martes, 21 de febrero de 2012

Mucho más que un sueño


María caminaba por el laberinto boscoso que la engullía cada vez más. Aunque, a diferencia de los demás laberintos, éste se movía, envolviendo la joven silueta de María hasta escupirla en cualquier esquina imposible.

Las paredes juguetonas estaban formadas por árboles milenarios y sus cortezas, al suave tacto de las manos de la joven, susurraban extraños sonidos que María no conseguía descifrar.

En el aire flotaba un dulce aroma a fruta madura y a vainilla seca y los escasos destellos de sol que conseguían arrastrase por las copas de los árboles arrojaban hilillos de luz en la penumbra del bosque.

Sin embargo, María no sentía miedo, sino curiosidad. Desconocía cuánto tiempo llevaba deambulando por aquel sueño pero lo cierto es que se sentía segura. De todos modos, tarde o temprano me despertaré- opinaba ella, segura de sí misma.

Prosiguió la marcha hacia donde le indicaban los árboles, los cuales seguían inclinándose ante ella, abriéndole así el paso.

Tras un giro inesperado María irrumpió en una especie de claro. Todo estaba sumido en la penumbra salvo por un halo de luz concentrado sobre una figura negra que descansaba bajo un gran árbol.

María miró extrañada un momento a la forma humana que estaba colocada en posición fetal, de espaldas a ella. Era la primera figura humana que veía desde que había penetrado en el sueño y no parecía ser un buen augurio.

Sin embargo se dirigió con pasitos cortos hacia el cuerpo ennegrecido que se hallaba junto a aquel tronco retorcido. El olor del lugar, antes agradable, se volvía cada vez más rancio y amargo a cada paso que daba en dirección a la figura inerte.

Quedaba poco para llegar al cuerpo. Unos pasitos más y habría llegado. A María se le empezaba a encoger el corazón conforme iba acercándose. Cuando faltaban solamente cinco metros se dio cuenta que no era un cuerpo normal sino un cadáver carbonizado.

Cuando por fin llegó a la altura de la figura tocó su hombro, insegura. Sintió como  el tacto de la piel era desagradable, parecido al de un cartón ondulado que se hubiera quedado durante mucho tiempo al sol.

María retiró la mano del cadáver y se dispuso a levantarse cuando la cabeza del cuerpo se giró hacia ella. Aquello paralizó a María en el sitio, incapaz de moverse y de gritar. Un miedo visceral le atenazó el cuerpo entero, soltándole el vientre. El rostro deforme la miraba con sus cuencas vacías, dedicándole una sonrisa siniestra, torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba.



De su cabeza pendían varios mechones otrora rubios, descansando sus puntas sobre las vértebras salientes del cadáver. Pero lo que más miedo le dio a María no fue contemplar aquél rostro consumido por el tiempo y el fuego, sino reconocer que aquella cara era la suya propia. Gritó.

De repente abrió los ojos. Estaba tumbada en su cama, acurrucada y con el edredón agarrado, como si temiese caer al vacío de la locura. Había pasado una mala noche, lo notaba. Su pijama estaba empapado en sudor, su cubrecama estaba sacado y se arremolinaba bajo sus pies. Incluso el edredón estaba al revés.

Pero había algo más. Estaba el sueño, sí, pero…había pasado algo más. Esta certeza y no recordar el qué había pasado le creaba a María una sensación de vacío y derrota. La ansiedad le subía por el estómago y tuvo que cerrar los ojos para tratar de tranquilizarse.

-A ver, piensa. ¿Anoche qué pasó?

Así, con los ojos cerrados y agarrada al edredón, María se zambulló en sus recuerdos. Le venían a la mente pequeños fragmentos inconexos. Se veía a sí misma cenando, con otros tres amigos. – Vale, vale, estaba con Juan, Ana y Felipe – reflexionó María.

A continuación observaba desde las alturas como ellos tres y María a la cabeza empezaron a charlar y beber Ron a palo seco, divirtiéndose jugando a Karaoke. De ahí los recuerdos la lanzaron al cuarto de baño, mientras le daba palmaditas a Felipe, que vomitaba la cena y el Ron en el retrete. Apoyados en el marco de la puerta, los demás reían.

Cuando trató de concentrarse en aquello la memoria jugó con ella y la devolvió al momento en el que entraron en casa sus huéspedes. Era el cumpleaños de María. Cumplía veinte años y venían a cenar aquellos amigos. En sus manos tenían regalos y una botella de cava envuelta en un lazo rojo.

Luego se apagó la luz de los recuerdos. No acudía nada más a su mente. María se giró sobre si misma, aún en la cama, y se quedó mirando la puerta de su dormitorio. Hay algo más. Lo sé. Pero qué?- se preguntó a sí mismo la joven.

Mientras se esforzaba por recuperar los recuerdos esquivos, observó que algo no debía de estar ahí. Eran huellas de color rojo que iban desde la puerta de su cuarto hasta su cama. María parpadeó repetidas veces, incapaz de entender lo que significaba aquello. Eran pisadas femeninas, estrechas y pequeñas de un color rojo vivo. Tan rojo como la propia sangre. Y lo peor de todo es que apuntaba a su cama.

María se irguió lentamente hasta sentarse en la cama. No podía dejar de mirar aquellas huellas que la señalaban con su reguero sangriento. Sacó un pie de la cama y luego otro. Pero lo que vio fue aún más desconcertante. Sus pies estaban envueltos en una mortaja de sangre coagulada.
Gritó cuando observó aquello. Trató de arañar la sangre seca de sus pies. Pequeños restos se iban desprendiendo hasta quedar abandonados en el suelo. María estaba sumida en una cada vez mayor desesperación. Quería quitarse aquella sangre que a primera vista no era suya. Cuando más se trataba de limpiar, más restos quedaban aprisionados bajo sus uñas.

Estaba aterrorizada. Gritaba, tratando de quitarse la mugre roja con el edredón. Lo lanzó seguidamente al suelo, dejando destapada la cama. En ella, vio un gran charco de sangre coagulada. En medio de aquel charco se encontraba la cabeza de Felipe, con la piel desgarrada allí donde antaño estaba el cuello.

María se cayó al suelo, pataleando para salir de aquel infierno rojo. Se levantó y echó a correr hacia la puerta. Cuando la abrió vio otro reguero más de sangre que recorría todo el pasillo. Se quedó inmóvil ante aquella visión. Había un tronco humano en medio del pasillo. Parecía el cuerpo de Ana.

María se empezó a arañar la cara y tirarse del cabello. –No ¡NO! ¿Qué he hecho? – gritaba, fuera de sí la joven. Emprendió la huída hacia el comedor, para tratar de salir del piso. No quería mirar más. Iba con los ojos cerrados. Pero el olor dulzón de la sangre estancada le llenaba la nariz, subiéndole la bilis por la garganta.

Trató de abrir la puerta del piso pero era imposible. Parecía que estuviera cerrada con llave. Se giró sobre sí misma y trató de buscar en su bolso las llaves pero allí no estaban. Ni ahí ni en su chaqueta. 

Volvió al comedor. Ahí se encontraba el cuerpo de Juan, inclinado sobre la mesa, un cuchillo clavado en la nuca. María hizo caso omiso al cuerpo y agarró el teléfono. Tecleó el número de emergencia y aguardó, impaciente. Pero, en vez de escuchar los tonos de llamada surgió del auricular un sonido familiar a María. Era apenas un susurro pero lo escuchó nítidamente: ¡Matrak Kunjatil fatrak! Era el susurro de los árboles de su sueño.

María lanzó a lo lejos el teléfono inalámbrico y se hizo un ovillo en una esquina del comedor. El aire del piso se volvió denso y el susurro arbóreo llenó por completo el piso, subiendo hasta tal punto de intensidad que María tuvo que taparse los oídos con las manos.

Ya no podía más. Era demasiado. Con los oídos aún tapados se dirigió hacia la cocina. Abrió el frigorífico. Apartó del interior la cabeza de Ana sin demasiados miramientos y agarró la botella de cava. Los susurros dejaron paso a gritos ensordecedores. ¡Matrak Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, repetía sin cesar las voces oníricas.

María estaba llorando. Su rostro estaba magullado por sus propias uñas y unos regueros rojos le cruzaban la cara. Agarró con determinación la botella de cava, tomó una botella de ron medio vacía que quedaba en la encimera y se roció la cabeza. El alcohol la empapó completamente, pegándole el pijama contra su cuerpo esbelto. Tras buscar frenéticamente en varios cajones de la cocina, encontró finalmente un encendedor. La joven apretaba los dientes tratando de rechazar los gritos que los árboles de su sueño lanzaban a su alrededor.
Cuando por fin encontró el encendedor se prendió fuego. Recorrió el comedor mientras estaba en llamas, envuelta en las palabras desconocidas que los árboles le gritaban.

Finalmente aterrizó contra un coche, cinco plantas más abajo. Cuando acudieron los bomberos a apagar el cuerpo en llamas de la joven pudieron ver en su rostro una sonrisa siniestra, torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba

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sábado, 11 de febrero de 2012

Un vivo recuerdo


Mamá,

Desconozco el lugar en el que te encuentras,
Ni tampoco sé si podrás escucharme,
Pero te dedico estas breves líneas:

Mamá, tu nombre no es más que un susurro esparcido por el viento,
Tu presencia, difuminada por el paso de los días,
Flota en tu cuarto,
Aquel cuarto donde acudía de noche para tumbarme a tu lado, acurrucado como un niño,
Para hablarte de mis preocupaciones y alegrías,
Pero hoy mis pasos huecos se paran en el marco de tu puerta sellada, observando sin lograr ver tu silueta.
Tu vida se me escapó de las manos un catorce de agosto. Traté de agarrarla pero el cáncer tenía otros planes y se cobró un alto precio.
Mamá, puesto que la rueda de la vida nos ha separado,
Espero que, cuando me toque, la muerte me deje nuevamente estar a tu lado.
Te echo de menos y espero que, allá donde estés sigas orgullosa de tu hijo,
Je t’aime.

viernes, 10 de febrero de 2012

De sangre y chillidos


A pesar del frenético parpadeo la visión no desaparecía. Seguía apareciendo ante si una figura humana barbuda, ataviada con un delantal otrora blanco salpicado de sangre. A su lado, un barreño lleno de los restos mortales de sus hermanos dejaba regueros de sangre sobre una mesa de acero pulido.
            Atrás quedaban las imágenes de los bosques en los que se había criado junto a sus hermanos. Habían sido días felices en los cuales podían correr libremente entre los árboles en íntima comunión con la naturaleza. Pero no eran más que destellos caducos, enfrentados con la cruda realidad del Ahora.
            La figura afilaba un cuchillo con gesto experto, echando una ojeada de vez en cuando a su futura víctima. Un miedo atroz le atenazó y trató de huir. Pero estaba sujeto por bridas de cuero y toda posibilidad de escapatoria estaba vetada.
            Pataleó, lanzó chillidos agudos pero la figura humana permanecía impasible, afilando el largo cuchillo. La figura emitió entonces unos sonidos extraños, contestados por otra figura femenina que hizo su irrupción en la sala blanca en la que se encontraban.
            La mujer traía una gran olla humeante. Sabía lo que era. Lo había visto usarse antes con sus hermanos. Tras dejar la olla sobre una mesa, la mujer se acercó y miró con cansancio a su nueva víctima para dirigirse seguidamente al barreño.
            Una vez ahí la vio agarrar trozos de músculo de sus hermanos e introducirlos en una máquina metálica provista de una manivela de madera. En el otro extremo del artilugio salía la carne triturada, lista para usarse.
            Volvió a mirar a la figura barbuda. Parecía satisfecho con el afilado. Entonces se dirigió sujetando con firmeza su arma hacia su nueva presa. Cuando estuvo a escasos centímetros puso sentir el hedor a muerte que emanaba del barbudo ensangrentado. El vientre se le soltó y empezó a defecarse encima, mirando aterrado como la figura le colocaba una mano en el pecho y dirigía la punta del cuchillo hacia su cuello.
            Debía huir, lo sentía en lo más profundo de su ser. Aquella persona le iba a hacer daño, tanto daño como le hizo a sus hermanos. Pero lo tenían prisionero.
            Chilló con fuerza hasta que el acero afilado penetró con suavidad por su cuello musculoso, lanzando entonces un gran caño de sangre en un cubo verde que se encontraba a los pies de la figura barbuda. Sus chillidos se ahogaron en un repugnante gorgoteo sanguinolento.
            Su visión iba difuminándose mientras los estertores de la cercana muerte se apoderaban de su cuerpo. Finalmente su vida se apagó, bañado por el calor de su propia sangre, rodeado de sus hermanos muertos.
            No sintió como la figura femenina le roció con agua hirviendo. Ni cuando lo descuartizaron y colgaron sus cuartos traseros en una sala.
            Al fin y al cabo era lo que se esperaba de él. Morir como un buen cerdo para que pudieran disfrutar los clientes del hombre barbudo del mejor jamón ibérico.

De sangre y chillidos por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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miércoles, 8 de febrero de 2012

Una vida en una gota

Con las primeras luces del alba despuntando por el horizonte, una gota de rocío germina en la superficie rugosa de un crisantemo.
En su interior, un sueño infantil se cristaliza. Es el sueño de un niño, arropado por el calor de su madre. En su fantasía ilusa espera permanecer en su capullo.
Pero la gota, y el sueño, se ven arrastrados lentamente por la gravedad de la vida.
Pasan los segundos y los años. El niño deja paso al joven y el joven al adulto. Con el fluir de la vida los errores y aciertos se suceden en una rueda que sólo la muerte puede delimitar.
El sol brilla alto en el cielo cubriendo con sus rayos la superficie abovedada de la gota. Dentro, la sombra esquiva del niño se encuentra inclinado sobre una mesa, un polvo blanco asomando por la nariz.
No queda más sueño que la pesadilla de los errores.
La gota sigue deslizándose cada vez más rápido. La sangre y las lágrimas toman las riendas hasta que gota y vida se funden en un abrazo mortal.
Y de repente sucede. La caída libre de la gota acaba estrellándose en el suelo asfaltado, destrozando la vida que se lanzó desde un octavo piso.

martes, 7 de febrero de 2012

La visita

Iban a dar la ocho de la tarde cuando Ernesto Montoya hizo una sobrepuja de once mil dólares. Faltaban sólo cinco minutos para que se cerrasen las líneas y por ahora iba en cabeza.

La pieza merecía la pena. Una fantástica pistola de la época napoleónica, modelo 1814 tipo 1 “Gardes du Corps du Roi”. Iba a quedar fantástica en su colección. Los minutos se arrastraban lentamente. Se agitaba, incómodo e inquieto en su sillón. Las cifras permanecían en verde, lo que significaba que seguía ganando aquel lance. Tenía que estar pendiente. Los momentos críticos se daban en los últimos segundos.

Sin embargo, por esta vez no hubo sobresaltos. Se la había llevado. “Estupendo, otra más” pensó mientras realizaba el pago por PayPal a la Casa de Subasta. Once mil euros para él no era ningún problema. Tenía dinero de sobra así como una sala de museo dentro de su mansión.

Con el tiempo tenía una colección más que honorable. Unos doscientos rifles de todas las épocas y alrededor de quinientas pistolas. Todo un récord. De hecho, algunos museos tocaban regularmente a su puerta. No para comprarle nada, sino para vender. Eran unas auténticas gangas. Y es que los museos públicos andaban escasos de fondos y se deshacían de las armas. Al fin y al cabo tenían mala prensa hoy día.

Una vez realizado el pago recibió un mensaje de la Casa de Subasta, informándole que recibiría la pistola en unas 48 horas. Leído el email se recostó sobre su sillón de cuero, sacó un habano de una cajita de madera y le dio unas caladas intensas, satisfecho. Era un gran momento y había que disfrutarlo.

Cerró los ojos y fantaseó sobre las curvas de la nueva arma que había adquirido. Sus formas sutiles, de nogal y acabado dorado le entusiasmaban. Vivía para eso. Para eso y su trabajo.

El intercomunicador que había en su despacho crepitó. Del aparato surgió la voz metálica de Juliette O’neil, su secretaria. Era una joven hermosa de veinticinco años, recientemente graduada en derecho. Pensaba que era buena idea trabajar para el abogado de mayor renombre de la ciudad. Aquello halagaba a Ernesto. Le encantaba que le reconocieran su valía. Pocas personas eran capaces de cobrar una minuta de doscientos dólares la hora. Y su agenda estaba más que apretada.

-Señor Montoya. ¿Me da permiso para irme, ya han dado la ocho y…

-Sí sí señorita O’neill. Descuide. Vaya a casa. Nos veremos mañana – dijo Ernesto mientras hacía círculos azules con el humo de su habano.

-Muchas gracias señor Montoya. Por cierto. Ha venido ahora mismo un cliente. Dice que es urgente. No tenía cita.

Ernesto miró el reloj chapado en oro que tenía en el escritorio y vio que eran ya las ocho y cuarto de la tarde. No tenía costumbre de atender a nadie al menos que tuviera cita previa. Aquello respondía en parte a una razón de marketing. Al faltarle huecos en la agenda su hora podía cotizarse más cara. Pero estaba de excelente humor aquella noche.

-Bien, gracias Juliette. Dile que pase.

La voz metálica asintió y pocos segundos más tarde entraba en su despacho un hombre viejo, encorvado por el peso de los años. Su pelo, ralo y blanco, permitía ver las manchas que la edad había pintado en su piel.

El hombre se acercó, tembloroso hacia la silla que estaba situada frente a Ernesto. En su caminar se ayudaba de un bastón de caoba cuyo puño estaba decorado con la cabeza de un águila real plateada. La mano que empuñaba aquella figura era huesuda y manchada.

Cuando se hubo sentado Ernesto pudo ver los ojos del cliente. Estaban cubiertos por una película blanca que dejaba únicamente entrever un tenue reflejo azul, lejano e inaccesible. A pesar de ello no parecía que el anciano tuviera problemas para ver.

“Dios mío, tendrá al menos cien años” pensó Ernesto para sus adentros.

-Buenos días caballero. Soy Ernesto Montoya. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

El anciano giró su lengua varias veces en su boca desdentada, asomando por la comisura de sus labios un filo hilillo de baba. Unas gotas cayeron en su traje a medida.

“Madre mía…está senil…igual tengo que llamar a emergencias, a ver si se les ha escapado un viejo multimillonario de la residencia…”. Aquella idea hizo sonreír a Ernesto, que se inclinó hacia delante para poder escuchar al anciano.

-Señor Montoya, me temo que no me he escapado de ninguna residencia y descuide. No estoy senil – lanzó el cliente con una voz firme que contrastaba con la aparente imagen de fragilidad que transmitía.

Ernesto se quedó paralizado. Trató de articular algo inteligente pero su mente trabajaba demasiado rápido para poder mandar algo coherente a la boca.

-Venga señor Montoya. Escúpalo de una vez, que se hace tarde – lanzó el cliente mientras emitía una risita aguda.

-¿Quién es usted?

-Señor Montoya. Podría ser más original. Dos frases, una misma pregu. aLe tenía por una persona más inteligente.

Ernesto se levantó de repente, apoyando con fuerza las palmas de sus manos en el escritorio tallado de su despacho.

-Quiero saber como se llama y qué quiere o llamo a la Policía.

El cliente sacudió la cabeza lentamente de izquierda a derecha apoyando ambas manos en el pomo plateado de su bastón.

-Señor Montoya. Los nombres van y vienen. Son etiquetas. No importan lo más mínimo, señor Montoya. Y respecto al objeto de mi visita he de decirle que vengo a ayudarle.

-¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué?. – preguntó, frunciendo el ceño.

-Querido señor Montoya. Ayudarle a usted consigo mismo, por supuesto. ¿Hay algo más difícil que ayudarse a sí mismo? Ayudar a los demás es fácil. Cuando se ve a una persona mayor con la bolsa de la compra, se la cogemos. ¡Hasta se la subimos a casa si hace falta!. Pero amigo…ayudarse a uno mismo…. Es otra historia. Para eso hay que conocerse a sí mismo antes.

Para Ernesto ya era suficiente. El viejo estaba rematadamente loco. Se dirigió hacia la puerta de su despacho, la abrió y se giró hacia el recién llegado.

-Hágame usted el favor de irse de mi despacho. Tengo mucho trabajo que hacer. Si no se quiere ir me veré en la obligación de llamar a la Policía…o a un centro de internamiento.

Sin embargo, el anciano no se movió ni un ápice. Seguía mirando al frente como si aún siguiera sentado frente suya Ernesto.

-¿Recuerda señor Montoya lo que le dijo su madre cuando se estaba muriendo? Creo recordar que era algo así como “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” –sentenció el anciano, alzando una mano en el aire - ¿Cuántos años tenía usted señor Montoya? Creo que diez. Estaba usted solo, en el hospital. Su padre andaba en algún viaje de negocios. ¿Me equivoco?

Ernesto se quedó pálido. Cerró la puerta muy lentamente. Le daba miedo acercarse al anciano. “¿Quién coño es? ¿Un enfermero de entonces tal vez? – reflexionó.

-¿Cómo sabe todo esto?.

El cliente empezó a temblar. Daba pequeños saltitos sobre la silla. Ernesto se encaminó hacia su silla de escritorio y observó que el anciano estaba riendo. Sus ojos lechosos eran tan inexpresivos como el fondo de un pozo pero sin embargo parecían burlarse del abogado.

-Señor Montoya. Lo que sé, lo sé y punto. Siempre queremos saber los por qués. No hay ningún por qué. Hay hechos y punto. Las cosas suceden por mucho que queramos a veces cambiar el rumbo de nuestra vida. Y me temo, señor Montoya que este momento es para usted de crucial importancia, señor Montoya.

-¿Por qué tendría que tener importancia para mí esta visita? No me ha respondido a nada. Ni siquiera sé su nombre. Respecto a las últimas palabras de mi madre, es muy probable que usted haya estado en el hospital donde falleció, hace ya cuarenta años. Yo era un crío y no era consciente de todo lo que me rodeaba. Es muy posible que usted estuviese husmeando cerca y que haya escuchado aquello.

-Claro señor Montoya, claro. Veo que sigue tan lógico como siempre. – el anciano aspiró ruidosamente las babas, que se estaban derramando de nuevo por sus labios - por eso vengo ahora, cuarenta años más tarde para…

-Para chantajearme – le cortó Ernesto, cortando súbitamente la palabra al viejo – soy una persona rica, por eso viene usted aquí, a intentar sacarme una fortuna contándome una historia sin pie ni cabeza.

El anciano reflexionó un momento. Se rascó la nuca y volvió a sonreír.

-Pues mire, lo que dice tiene sentido. Y podría incluso ser cierto. Pero no pido limosnas señor Montoya. Tengo todo lo que necesito. Nada me sobra, ni nada me falta. Puede creerme si le digo que mi ayuda es total y absolutamente altruista.

Ante aquella palabra Ernesto bufó. No creía en el altruismo. Sólo creía en la competencia, el libre mercado y en tener bien surtidas sus cuentas corrientes así como su colección de armas antiguas. Lo demás, le importaba bien poco. Además, siempre había considerado que la gente que se autoproclamaba altruista eran realmente personas hipócritas que querían ganarse algo a cambio. Algunos era el reconocimiento social, otros en cambio, era el cielo. Falsos e hipócritas, eso eran aquellos “altruistas”.

-No creo en el altruismo...- soltó de repente Ernesto.

-Pues debería creer en ello señor Montoya. La civilización no habría podido desarrollarse sin algún grado de altruismo.

Ernesto se encogió de hombros y se reclinó en su asiento. Ya había conseguido la iniciativa de nuevo.

-Le doy cinco segundos para convencerme que no le eche a patadas de mi oficina señor…lo que sea.

-Usted morirá en cinco días señor Montoya.

No, a pesar de lo que creía Ernesto, no había tomado la iniciativa. De hecho, la sangre se le heló cuando escuchó aquello.

-¿Es…es acaso una amenaza, viejo mierda? – dijo atropelladamente Ernesto mientras rebuscaba en el cajón de su escritorio una Colt 1911 del calibre 45. Cuando la encontró encañonó al cliente que se hallaba ante él.

-¿Acaso cree que me voy a dejar amenazar en mi propio despacho, por un viejo apestoso y baboso sabelotodo, eh? – continuó Ernesto, visiblemente alterado – pues NO, se equivoca señor “me-la-suda-su-nombre”. Lárguese de aquí. Ahora mismo. – Ernesto ya gritaba, fuera de sí.

El anciano no se alteró lo más mínimo. Cualquiera sabría que el efecto de un calibre 45 en una cabeza humana era capaz de hacer un agujero del tamaño de una sandía. Pero no parecía inquietarle lo más mínimo aquél detalle.

-Señor Montoya, solamente he venido a comunicárselo…para ayudarle. No gano nada con esto, créame. Descuide, ya me marcho. Le agradezco sinceramente su tiempo.

El anciano se levantó pesadamente de la silla, apoyándose en su bastón de caoba y puño de águila plateada y salió por la puerta sin mediar palabra alguna. Cuando cerró tras de sí Ernesto permanecía con la boca desencajada, apuntando hacia la silla en la cual se había sentado señor Desconocido.

Una vez más tranquilo se echó un buen vaso de whiskey doble, sin hielo. “¿Quién cojones era este tío? – se dijo, “qué querría? Igual le he pillado desprevenido cuando me he dado cuenta que quería chantajearme y al ver mi reacción se ha largado corriendo, el rabo entre las piernas”

Aquella idea le tranquilizaba. Era lógico. Tal como lo veía, el viejo había seguramente trabajado en el hospital donde había fallecido su madre, hacía ahora cuarenta años. Fue en aquél momento cuando escuchó aquella conversación entre una madre y un hijo. Aquellas palabras le habrían acompañado toda la vida y ahora, en el ocaso de la suya propia, habría decidido chantajear a aquel crío de diez años, convertido en un abogado de renombre. No era difícil seguirle la pista puesto que solía copar a menudo las primeras planas de los diarios, tanto locales como nacionales.

“Quizás el viejo quiere darle una buena herencia a sus hijos, o a sus biznietos, quién sabe” – reflexionó Ernesto mientras saboreaba el líquido dorado, envejecido en barriles de roble blanco.

Una hora más tarde volvió a su casa. Estaba cansado y aquella visita le había puesto incómodo. Cuando los faros de su Porshe Cayenne barrieron la verja de su casa se sintió mejor. Más seguro. De todos modos se había traído consigo la Colt. Por si acaso.

El vehículo se encaminó en el camino central de su chalet, el cual se encontraba suspendido sobre un risco, que daba al mar. El diseño de la casa era moderno, sin curvas. Sólo ángulos rectos, fuertes y duros. Sin una sola muestra de dulzura o sumisión. Como era él mismo. Un hombre hecho a sí mismo…para sí mismo.

Aparcó el coche delante de la casa y entró en la vivienda. Dentro, la chimenea crepitaba e impregnaba la sala de estar de un olor particular. De fondo, unas notas musicales de la Ópera de Verdi flotaban en el aire. Tenía programada su casa para que a una determinada hora se encendiese la hoguera y se activase la música.

Tras picotear algo de comida que le había dejado la asistenta en el frigorífico se dio una ducha larga y placentera. Una vez en pijama entró en su museo. Ahí estaban colgadas todas sus armas. Se sentó en una banqueta y cogió una carabina de la era napoleónica de la Guardia Imperial del año IX, que correspondía al año 1777.

El tacto de la carabina y la cercanía de tantas armas de fuego infundieron seguridad a Ernesto, pudiéndose dormir finalmente, la Colt colocada bajo la almohada.

Día 1



Se levantó como hacía cada día a las ocho de la mañana. Desayunó frugalmente, se vistió con un buen traje hecho a medida y tomó su coche para acudir al trabajo.

Puso la radio y escuchó las noticias. Nada reseñable. Algunos casos de corrupción de varios políticos, desastres naturales, la crisis económica seguía azotando las clases medias y bajas y algunos iluminados situaban el fin del mundo cerca, al parecer por una estimación de los mayas.

“Claro, como el iluminado de anoche” – pensó – “hay que ver como está la gente”

Cambió la frecuencia de la radio y puso música clásica. Hizo el recorrido hacia el despacho escuchando la ópera de La condenación del Fausto de Berlioz. Ernesto sonrió mientras se daba cuenta de lo apropiada que era la música visto las circunstancias.

Juliette se encontraba detrás de su escritorio, tecleando vorazmente algún informe. Cuando vio a su jefe se levantó, sonriente, de su silla. Llevaba aquella mañana un magnífico vestido liso azul que realzaba su silueta.

-Buenos días señor Montoya. ¿Le preparo una taza de café?

-Sí, muchas gracias señorita O’neill. ¿Cuántos clientes tengo hoy?

La muchacha respondió enseguida, sin necesidad de mirar la agenda. El ritual se repetía cada mañana.

-Tiene usted cinco clientes esta mañana y otros tres por la tarde.

-Muy bien, muchas gracias – dijo mientras entraba por la puerta de su despacho.

- Ah, por cierto. Ha llamado hará veinte minutos el señor mayor de anoche.

Ernesto se paró en seco. Se dio media vuelta para mirar a la joven, que seguía sonriendo.

-Me dijo que le comunicara esto – tomó un papel y leyó en voz alta. “Recuerde lo que le he dicho señor Montoya y haga la cuenta. Adios”.

Ernesto se abalanzó a zancadas hacia el escritorio de su secretaria y le quitó de las manos el papel. Juliette se quedó sorprendida ante la reacción de Ernesto pero no dijo nada. En cambio Ernesto sí que habló.

-¿Desde qué número ha llamado? ¿Ha dicho su nombre?

Juliette negaba con la cabeza, asustada.

-No señor Montoya. No dijo su nombre, ni hoy ni ayer. Me dijo que era un viejo cliente suyo y que deseaba hacerle una sorpresa anoche. Y esta mañana, cuando llamó, no apareció ningún número en el display del teléfono, lo cual me sorprendió. Pero era él. Era su voz, de eso estoy segura – sentenció Juliette.

Ernesto soltó el papel y se metió dentro de su despacho, cerrando la puerta con un portazo.

El día pasaba lentamente mientras se sucedían los clientes. Le hablaban de sus problemas, temores jurídicos, fundados e infundados, estrategias de defensa…Ernesto asentía, negaba o explicaba según el caso pero su mente se encontraba lejos. Aún estaba sentado con aquél anciano de ojos blancos y destello azul.

Cuando por fin atendió al último cliente se quedó en silencio en su despacho. Juliette ya se había ido de modo que estaba solo en la oficina. Sacó un vaso, la botella de Whiskey que se encontraba medio vacía y empezó a llenar el recipiente, con la firme intención de acabar con la botella.





Día 2



Se despertó con una terrible resaca. Estaba en su cama, en su casa. No tenía ni la más remota idea de cómo había llegado allí, pero el caso, es que allí estaba.

Echó un vistazo a su rolex pero tuvo que concentrarse para confirmar lo que estaba viendo. Eran ya la once de la mañana. Llegaba tarde al trabajo. Por primera vez en treinta años se había quedado dormido.

Se levantó lo más rápidamente posible, se enfundó un traje y salió en tromba de la casa, sin afeitarse siquiera. La asistenta se quedó mirando el Porshe conforme derrapaba para salir de la avenida central.

Durante el trayecto de ida Ernesto tuvo que ponerse gafas de sol para mitigar el efecto que tenía en su cráneo. Le dolía a horrores y en su boca quedaba un regusto a vómito que le asqueaba.

Encendió su teléfono y comprobó si le habían dejado mensajes. Efectivamente. Unos treinta mensajes de voz. Todos eran de Juliette. Había tenido que cubrir las espaldas a Ernesto y decirle a los clientes que le había surgido un contratiempo.

Llamó a la oficina, tranquilizó a su empleada, la cual estaba a punto de mandar un coche policial a su mansión para comprobar si estaba bien y puso la radio. Cuando escuchó de nuevo los primeros acordes de La marcha húngara de La condenación del Fausto apagó la radio.

“Estarán repitiendo programa. Nunca escucho esa emisora a esta hora” – pensó mientras se dirigía a su oficina.

Entró como un tornado, saludó escuetamente a Juliette, que le miraba atónita, penetró en su despacho, donde se afeitó con una maquinilla que tenía ahí y pidió un café solo bien fuerte a Juliette a través del intercomunicador.

En menos de tres minutos entraba la secretaria por la puerta, visiblemente preocupada, con una taza en la mano.

-Estaba preocupada. ¿Está usted bien señor Montoya? Le veo ausente.

-Estoy bien Juliette, gracias. Espere otros diez minutos para hacer entrar al próximo cliente. Llame luego a los clientes que no he podido atender y colóquelos en horario preferente. Dígales que haré un descuento del cincuenta por ciento sobre la minuta.

La joven asintió y salió fuera del despacho. La cabeza le martilleaba. Tenía ganas de vomitar y mal cuerpo general. Hacía siglos que no se emborrachaba.

Tal y como dijo a su secretaria, el primer cliente hizo su aparición justo a los diez minutos de haberse marchado ella. Era el señor Taylor, un rico empresario de la costa Este que tenía problemas por un asunto de mobbing. Nada preocupante puesto que no había pruebas fehacientes pero ello no impedía que el empresario sudara como un cerdo cada vez que hablaba del tema a Ernesto.

Hablaron del asunto durante una hora aproximadamente, sucediéndose los clientes hasta que quedaron finalmente solos Juliette y Ernesto. Ella tamborileo la puerta del despacho antes de entrar.

-Señor Montoya. Ya he terminado mis informes. ¿Me puedo ir?

Ernesto asintió en silencio mientras miraba fijamente a la nada. En su mano se encontraba un vaso relleno de un líquido dorado.

-¿Está usted bien señor Montoya? – preguntó dubitativa la secretaria - ¿Puedo ayudarle en algo?.

-No, gracias Juliette. Me ha ayudado mucho hoy. Vaya a casa y descanse, se lo ha merecido.

Juliette dudó un instante, trató de decir algo pero se lo pensó mejor y se calló. Cerró la puerta detrás suya, dejando a Ernesto en penumbras.

Se quedó un rato en silencio, meditativo. “Joder Ernesto, ¿qué te pasa? Te asusta un viejo solamente porque te ha dicho que vas a palmar en cinco días. Eso son historias. Historias sin sentido “

Tomó un trago al whiskey y abrió el cajón de su escritorio, donde se encontraba su Colt 1911. La sacó de dentro y la puso sobre la mesa.

“La próxima vez que vea ese hijo de puta le pego dos tiros, lo juro”.

Pero al ver el arma tuvo la sensación que olvidaba algo. “Maldita sea, ha tenido que llegar la pistola que gané el otro día” - pensó, emocionado. Se levantó de un salto, salpicando el escritorio de alcohol y se fue corriendo a la oficina de la agencia de transporte para recoger el arma.

No veía el momento de abrir el paquete. Era pesado, grande, voluminoso. El peso transmitía seguridad. Entró en su museo con la caja debajo del brazo y un bocadillo que le había preparado la asistenta en la mano.

Sacó un puñal de gala del Ejército prusiano del siglo XIX y cortó las cintas de embalar de la caja con cuidado milimétrico. “A ver si voy a joder ahora el nogal”.

Una vez quitadas las cintas de la caja, se puso unos guantes blancos para impedir dejar huellas en las partes metálicas del arma y retrasar así la oxidación.

Abrió lentamente la caja. Dentro había una forma, suave y elegante, de color oscuro. Abrió un poco más la caja hasta poder ver en todo su esplendor el arma pero lo que vio le heló la sangre. Había dentro de la caja una pieza plateada. Una pieza plateada que no debería estar ahí. Una cabeza de águila plateada.

Lanzó la caja a lo lejos, horrorizado. Se levantó de la silla y miró a su alrededor. Estaba asustado. “¿Era lo que creo? – pensó.

Se acercó a la caja, que se encontraba boca abajo cerca de las hileras de rifles. En su mano estaba la daga prusiana, echada para adelante, como si quisiera apuñalar cualquier duende burlón que se ocultase en la cajita de madera.

Cuando estuvo cerca de la caja, le dio la vuelta con la punta de la daga. Dentro solamente había lo prometido. Nada más. Ni cabeza de águila plateada ni nada que se le pareciese. Ernesto se pasó una mano por la cara, repentinamente agotado. Tomó en la mano la pistola. Era magnífica y a pesar de la caída no se había estropeado en lo más mínimo.

Hubiese querido quedarse a admirar un poco más su nueva adquisición pero estaba agotado. Dejó el arma en un puesto de honor, apagó las luces y se metió debajo del edredón. Cansado. Muy cansado.



Día 3



La noche había estado salpicada de pesadillas. No recordaba ninguna pero sabía que lo había pasado mal. No estaba descansado y el edredón estaba al revés así como los cojines en el suelo. Su pijama aún exhalaba el sudor acumulado de toda la noche.

Miró su reloj, el cual apuntaba a la siete de la mañana. Se levantó sin ganas y se fue a la cocina. Se hizo un café bien cargado y un par de tostadas. Le dio dos sorbos al café y un bocado a una tostada y tiro el resto a la basura.

No tenía ganas de comer a pesar de tener hambre y no quería volverse a acostar a pesar de tener sueño. “El mundo al revés vaya”.

Se acercó a su teléfono. Tenía un par de llamadas que hacer. La primera fue para su asistenta para que se tomara el resto de la semana libre. Habló con su marido y aquello pareció no gustarle demasiado “seguro que prefiere que la mujer esté fuera a tener que aguantarla en casa” – pensó Ernesto, torciendo el gesto.

La segunda y más importante iba dirigida a la señorita O’neill. La joven cogió la llamada al segundo tono. Tenía la voz adormilada cuando contestó.

-Señorita O’neill, soy Ernesto. Cuando llegue a la oficina podría anular todas mis reuniones hasta dentro de una semana por favor.

El aparato enmudeció unos segundos que parecieron horas a Ernesto hasta que finalmente Juliette contestó.

-Claro señor Montoya. No hay problema. ¿Se encuentra bien?

-Sí sí, no se preocupe por mí señorita O’neill. Nos veremos la semana que viene.

-Bien, como diga señor Montoya.

Ernesto se despidió de su secretaria y salió fuera, a la terraza.

El nuevo día apuntaba tímidamente por encima del mar, tiñendo de rojo las crestas de las olas que iban a morir en la arena de la playa. Respiró profundamente aquel aroma a alga, agua salada y esperanza. Escuchó en el aire las notas mezcladas de las aves y el tronar de las olas.

Lo tenía todo. Pero se sentía tan solo y desamparado como cuando su madre falleció entre sus brazos. “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” Eso fue lo que le dijo su madre, momentos antes de expirar. Sin embargo lo había olvidado. Lo había olvidado por completo…hasta que vino aquel anciano a su despacho.

¿Por qué ha venido? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ha venido a joderme la vida? Se quedó un rato más ahí inclinado en la barandilla, cavilando sobre todo aquello mientras le azotaba el agua marina el rostro.

Se metió dentro de casa alrededor de las nueve de la mañana. Se fue directamente hacia su museo, como hacía siempre cuando se notaba cansado de la vida. La visión de las armas y su tacto le alentaba.

Encendió las enormes hileras de luces empotradas en el techo, se enfundó sendos guantes blancos y se dispuso a limpiar sus armas.

Aquella tarea le iba a llevar todo el día pero no le importaba. A lo mejor disparaba también un poco de pólvora en su galería de tiro, la cual se encontraba anexa a la habitación principal del museo.

Empezó por las armas largas, tanto rayadas como lisas. Las limpió con celo y mimo, susurrándoles como si fueran sus hijos. Llegó el mediodía pero no se despegó de sus queridas armas. Ni siquiera probó bocado. Al medio día le siguió la tarde, arrastrándose con mortal lentitud mientras Ernesto seguía absorto en su tarea.

Iban a dar las nueve de la noche cuando alguien tocó al timbre de su mansión. El sonido retumbó por las estancias vacías, atestadas de objetos de valor y de enseres.

No quería moverse. No quería dejar de limpiar sus armas. Siguió absorto pero la llamada de la entrada volvió a sonar. Se quedó perplejo por la hora. No era normal que alguien acudiese a su casa a las nueve de la noche. Ni a ninguna hora por otro lado.

Muy a su pesar se levantó de la silla, dejó los guantes blancos cerca de una carabina y se encaminó hasta el interfono. Vio a través de la cámara de la entrada que se encontraba un Ford mondeo estacionado delante de la verja. Conocía aquel vehículo. De hecho, lo veía cada día.

-Señorita O’neill, ¿qué hace aquí?

La voz de su secretaria surgió de dentro del turismo, titubeante y apagada.

-Señor Montoya. Es…estaba preocupada por usted. Lleva un par de día como ausente. Quería saber si usted se encontraba bien y si le hacía falta algo.

-No, en serio señorita O’neill. No hace falta que se moleste.

-Si no me molesta. Además, no pienso irme hasta comprobar que está usted bien.

Ernesto suspiró ante la insistencia de su secretaria. Reflexionó sobre si dejarla entrar o no pero, al darse cuenta que no iba de farol, pensó que igual era mejor dejarla entrar, que se tomara una copa con él y que finalmente se largara cuando pasase un par de horas. “Así me dejará en paz unos días…”

Activó la apertura de la puerta de la entrada y desactivó la cámara en cuanto vio los faros traseros del Ford metiéndose en su jardín.

Ernesto salió a la escalinata de su mansión para recibir a Juliette, la cual ya se estaba apeando del vehículo, un paquete en la mano. Llevaba un fantástico vestido de color azul escotado y unos zapatos a juego. Caminaba elegantemente hacia Ernesto, una sonrisa en la cara.

-Buenas noches señor Montoya. He traído una empanada de carne por si le apetece cenar algo conmigo.

-Muchas gracias señorita O’neill, no hacía falta que se moleste.

Ambos pasaron dentro de la mansión. Ernesto la guió hasta la sala de estar, la cual estaba presidida por una chimenea de gran tamaño y una cristalera con vista al mar.

Juliette se sentó, boquiabierta ante la decoración de la sala.

-¿Quiere tomar algo señorita O’neill? ¿Alguna copa de vino, tal vez?

Ernesto asintió y se metió dentro de la cocina. Metió la empanada en el horno, bajó a la bodega para coger un vino simplón y tomó dos copas, entregándole una a Juliette.

-Es una casa verdaderamente mágica señor Montoya.

-Gracias señorita O’neill. Puede llamarme Ernesto.

-De acuerdo –dijo Juliette mientras sonreía – en tal caso, puede llamarme Juliette.

Ernesto sonrío a su vez, incómodo por la situación. No acostumbraba a entablar charlas informales con trabajadores. Ni con casi nadie de hecho.

-Verá señor…Ernesto. Estoy preocupada por usted. En tres años que llevo trabajando para usted nunca he visto que llegara tarde al trabajo ni que tampoco no acudiese. Además, le veo pálido y preocupado.

-No es nada, de verdad. Es sólo…he recordado algo que ocurrió hace mucho tiempo, sabe. Algo que había enterrado muy dentro de mí, que había ocultado. Sin embargo, ahora ha aflorado y quiere cobrarse una víctima.

-¿Qué víctima Ernesto? – lanzó Juliette, acongojada.

-No es una verdadera victima – puntualizó Ernesto – es más respecto a lo que soy. Ya no estoy tan seguro que mi vida haya girado sobre algo importante. Verá. Mi vida está pasando y estoy solo, en una mansión enorme. No tengo familia, pero sí dinero. No tengo hijos pero sí una colección de armas que hace la envidia de los demás coleccionistas. Cuánto más me miro, más vacío me encuentro. Y parece que…

-¿Y parece que…? – inquirió Juliette.

-Parece que he fallado a mi madre…

Ernesto no podía creer que estaba hablando de esta forma. No podía ser que se sincerase de éste modo con esa ¿desconocida? Al fin y al cabo llevaba tres años conociéndola, viéndola cada día. Era atractiva, inteligente y trabajadora. Pero súbitamente se percató que no la conocía de nada más.

-Ernesto, no creo que su vida haya sido un fracaso. Es un renombrado abogado. Estoy aprendiendo muchísimo con usted. Y además…creo que no tiene pareja porque no quiere…

Se quedó paralizado. No se creía lo que estaba oyendo. Iba a decir algo ingenioso, o al menos eso quería cuando escuchó el sonido del horno. Se levantó a la vez que se disculpaba. “Salvado por la campana” pensó en sus adentros.

Sacó la empanada cuyo olor le hacía salivar y se dirigió nervioso hacia la sala de estar.

-Juliette ya está la empanada.

-Muy bien señor Montoya, pero recuerde siempre lo que le dijo su madre ante de morir – lanzó una voz quebrada, vieja y maléfica.

Ernesto puso los ojos como platos cuando vio que se encontraba sentada de espaldas a él una figura negra, encorvada donde anteriormente estaba Juliette.

Agarró con fuerza el plato de empanada y empezó a temblar. “Está aquí…está aquí” Dejó sobre un mueble la comida a la vez que cogía una lámpara de plata que se encontraba encima.

Se dirigió con pasitos prudentes hacia la figura negra. A cada paso que daba el hedor de orina y producto antipolilla se hacía más intensa. El anciano tomó en su mano huesuda y translúcida la copa de vino de Juliette y tomó un sorbo.

Sólo quedaban un par de pasos para situarse a la espalda de aquel ser.

Cuando ya estaba a su altura, la figura negra se giró y le miró con aquellos ojos lechosos, abriendo bien grande la boca desdentada, asomándole un hilillo de baba por el labio inferior.

-Ernesto, menos mal que está aquí. Me muero de hambre.

Era ya demasiado. Ernesto agarró con ambas manos la lámpara y la abatió sobre el cráneo del anciano, y volvió a abatirla. Alzó y bajó. Alzó. Y bajó hasta convertir la lámpara en un objeto sanguinolento y la cabeza del viejo en un amasijo de hueso, seso y sangre.

Pero había un problema. El viejo había huido dejando en su lugar el rostro desfigurado de Juliette.

Día 4



Ernesto se quedó toda la noche delante del cadáver de Juliette, llorando. Estaba ya rígida y fría a pesar escasamente a un metro.

Cuando sus ojos ya estaban secos y se atrevió a levantarse se dirigió hacia su taller. Allí rebuscó hasta encontrar una sierra eléctrica. Tomó una alargadera, un plástico de grandes dimensiones y volvió a la sala de estar.

El cuerpo seguía ahí, sin vida. No había salida. Realmente había matado a Juliette. Volvieron a asomarse lágrimas por sus ojos, a pesar de pensar que ya no volverían nunca a brotar lágrima alguna.

Echó en el suelo el plástico y enchufó la sierra a la corriente. Se acercó a Juliette, que ya estaba pálida. Le dio la vuelta como pudo mientras le subía por la garganta llamaradas ácidas que estuvieron a punto de hacerle vomitar. Pero pudo controlarse mientras le bajaba la cremallera del vestido.

Su cuerpo quedó al descubierto. Era un cuerpo esbelto y atlético. “Seguramente hacía deporte. Creo que me dijo una vez que iba a la piscina a nadar”.

Cuando ya le quitó la ropa interior no pudo reprimir la idea que la joven estaba dispuesta a tener una relación con él. “Joder, me he perdido un buen polvo” pensó aunque inmediatamente se sintió culpable por el comentario. Se dio dos bofetadas y siguió adelante. Tiró la ropa al fuego mientras empezó a despedazar el cuerpo.

Una hora más tarde ya tenía a Juliette metida en una bolsa de basura. Se quedó sentado un momento para tomar un poco de aire. Finalmente había tenido que vomitar un par de veces. No estaba acostumbrado a despedazar a nadie, al menos de este modo. Aunque legalmente había hecho añicos mucha más gente. Pero aquello no contaba claro.

Cuando iba asomando un nuevo día por el horizonte tomó una de sus barcas, metió dentro la bolsa donde se encontraba el cuerpo de la joven junto con una piedra de granito de su jardín, la sierra y todo aquello que Juliette había tocado en su casa y lanzó amarras.

Navegó hasta el medio día. El mar estaba en calma y no encontró a nadie de camino. Cuando ya se encontraba a varias millas de distancia de la playa, en una zona poco frecuentada lanzó la bolsa al agua.

Lo que quedaba de Juliette se hundió en el mar en calma, junto con una pieza de granito. Ernesto elevó una plegaria en silencio, poniendo seguidamente rumbo hacia casa.

Llegó al anochecer a su casa. Estaba agotado y aún le quedaba algunas cosas que destruir, como por ejemplo la ropa que llevaba cuando acabó con Juliette y una alfombra, que estaba empapada en sangre seca.

Una vez destruidas las últimas pruebas y lanzado el coche de Juliette al agua desde su playa particular, se dio una ducha caliente. Pero, a pesar del agua y del gel era incapaz de sentirse limpio. Se limpió una y otra vez el cuerpo y el pelo pero en vano. Finalmente se limitó a sentarse en la ducha y a dejar caer el agua en la nuca. El golpeteo del agua le tranquilizaba.

-Señor Montoya. Ha sido un chico malo. No creo que su madre hubiese aprobado este desliz con la encantadora señorita O’neill.

Ernesto miró asombrado hacia el origen de la voz. Apareció entre las brumas del vapor del agua el rostro huesudo del viejo desconocido. Estaba sonriendo.

Ernesto dio una patada a la figura, atravesándola. Se borró la sonrisa un instante para volver con más esplendor al momento.

-¡Lárgate hijo de puta, lárgate de mi vida! – gritó, desesperado.

-Tch tch tch señor Montoya. No hace falta tener estos modales con un viejo indefenso como yo, ¿no cree?

El abogado se irguió, trató de salir de la ducha cuando vio que la figura se acercaba a él pero tropezó en su huida. La cara del viejo flotaba hacia Ernesto, sonriente y malévola.

-No ¡NO!, me dijiste que ibas a ayudarme. Ayúdame o lárgate, maldito hijo de puta.

Siguió lanzando patadas al aire así como puñetazos. Estaba fuera de sí, sudoroso y tembloroso. Se orinó encima mientras la cara flotante del viejo se situó a un palmo de la suya.

-Señor Montoya. Recuerde también que le dije que era más difícil ayudarse a sí mismo que a los demás. Hice la primera parte. Usted está fallando en la segunda.

Entonces la figura rió. Rió con todas sus fuerzas, escupiendo un sonido gutural, oscuro y profundo mientras se iba difuminando en la nieblina del cuarto de baño.

Cuando Ernesto recobró el aliento, se largó corriendo a la cocina. Allí rebuscó hasta encontrar una botella de whiskey de la cual bebió “a morro” hasta vaciar la mitad de su contenido.

A continuación entró en su museo y se parapetó en su interior. Tomó la primera arma que se encontraba a mano y se sentó en su mesa de trabajo.

Miró el arma que tenía en la mano y observó que era la pistola napoleónica que le había llegado dos días antes. Y ahí, con una bolsa de pólvora en una mano, la pistola en la otra y lo que quedaba de whiskey en medio, se quedó dormido.



Día 5



Se quedó gran parte de la mañana durmiendo. Cuando abrió los ojos la luz del museo le cegó momentáneamente. Una horrible jaqueca le taladraba la cabeza y su estómago rugía exigiéndole alimento. Sin embargo no estaba de humor para comer.

Había matado a Juliette. Su vida estaba asomándose por el precipicio de la locura, visitado por un viejo desdentado y maloliente que le recordaba demasiado bien el fracaso que estaba significando su existencia.

En aquello estaba pensando cuando tocaron al timbre de la mansión. Miró su reloj. Era cerca de las cuatro de la tarde. Había dormido demasiado, aunque si se podía llamar aquello dormir.

Estaba dispuesto a no abrir esta vez. La última vez que abrió la puerta se encontraba sentado en el mismo sitio donde estaba en aquel momento y acabó matando a su joven secretaria.

“No pienso moverme de aquí”

Sin embargo el timbre sonó. Sonó y volvió a sonar. Cada cinco minutos aproximadamente retumbaba, zumbándole en los oídos el sonido puntiagudo.

-Señor Montoya. Hay unos señores que quieren hablar con usted. No es de buena educación hacerles esperar.

“No, joder no. Él otra vez no”.

Se giró y ahí estaba él, tratando de comer un trozo de empanada. Pero Ernesto observó que, asomando por una esquina, estaba un mechón de pelo de Juliette. No era carne normal. Era carne de Juliette. Se estaba comiendo a la joven ante sus narices.

-Salga ya señor Montoya. Le aseguro que los que quieren hablar con usted no son un modelo de paciencia.

-¡Cállate cabrón!

Ernesto se levantó de la silla y salió afuera, dejando retumbar a sus espaldas la risita del anciano.

Pero tenía razón, Los que tocaban tan insistentemente a su puerta eran seguramente policía. Iban dos personas y el vehículo era negro, con las lunas traseras tintadas. Un escalofrío le recorrió la espalda y unas gotas de sudor empezaron a asomar por su frente.

-¿Quién es? – preguntó, inseguro.

Uno de los desconocidos enseñó ante la cámara del interfono una placa policial a la vez que aclaraba que eran del FBI y que tenían un par de preguntas que hacerle acerca de una tal Juliette O’neill.

Ernesto cerró los ojos y apoyó la frente contra la pared. El frío que desprendía le reconfortó momentáneamente. No tenía más remedio que abrir la puerta, así que activó el mecanismo y dejó que los agentes penetraran en su casa y en su vida.

Fue al encuentro de los agentes afuera. “Menos mal que he tirado el puto coche de Juliette al agua” pensó mientras sonreía a los agentes con la mejor de sus sonrisas mientras les daba la mano.

-Buenos días agentes. Soy Ernesto Montoya. ¿En qué puedo ayudarles?

El agente de más edad, y que parecía llevar la voz cantante apenas le dirigió una mirada mientras se encaminaba hacia la puerta de la mansión.

-Ya sabemos quien es usted señor Montoya. Lo que queremos es hablar de un tema muy serio. ¿Da su permiso para que entremos en su casa?

-Claro claro, pasen ustedes. Están en su casa.

Ernesto entró primero y guió a los hombres hacia la sala de estar. El mismo lugar donde horas antes había acabado con la vida de la joven. Y ahí estaban ellos, buscándola. Era normal que acudiera a verle. Al fin y al cabo era su jefe.

Cuando los agentes se sentaron Ernesto los examinó con atención. El agente de mayor edad parecía curtido. Su rostro era anguloso y curtido. Los pliegues alrededor de sus ojos denotaban que había pasado tiempo a la intemperie, impresión que se veía confirmada al juzgar por el cuerpo atlético que tenía.

En cambio, el otro agente era joven, de rostro redondo y mejillas coloradas. Su cuerpo parecía flácido y sus movimientos, torpes.

A pesar de las diferencias entre ambos hombres, la vestimenta que llevaban era semejante. Traje negro, camisa blanca y corbata negra así como zapatos a juego. Negros como el azabache y relucientes como espejos.

Los agentes se negaron a tomar nada y el mayor empezó a hablar.

-¿Juliette O’neill es secretaria en su oficina verdad?

“Joder, va directo al grano”

-Exacto. Lleva unos tres años trabajando para mí. ¿Ha ocurrido algo? – aventuró Ernesto.

-Eso está por ver, señor Montoya – lanzó, escueto, el más joven.

-Efectivamente – prosiguió el agente mayor – por eso estamos aquí.

-Bien. Pues ustedes dirán.

-¿Cuándo ha sido la última vez que ha tenido contacto con Juliette? – preguntó el agente mayor.

-Pues a ver…hará…dos días. Sí, dos días. La llamé por la mañana temprano. Le comenté que no iba a ir a trabajar durante la semana y que anulase todas mis citas y reuniones.

-Ajá. ¿Y no ha tenido contacto con ella después de esto?

Ernesto fingió pensar sobre ello, negando finalmente con la cabeza.

-Pues no. Desde aquella mañana no he sabido nada más de ella.

Los agentes intercambiaron una mirada fugaz, volviendo a fijar a continuación la mirada sobre Ernesto. El agente mayor le atravesaba con la mirada.

-Es que verá señor Montoya. Resulta que ha denunciado su desaparición la compañera de piso de Juliette.

-Y lo que es más raro – prosiguió el agente joven- es que llamó a su compañera cuando estaba esperando ante su verja. Le dijo que no la esperara para cenar. Que iba a verle a usted. Que llevaba usted unos días raro.

-¿Es cierto que lleva usted unos días raro, señor Montoya? Quizás sea por eso por lo que ha anulado sus citas. Cosa que nunca ha hecho en todos estos años. – prosiguió el agente mayor. Miró al agente joven, el cual asentía con la cabeza. Parecía que todo aquello estaba ensayado de antemano.

Ernesto se meneó en la silla, incómodo mientras se rascaba la nuca con sus uñas manicurazas. No sabía qué decir. Si les daba la razón, estaba perdido y si les mentía…también. Parecía que habían hecho sus deberes antes de acudir a su casa.

El agente mayor sonrió débilmente, se acomodó aún más en el mullido sillón de Ernesto y sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un sobre blanco.

-Supongo que sabrá lo que significa esto, ¿verdad señor Montoya?.

Ernesto estaba acorralado. Claro que sabía lo que significaba. Sus muchos años como abogado le había permitido presenciar aquella situación en numerosas ocasiones, aunque los protagonistas eran sus clientes y no él mismo. En aquel sobre se encontraba la orden de detención. Su orden de detención.

Ernesto trató de parecer impasible pero su sudor le traicionaba así como que los temblores que se apoderaban de sus extremidades.

Ambos agentes se levantaron a la vez, extrayendo el agente joven de su cinturón unos grilletes negros.

-Bueno señor Montoya. Supongo que no tendrá inconveniente en acompañarnos a las dependencias, ¿verdad?

-No…no tengo ningún inconveniente – balbuceó Ernesto – pero, puedo ir a cambiarme de ropa.

Los agentes intercambiaron una mirada, hasta que el agente mayor hizo una señal vaga con la mano en dirección al abogado.

-Claro, claro señor Montoya. Tómese el tiempo que desee. Le estaremos esperando aquí.

Ernesto agradeció el gesto y se encaminó hacia su cuarto. La cabeza le daba vueltas y un dolor punzante le atenazaba el pecho. Sus piernas apenas le sostenían, por lo que tenía que sujetarse contra las paredes para poder llegar a su cuarto.

Se desnudó y sacó el primer chándal que encontró en el armario. Era un modelo ya antiguo, de principios de los 90. Cuando vio su reflejo en el espejo sonrío muy a su pesar. Parecía recién sacado de algún videoclip de Mc Hammer…

Una vez vestido preparó un pequeño macuto que se colgó del hombro y caminó hacia su perdición. Mientras caminaba de vueltas a la sala de estar donde se encontraban los Agentes los escuchó hablar, a lo lejos.

Sus voces eran tranquilas, casi divertidas al juzgar por el tono. Parecían hasta felices. Pero de repente, escuchó una tercera voz. Una voz quebradiza, resbaladiza…húmeda. “Otra vez él…está aquí…Otra vez…” Se quedó paralizado.

Dejó caer el macuto en el pasillo y tuvo que apoyarse nuevamente contra la pared. Su respiración estaba agitada, su pecho se elevaba descompasadamente. “Joder…¿qué hago? ¿qué hago?”

Antes que le responda su parte lógica sus piernas tomaron el control. Salieron corriendo, arrastrando el cuerpo de

Ernesto hacia el museo. Pasó como una exhalación ante los agentes y entró en tromba en su museo. Cuando cerró a cal y canto la puerta escuchaba las voces al otro lado llamándole. Aporreaban la puerta con los puños, los pies y las empuñaduras de sus armas de polímero.

-¡Montoya, no agrave su caso!- gritaba el agente mayor – ¡Abra ya!

Pero Ernesto hacía caso omiso. Aquella sala era inexpugnable y nada ni nadie podía entrar. Bueno, menos “ÉL”. El viejo baboso con olor a naftalina. El viejo que todo lo sabía. El viejo y maldito hijo de puta que le había destrozado la vida.

Ernesto rebuscaba en sus armas hasta que por fin tomó en su mano una que le parecía adecuada. Se sentó sobre su silla y sacó una bolsa de pólvora. De fondo se escuchaba los furiosos golpes de los agentes del FBI que empezaban a gritar a sus emisoras.

Y del fondo de su ser surgía otro furioso grito. Aunque no era un grito. Era una risa. La risa siniestra del viejo. Surgía de las entrañas de Ernesto y se elevaba por su esófago y se desparramaba por la sala, llenando hasta el último recoveco de razón que quedaba.

Y cuando su boca vomitó aquella risa que se mezclaba con su propio llanto, Ernesto tenía ya preparada su pistola napoleónica 1814 tipo 1 y la estaba introduciendo en su boca. Sus papilas gustativas llevaron a su cerebro el sabor de la madera de nogal así como del metal dorado. Iba a ser lo último que probaría. Esto, y plomo.

El disparo rasgó el aire pero quedó oculto bajo los golpes descompasados de los agentes, que aún trataban de abrir la puerta blindada.



El velatorio de Ernesto tuvo lugar tres días más tarde, tras haberse efectuado la autopsia. Los funcionarios no encontraron ningún tipo de enfermedad mental ni tampoco ninguna intoxicación por drogas o alcohol.

La sala en la que se encontraba el cuerpo de Ernesto se ubicaba al final de un largo pasillo del tanatorio. La soledad de la sala dedicada a los familiares de Ernesto contrastaba con las aglomeraciones dolientes de las demás familias que se encontraban diseminadas por el pasillo y las distintas salas colindantes. Nadie había acudido a rendirle el último tributo ni a dejar caer ninguna lágrima por su alma. Se encontraba en esta nueva morada tan sólo como en la última.

Cuando sólo faltaba una hora antes que acudieran los trabajadores del tanatorio a recoger el cuerpo y darle sepultura en el cementerio municipal una figura negra se abría paso, lenta e inexorablemente entre familiares y amigos de los vecinos de circunstancias del abogado.

El bastón se movía con determinación entre aquellos seres llenos de vida, lanzando aciagos ecos cuando penetró en la sala de velatorio de Ernesto.

La figura negra y encorvada se aproximó al féretro abierto a pasitos cortos y, una vez situado a su lado se quedó inmóvil. Posó una mano sobre la madera barnizada del ataúd y aproximó sus labios a la frente del cadáver del abogado.

Los labios resecos del viejo desconocido depositaron un beso baboso sobre la frente. Restos de baba se deslizaron lentamente por la frente hasta caer por la sien. Parecía un caracol translúcido cuyo rastro desapareció cuando penetró en el oído de Ernesto. Cuando esto ocurrió ya se había esfumado la figura encorvada, pero su marcha no impedía que su voz retumbara dentro de los tímpanos exánimes de Ernesto.

-Ve señor Montoya lo difícil que es ayudarse a sí mismo. Debería de haber aprendido de su madre. Adiós, señor Montoya. O mejor dicho. Hasta pronto.

Dentro de la sala vacía del tanatorio no había más que silencio, roto únicamente por la risa desencajada de un viejo que hacía ya media hora que se había marchado de aquel lugar.

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lunes, 6 de febrero de 2012

El talismán

-Estoy harto de ti. ¿Me oyes?.

-Anda que yo. Eres un cerdo. Ya me avisó mi madre, pero no. Fui demasiado estúpida para hacerle caso.

Ya estaban otra vez de pelea. La misma canción de siempre. Él llegaba, normalmente borracho, y empezaba a gritar a su madre. Ella tampoco se quedaba corta y gritaba también. Se tirarían horas así, hasta que finalmente alguna que otra vajilla volase hacia el otro.

Al final, se abrazarían, se besarían y volverían a empezar al día siguiente. Ella sí que estaba harta. Harta de ambos. Mientras se estaban insultando cogió del perchero su abrigo de lana, llamó a su perra Luna y salió afuera.

Hacía un tiempo magnífico. La bóveda celeste estaba despejada y las estrellas se veían con claridad, jalonando la inmensidad del cielo con perlas brillantes. Atrás quedaba el rumor de la pelea, cada vez más distante y apagada.

Julia empezó a correr para alejarse más rápido de sus padres. Ya no los aguantaba. A ninguno de los dos. Antes solía ponerse de parte de su madre. Alguna que otra vez la vio llorando, un moratón debajo del ojo. Decía que le escocía. Pero, cuando Julia defendía a su madre delante de su padre, le pegaban ambos. Como represalia, solían dejarla sin comer todo un día.

No entendía nada. ¿Cómo se podía vivir así, odiándose y queriéndose a la vez? Lo de quererse no estaba Julia muy segura de ello. Al menos es lo que se decían cuando se reconciliaban sus padres. Eso, y también gemidos. Menudo asco.

Siguió corriendo por el camino de tierra que unía el pueblo con su caserío. Pronto llegaría a la linde del bosque que se encontraba situado a escasos metros del camino. Aquel bosque era para ella un refugio. Su refugio a la sinrazón de sus padres…de los adultos. De la vida.

Sin embargo, nunca había ido a ese bosque de noche. Calculaba que serían las dos de la madrugada. “Igual debería haber cogido un candil” pensó Julia mientras se adentraba en la espesura. Pero le daba igual al fin y al cabo. Conocía aquel bosque desde que tenía uso de razón. Trece años recorriéndolo, de arriba abajo. Había trepado en sus árboles, rebuscado en sus raíces, se había escondido en su maleza para sorprender a los animales que moraban en aquella extensión boscosa.

“Además, está Luna conmigo” – pensó, escuchando las pisadas de su Golden detrás suya.

Desde muy pequeñita, había una parte del bosque que le gustaba especialmente. Era la delgada frontera que separaba la llanura de la espesura del bosque. Cuando alzaba la mirada observaba como las ramas le cubrían por encima de la cabeza, como si fuera un escudo. A través del follaje apenas se distinguía el cielo. Todo era verde, salpicado de haces luminosos que caían con delicadeza en el musgo de los troncos.

Pero aquella noche, no había sol. Pero sí luna. Una luna inmóvil en el cielo, y otra Luna, juguetona. La primera daba un aspecto fantasmagórico a las hileras de árboles que se sucedían, la otra, brincaba y olfateaba, alegre, la maleza.

Conforme se iba adentrando por el sendero del bosque, se iba encontrando mejor consigo misma. Siempre le ocurría igual. Entrar en el bosque era para ella como entrar en una nueva dimensión. Se agachó para coger un palo y lanzó un par de estocadas al aire. Un suave siseo irrumpió en la silenciosa noche, haciendo que Luna salte hacia el palo de Julia.

-Vamos Luna, a por él – le gritó mientras tiraba con todas sus fuerzas el palo delante suya.

La perra salió disparada y se adentró en el follaje, removiéndolo brutalmente con el hocico. Una vez que lo tuvo entre sus fauces, volvió orgullosa.

-Muy bien perrita. Muy bien. A ver si ahora puedes encontrarla.

Tiró aún más lejos el palo, desapareciendo totalmente del sendero. Ni siquiera se escuchó caer. No le importó a la Golden, que salió como una flecha hacia la dirección donde probablemente había caído el palo.

Julia siguió caminando mientras su perra desaparecía de su vista. “Pronto volverá” – pensó Julia. Aún escuchaba el olfateo de Luna, en pos del palo. Sus pisadas, cada vez más lejanas indicaban que se estaba alejando demasiado. No pensaba haber tirado el palo tan lejos.

-Luna, ¡LUNA!..¡LUNA VUELVE!.

Pero no se escuchaba nada. Una punzada de miedo le atenazó el estómago y las rodillas. Volvió a llamarla a voces sin respuesta. Se acercó rápidamente a los arbustos por los cuales desapareció su perra, asomándole unas lágrimas de impotencia y miedo por los ojos.

-¡LUNA BONICA, VEN TOMA!.

No había más respuesta que el ulular del viento entre las hojas de los árboles. Parecía un susurro. Casi una confidencia contada en una lengua ya olvidada por los hombres. Una advertencia. No es inteligente entrar en un bosque de noche.

Tenía miedo. La punzada se había convertido en una profunda dentellada y ya le desgarraba todo su ser. Las lágrimas se convirtieron en un torrente imparable de pena y sufrimiento. Empezó a meterse por las zarzas que flanqueaban el camino, dejándose trozos de piel en el intento. Su ropa de tela basta se iba desgarrando cerca de los tobillos y de las mangas.

No había recorrido ni siquiera un par de metros cuando detrás suya, en el sendero, escuchó una voz. Una voz masculina. Joven pero melódica.

-¿Has perdido a tu perrita pequeña?.Txac Txac

Se quedó paralizada entre las zarzas. Incapaz de moverse hacia delante ni hacia atrás. Giró lo suficiente la cabeza para poder ver el origen de aquella voz que, a pesar de no ser más que un susurro, consiguió detenerla.

Era un hombre joven. De unos veinte años quizás. Alto y atlético. Sus ropas eran de terciopelo rojo y negro y de buena factura. Las botas de cuero eran brillantes y bien cuidadas. Pero lo que más le atrajo del Desconocido era su rostro. Era un rostro perfecto, bien dibujado. Una sonrisa encantadora ocupaba la mitad inferior de la cara y unos ojos divertidos, de color miel completaban la figura.

Julia se quedó sin habla, limitándole a asentir con la cabeza. Debía de parecer una idiota de esta guisa, atrapada entre las zarzas, el vestido desgarrado y sin poder moverse ni en un sentido ni en otro.

-Niña, si tu perrita no se ha perdido. Mira – dijo el Desconocido mientras daba un par de palmadas que llenaron la noche de una luz brillante, con destellos anaranjados y verdes.

Durante un segundo pareció que todo el bosque se había iluminado como si fuera de día. No. Aún más. Mucho más porque la luz venía de dentro del bosque, y no de fuera. Cuando la luz desapareció hizo su aparición Luna, con un palo en la boca. Trotaba tranquila y se situó a los pies del Desconocido, dejando el palo en el suelo.

-Ves niña. Venga, sal de ahí y ven- Su voz era tranquila y apacible. Instantáneamente desapareció el miedo que había sentido anteriormente Julia.

-Es que…estoy atrapada señor –Balbuceó la joven mientras se debatía.

Desconocido se acercó a ella, negando con la cabeza y chascando de la lengua.

-Txac Txac, ¿qué vas a estar atrapada? Si esta en un claro. ¿No lo ves?

Cuando quiso darse cuenta estaba de rodillas en mitad de un claro. En el mismo lugar del bosque, al juzgar por los árboles y el sendero, pero sin embargo…en un claro.

-¿Cómo…cómo lo hace? ¿Quién es usted? – consiguió articular Julia.

El joven se acercó a ella y le tomó la mano con delicadeza hasta que pudiera ponerse de pie. El contacto con su mano electrizó a Julia de la cabeza a los pies y sintió una sensación parecida a la que se tiene cuando se sueña con volar. Sin saber bien cómo estaba de pie, a su lado.

-Txac Txac Muchas preguntas son esas, ¿no crees Julia? – suspiró -Mi nombre…¿Qué más da? Txac Txac Los nombres son como banderas niña. Creemos que nuestro nombre nos define, como lo hace una bandera, pero realmente su función es únicamente ser esclavas del viento que las agita hasta que acaban colgando inútil de cualquier mástil. Txac Txac.

-No…no entiendo – masculló Julia mientras miraba a su alrededor- ¿Cómo conoce mi nombre?

-Bueno, txac txac, sé algunas cosas es cierto. Como que te has fugado esta noche de casa. ¿Es eso cierto Julia? ¿O me ha engañado el viento que te ha traído hasta mí?

-No...no…¿cómo lo sabe?

-El viento Julia…el viento. Escucha atentamente..

Julia agudizó el oído pero no distinguía nada del sonido del viento. Para ella, sólo mecía las ramas y el follaje pero nada más. El viento no hablaba. Hasta una niña sabía eso.

-No me crees, ¿verdad? Txac txac. No importa. Dime, ¿te apetece tomar algo caliente antes de volver a casa?.

La miró con aquellos ojos miel que le hipnotizaban. Eran a la vez cálidos y profundos. Parecía que se sumergía en ellos hasta perder la percepción del bosque que le rodeaba. Asintió.

-Pero no quiero volver a casa –dijo-quiero quedarme en el bosque.

Desconocido rió a carcajadas limpias, lanzando de su boca hilos dorados que se enroscaban de los árboles hasta que desaparecían convirtiéndose en miles de mariposas doradas.

-Ya hablaremos de eso luego Julia. Hablemos antes, si te parece bien – dijo Desconocido.

Estaba desorientada. Mientras caminaba con Desconocido observaba que la vegetación que los rodeaba les abría paso. Era como si hicieran una reverencia ante él. “o como si suplicasen” pensó Julia. No tenía ni la menor idea del lugar al que se dirigían. Desde el mismo momento en el que se separaron del sendero se había perdido. Pero Desconocido parecía saber perfectamente lo que hacía.

Caminaron una hora entre malezas huidizas y árboles tímidos. Todo se apartaba de él, dejando a la comitiva formada por el joven, ella y Luna el camino libre. Echó un vistazo a su perra y observó en sus ojos un destello dorado. Nunca antes había visto aquella luz en sus pupilas.

-¿Cómo lo hacéis señor? ¿Es magia? – preguntó tímidamente Julia.

-Txac Txac. La magia no existe Julia. Siempre hay truco…Jajajajaja

Siguieron un poco más hasta que llegaron a un lago inmenso. Desde la orilla en la que se encontraba Julia únicamente veía una extensión de agua que se perdía hasta el infinito. Miró hacía atrás, por donde habían venido, comprobando que el bosque había desaparecido. Luna se quedó sentada sobre sus patas traseras, giró la cabeza y permaneció inmóvil. El destello seguía en sus ojos.

Todo el lugar estaba bañado en una oscura capa roja, intensa y omnipresente. No sabía la razón de este fenómeno hasta que miró hacia el cielo y vio en él dos lunas rojas, enormes. Daba la sensación que fueran a caer sobre ellos en cualquier momento.

-¿Dónde estoy? – preguntó.

-Estas en mi hogar Julia. Todo esto es mi morada. Txac Txac

Tomo la mano de la joven y la guió hacia el agua. Era cálida, dando una sensación de viscosidad. Emanaba un olor dulzón, como a fruta madura. Iban adentrándose lentamente en aquel líquido desconocido. Antes que le cubriese la cabeza, pudo girarla y ver que Luna permanecía en la orilla. Un destello amarillo en las pupilas se despidió de ella.

Iban caminando en el fondo de aquel lago gigantesco. Las criaturas que poblaban sus profundidades eran desconocidas para Julia. No se parecían a ningún pez que haya visto con anterioridad. Tampoco se parecían a ningún animal terrestre que haya visto antes.

La mayoría eran parecidas a aves, con boca humana y dientes afilados. Las patas eran unas garras peludas y sus ojos, enormes y negros como el azabache parecía escrutar todas las direcciones.

También había seres más pequeños y menudos, llenos de pinchos y cuyo cuerpo estaba manchado de colores vivos. Se quedaban en el fondo del lago y cuando venían algunas pequeñas presas escamosas, las atravesaban con sus alfileres dorsales y las derretían hasta que desaparecían completamente.

Se resistió al principio cuando su nariz iba introduciéndose en el agua pero el Desconocido le tranquilizó. Le dijo que no temiera, que no iba a pasarle nada, txac txac…

Se relajó y aquel joven tenía razón. Podía respirar bajo aquel líquido. La sensación era extraña. Parecía beber el aire que necesitaba de la sustancia viscosa que la envolvía. Tenía un sabor amargo, muy diferente del olor dulzón a fruta madura. La imagen mental del sabor que notaba en la boca era una mezcla de ceniza, almendra y nuez.

Un tiempo después llegaron a una cueva submarina cuya entrada estaba formada por unas estalactitas que casi llegaban al fondo. A Julia le daba la impresión que se asemejaba a una boca enorme a punto de engullirla. Pero, a pesar de la inquietud que sentía en aquel momento, pudo caminar con paso decidido, siempre guiada por el Desconocido.

Una vez superada la bóveda de la entrada, se terminó el líquido. Era como si los límites submarinos de aquel lago fueran unas membranas que separasen lo líquido de lo sólido. El cambio fue desconcertante. Lo era aún más comprobar que a pesar de toda la distancia recorrida no estaba mojada. Ni que tampoco quedaba en su boca ningún resto de la sustancia viscosa que conformaba el lago.

El desconocido la siguió guiando por unos pasillos sinuosos, decorados con tapices resplandecientes y joyas. El lugar era enorme y sus pasillos, interminables. Se encaminaron hacia otro pasillo, largo y recto, del cual Julia no distinguía el final. En el fondo sólo había negrura y cuanto más caminaban por aquel pasillo, más lejos parecía la salida.

No sabría decir cuánto tiempo estuvieron caminando hacia la boca negra de pasillo pero inexplicablemente terminó de repente. La estancia en la que desembocaba era grandiosa. El techo, a más de cincuenta metros del suelo enlosado, tenía vetas rojas y verdes. Próximo al techo se encontraba un enjambre de pájaros peludos que chillaban mientras jugaban entre ellos. Sus movimientos en grupo creaban figuras a cada golpe de ala, sucediéndose imágenes de dragones y paisajes.

A ras de suelo no había más muebles que un trono alto, de color rojo, confeccionado en un material que parecía orgánico. Cuando Julia se acercó pudo ver que los brazos del trono y el respaldo brillaban con luz propia, emitiendo destellos parecidos al reflejo del sol en las escamas de una serpiente. La silla estaba formada por una especie de vísceras que se movían espasmódicamente como si estuvieran digiriendo algún alimento.

No parecía que fuera muy agradable sentarse en aquél trono rojo pero no tenía la impresión de incomodar a Desconocido que se reclinó en él una vez se sentara. Miró a Julia y chascó de los dedos.

De repente apareció una silla menuda, de madera tallada con grifos en las patas y boca de dragón en el apoya brazos. También hizo su aparición una mesa, parecida al roble, que separaba el trono rojo y la silla.

-Bienvenida a mi hogar Julia, ¿Te gusta? Txac Txac

-Es…precioso señor – exclamó, maravillada- nunca antes he visto ningún lugar así. Es tan…diferente.

-No sabes cuán diferente es niña..txac txac…dime, ¿Quieres tomarte algo? Lo que necesites.

La niña negó con la cabeza, lo cual pareció contrariar a Desconocido que se acomodó en el trono, que se movía a cada gesto que hacía. Parecía que estaba ajustándose el propio trono a su amo para que éste quedara incrustado en él.

-Que..quería saber cómo me conoce, señor.

-Hace mucho tiempo que te miro, Julia. Txac txac Años que escucho tus lamentos. Tu llanto me ha conmovido niña. Txac Txac.

-Pero…si yo nunca os he visto antes, señor…

-Pequeña. Que no veas algo no significa que no existe, ¿no crees? Txac txac. – Desconocido esperó a que asintiera Julia para proseguir – verá, hace ya mucho que te escucho entrar en este bosque, llorando porque tus padres te maltratan. He sentido tu odio. ¿Acaso no es cierto? Txac txac.

-Sí…es cierto. Pero creo que no me odian.

-Pero tú sí a ellos, ¿verdad? Txac txac.

Julia se quedó mirando al suelo, incapaz de afrontar la mirada de Desconocido. Parecía que era capaz de mirar sus pensamientos y arrastrarlo hasta la superficie.

-¿Te gustaría que te ayudara Julia? Txac Txac

-¿Cómo puede ayudarme señor? – alzó la mirada, esperanzada.

-Ay…Julia Julia, pequeña. Mira lo que he creado. Mira a tu alrededor. ¿Acaso crees que no puedo ayudarte con tus padres? Ay, niña. Txac Txac.

Julia se sonrojó y eludió de nuevo la mirada.

-Mira, te voy a dar algo. No debes perderlo ni enseñarlo a nadie ¿de acuerdo? Será nuestro secreto.

La joven asintió en silencio mientras alzaba la vista lentamente hacia su nuevo amigo. Éste levantó su mano derecha hacia el techo, cerró el puño y empezó a agitarlo con fuerza mientras gritaba “Trakasti Trakasti Verkarán”. Repitió aquella fórmula tres veces hasta que de su puño aparecieron rayos escarlatas. Su mano pareció fundirse y convertirse en una bola. El color se tornó rojizo y reptó por el antebrazo de Desconocido hasta el codo. Él cerró los ojos y siguió agitando el puño, que era ya una esfera perfecta. Ella no podía ya mirar. Tuvo que cerrar los ojos y taparse el rostro con las manos. Incluso así la luz atravesaba sus párpados.

Repentinamente el fenómeno cesó. Julia volvió a mirar y vio a Desconocido sonriendo, feliz. Adelantó su mano derecha, que había vuelto a ser normal y dentro se encontraba un trozo de madera, pequeño y retorcido.

-¿Qué es? ¿Un trozo de madera? – preguntó Julia.

-No. Es más que eso. Mira las inscripciones, se llaman Runas. Son una lengua antigua olvidada por los hombres. Txac Txac.

Julia miró con detenimiento el objeto que Desconocido le tendía. Tenía una textura parecida a la madera pero no lo era. Era de color gris ceniza aunque cambiaba a marrón cuando se movía. Cuando Julia lo cogió en la mano volvió a cambiar de color y se volvió dorado. Su tacto era cálido y en él empezaron a surgir caracteres que Julia desconocía.

-Es un talismán Julia. Txac Txac. Una especie de llave muy antigua. Tiene el poder de conceder deseos. Puedes únicamente desear una cosa Julia. Así que elige bien el momento y el deseo. No hay más oportunidades. ¿Me entiendes Julia? Txac Txac.

-Sí…¿lo tengo que usar ahora?

-Jajajaja, no Julia no. Debes usarlo en el preciso momento en el que sea necesario. Ni antes. Ni después. En el momento justo y oportuno. Es de vital importancia. Txac txac. Y para que funcione solamente has de desear. Desear de corazón. Txac Txac

-Lo recordaré. Gracias.

-No hay por qué darlas pequeña. Y recuerda lo que te acabo de decir Julia. No lo olvides….TXAC TXAC

Todo desapareció. Flotaba en la oscuridad del sueño. Era una sensación cálida y placentera. Se mecía con el viento de la fantasía que la arrastraba a otro lugar.

Cuando abrió los ojos se descubrió en el sendero del bosque, Luna recostada contra su vientre para darle calor. Entre las hojas empezaba a despuntar un nuevo día, los rayos de sol acariciaban lentamente su rostro. Se puso en pie lentamente y observó que su ropa no estaba rota. Echó un vistazo a su alrededor y todo parecía como recordaba. Incluso su pequeña Luna tenía los ojos oscuros, como siempre los había tenido. Se rió a carcajadas.

-Era un sueño. Un sueño- gritó mientras corría hacia el camino de tierra que unía el pueblo con su caserío.

Era un sueño, sí. Pero como todos los sueños, le producía al despertar una sensación de tristeza. “Cúanto me hubiera gustado que hubiera sido real” pensó.

Volvió corriendo a su casa acompañada por Luna. Cuando entró en casa su madre estaba en una silla durmiendo y su padre en las escaleras sentado. Se sorprendió al verla entrar.

-Julia ¿Dónde te habías metido? Estábamos preocupados.

Se lanzó hacia ella y la abrazó. Aquello despertó a su madre que se puso en pie de un salto y corrió a abrazar a su hija que había vuelto. Julia se ahogaba entre ambos pero no le molestaba la sensación. Iba a decirles lo que había soñado pero prefería no hablarles de Desconocido. Era su secreto.

-He estado en el bosque. Estoy bien.

Los padres la miraron para seguidamente mirarse entre ellos.

-Está bien Julia. Estarás cansada y hambrienta. ¿Quieres algo de comer?

Julia negó con la cabeza y les que estaba bien. Pero que sí estaba cansada. Sus padres la dejaron subirse al dormitorio, quedándose en el comedor. Luna subió con ella las escaleras.

Empezó a quitarse el vestido de lana gruesa hasta quedar desnuda. Se tapó con un par de mantas y se tumbó en su cama. Luna la imitó y se hizo un ovillo a su lado. Julia cerró los ojos y se recostó de lado, una mano bajo la almohada.

Abrió los ojos. Sacó su mano de la almohada. “No..no puede ser…es…imposible” reflexionó mientras sacaba el talismán, la llave que le había dado Desconocido, sentado en su Trono Rojo. Julia se sentó, quedando sus pechos menudos al aire mientras observaba con estupor el objeto.

Volvió a ser de color dorado, apareciendo con claridad las runas inscritas en sus laterales. El brillo se movía independientemente de la luz que incidía en “la llave”. Parecía que tuviera voluntad propia.

Se sintió aliviada a la vez que asustada. Escondió rápidamente el objeto de nuevo bajo la almohada y se tumbó boca arriba. A su lado, Luna, la miraba, un diminuto destello dorado en las pupilas.

Durante los primeros días tras su vuelta sus padres la colmaban de atenciones. Ya no peleaban y estaban continuamente pendiente de ella para que no le faltara de nada.

Pero, “la cabra siempre tira para el monte” le dijo en una ocasión su padre. Salvo que en su caso no era al monte donde tiraba su padre, sino a la Tasca de Eustaquio. Así que, tras una semana de respiro, volvía de nuevo borracho a casa.

Vuelta a empezar. A partir de la segunda semana de su vuelta las peleas se volvieron de nuevo diarias y la vajilla menguaba.

Una noche, mientras estaba ya durmiendo, su padre entró titubeante en la casa, tirando un par de sillas en su camino. Aquello la despertó. A su madre también. La escuchó bajando por las escaleras.

-A estas horas vienes, borracho de mierda. – le gritó su madre.

-Calla. Maj-dta ar-pía – balbuceó su padre.

-Anda, míralo, que bonico. Eres un inútil.

Escuchó su padre vomitar al pie de las escaleras mientras su madre seguía gritándole. Julia cerró los ojos. Los odiaba. Odiaba a ambos. Odiaba su vida. La única vez que fue realmente feliz fue cuando se encontraba con Desconocido.

Ese recuerdo la hizo meter la mano debajo de la almohada, hasta encontrar el talismán, “la llave” como la había llamado él. Una llave hacia los deseos. La agarró con fuerza sobre su pecho menudo, cerró los ojos. Y deseó. Deseó como nunca antes lo había hecho.

De repente, el tiempo se quedó en suspenso. No se oían más gritos. Abrió los ojos y cuando trató de moverse era como si estuviera atrapada en agua densa. Sus movimientos eran lentos. Los sonidos apagados. El aire se tornó frío y azulado. Vaho le salía de la boca. No se escuchaba ya nada. Luna se sentó a su lado, mirando hacia la puerta, inmóvil.

Nada más que silencio, interrumpido únicamente por un sonido. O dos más bien. Txac Txac…

Julia no encontraba la fuente de aquél sonido, que le parecía tan lejano y a la vez tan próximo. Luna se giró hacia ella y la miró. Sus ojos habían perdido el color negro para convertirse en dos trozos de ámbar dorado. Su hocico se torció en una especie de mueca siniestra.

Se asustó y trató de levantarse pero estaba atrapada en una red invisible que la entorpecía. Txac Txac, volvió a escuchar.

Un escalofrío la recorrió desde las nalgas hasta el cuero cabelludo. Tenía de correr, huir de aquel cuarto. “¿Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho?.

Con mortal lentitud consiguió bajar un pie de su cama. Luna seguía vigilando cada movimiento de Julia, inmóvil y siniestramente divertida.

Tenía que bajar. Bajar. Bajar y huir. Pero “algo”, una deformación del aire surgió en su cuarto. Se parecía al efecto que ocurría en verano, cuando caminaba en las calzadas. Volutas de calor transparentes deformaba sus muebles y se acercó a ella.

Trató de gritar pero “aquello” se metió en su boca. Lo sentía apoderarse de su cuerpo, bajar hasta los intestinos y subir hasta su cráneo. Tomó las riendas del cuerpo de Julia a su pesar. Se vio a ella misma levantarse de la cama aunque no lo hacía ella. Vio ante su espejo su cuerpo desnudo caminando, aunque ya no lo controlaba

Se vio bajando las escaleras que daba al comedor, a pesar de no querer hacerlo. Sus padres estaban en la cocina, enfrascados en la discusión. No la vieron. Pero ella sí se vio a si misma coger un hacha del cobertizo y dirigirse hacia ellos, por la espalda. Lenta y inexorablemente. Pero no era ella la que decidía nada.

Tampoco fue ella la que decapitó y desmembró a sus padres, a pesar de llevar sus pequeñas manos el hacha.

Quería llorar, pero su cuerpo lo impedía. Quería gritar, pero su boca permanecía sellada…Estaba atrapada en ella misma, prisionera de una voluntad ajena a ella.

-Pequeña Julia. Niña tonta. No llores. Has deseado que tus padres desaparezcan. Y te lo he concedido. Txac Txac –oyó en su cabeza.

-¿Quién…qué eres? – pensó

-Ay, Julia. Soy el Desconocido. El que nunca ha estado aquí ni nunca ha existido. Soy quién concede los deseos y juega con los cuerpos y las voluntades. Soy quién da un talismán, una llave. Los humanos nunca sabéis qué hacer con ella. No os dais cuenta que si una puerta está cerrada, es por algo. Txac Txac.

-¿Por qué? ¿Por qué has hecho eso?...yo no…yo no quería.

-Lo has deseado Julia, lo has deseado con todas tus fuerzas. Te lo advertí. Me has dejado salir de mi morada, de mi bosque para entrar en tu mundo. Tendrás que pagar por ello. Txac Txac.

El cuerpo de Julia dejó el hacha en el suelo, con la hoja hacia arriba. Las manos de Julia colocaron grandes piedras a ambos lados del mango, comprobando finalmente la estabilidad del arma.

La columna de Julia se irguió, abrió bien grande los ojos y se dejó caer contra la hoja ensangrentada. El sonido de su cráneo al partirse por la mitad hendió el aire. En el último aliento que le quedaba al cuerpo de Julia, por fin pudo gritar.

Cuando el cuerpo yacía inerte en el suelo y la sangre se esparcía lentamente por la tierra batida se elevó de la espalda de Julia una sombra oscura. Tenía una forma difusa, alargada y aplastada a la vez. Su forma cambiaba con cada ráfaga de aire pero se movía en dirección contraria. Se movía lentamente hasta el Golden de Julia que estaba lamiendo el cuerpo del padre de la joven.

La sombra entró en el animal.



Cristián se encontraba cortando leña en el porche de la casa. Ya llevaría unos dos cientos kilos de madera cortada pero vio aparecer a lo lejos un perro, trotando alegre por la hierba.

Se llevo las manos a los ojos a modo de visera para poder ver mejor. Parecía un Golden. Se acercaba a donde estaba. Cuando estuvo cerca de él le lamió la mano.

-Ey, pequeño, ¿de dónde vienes?

El animal meneaba el rabo conforme le acariciaba Cristián el lomo.

-Tendrás sed no. Ven, vamos a casa.

El perro siguió a Cristián en el interior de la casa. Dentro se encontraba una mujer cocinando.

-Cariño, mira. Un perro.

La mujer se giró y dio un grito de alegría cuando vio al animal. Se secó las manos con una bayeta y se acercó para acariciarlo.

-Qué bonico es ¿no te parece? Mira, es una perrilla. Se le ve bien alimentada. ¿De quién será?-preguntó.

-No sé. Mientras tanto nos lo podemos quedar. ¿Te parece bien?

-Sí, me encanta – exclamó mientras se levantaba y le daba un beso en la boca a su marido. – Es preciosa. Y mira los ojos que tiene.

-Sí, parece que sean de miel.

La perra los miraba a ambos, la lengua fuera y el rabo moviéndose. Sus ojos dorados los escrutaba, divertida. Aquello prometía. “Gracias Julia, niña tonta. Txac Txac”





FIN.