar en la ropa mugrienta que lleva puesta.

Debía de ofrecer una extraña imagen, allí sentada, en un sillón naufragado en medio del vacío de la estancia. El sillón y yo era lo único que no había vendido aún.

-Has venido pronto hoy – le digo – no te esperaba.

Él simplemente se encogió de hombros y se fue para la cocina. Le escuché abrir el frigo, beber un sorbo de algo y rebuscar en los cajones.

-¿Qué buscas? – le lanzo desde mi balsa de cuero.

No me responde. Sigue el tintineo de los escasos cubiertos de los cajones. Decidí callarme y ver por mí misma lo que estaba trapicheando en la cocina.

En pocos segundos llegué a la estancia donde se encontraba, encontrándomelo de espaldas, encorvado como gollum buscando un tesoro que sólo él sabe donde se encuentra. Me acerqué a él para tratar de que me responda y que me mire.

- ¡Benjamín, por favor, contéstame! – le supliqué al ver que se encontraba sudando y temblando debajo de las ropas que lo envolvían como un sudario de marca.

Gruñó y sin mirarme me golpeó con uno de los cajones. Un par de cuchillos y una cuchara sopera me acompañaban en mi caída al suelo. Pero recuerdo que sonábamos bastante distintos. Unos producían sonidos agudos y luminosos y yo, un triste splash oscuro y húmedo.

Enfurecido, Benjamín seguía sacando cajones, abriendo armarios y tirando lo poco que quedaba en los muebles de la cocina.

No sé lo que me pasó por la cabeza. Será locura transitoria, será desesperación o será miedo. El caso es que miré a mi izquierda y ahí se encontraba la llave de mi libertad. De nuestra libertad.

El cuchillo apuntaba hacia él, en el suelo, señalando el norte que tenía que guiar mi mano. Lo agarré – vaya este cuchillo me lo regaló papá cuando me compré la casa – recordé súbitamente y me acerqué a la espalda de mi hijo. Él no se percató de mi presencia, absorto como estaba en su mono.

-¡Benjamín, para ya joder! – le grité, totalmente fuera de control. Hasta me tembló la voz y la garganta me empezó a quemar.

Por fin hizo efecto en él.

-¿Qué quieres hostias? – me lanzó mientras se daba la vuelta.

Y ya no recuerdo nada más. O bueno, quizás no quiera acordarme.

Lo que sé es que delante de mí entre mi sillón de cuero y el círculo blanco de la pared se encuentra el cuchillo ensangrentado.

De repente rompo a llorar.

Y yo que pensaba que había tocado fondo – pienso para mí.

Me equivocaba









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