martes, 21 de mayo de 2013

A la desesperada


Tras el fogonazo que le cegó, Amran consiguió salir del habitáculo y vomitar al lado del dispositivo de teletransporte. Los oídos le zumbaban y la cabeza le daba vueltas aunque sabía que no tenía mucho tiempo.

Se tambaleó hasta la esquina contraria de la estancia, hasta el panel de control del dispositivo. En su recorrido vomitó un par de veces más, manchando su mono naranja de mecánico. Pero apenas reparaba en ello. La única obsesión era apagar el dispositivo y tratar de comunicarse con alguna nave en órbita. Si es que quedaba alguna.

Cuando consiguió al fin alcanzar el panel, escuchó junto antes de desactivarlo un fogonazo que indicaba que alguien había conseguido seguirle. El vello de la columna se le erizó. Saltó con torpeza a un lado a la vez que se daba la vuelta y observó como un cuerpo humano partido en oblicuo se removía en el suelo.

Amran localizó cerca de los paneles de control el armero de seguridad, sacó una pistola y se acercó con cuidado al ser que se removía. Cuando estuvo a un par de metros pudo comprobar que se trataba del jefe de servicio Xylia. Amran se quedó contemplando el corte limpio del jefe de servicio, que iba desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda. A pesar de conocer la teoría, nunca antes había visto una incidencia de teletransporte. Lo que más le impactó fue la ausencia de sangre y que se podía ver todos los órganos como si estuvieran divididos por un cristal. Incluso pudo ver los jugos gástricos junto con restos de comida.

Xylia movía la cabeza, boqueando como un pez mientras giraba los ojos descompasadamente. Parecía no dar crédito de lo que le ocurría. Amran se acercó y pegó su cara al cuerpo. Respiró profundamente, inundando sus fosas nasales del olor que desprendía Xylia. De repente el rostro de Amran se transfiguró, convirtiéndose en una máscara horrorizada. Se puso de pie, apuntó con el arma y disparó en la cabeza a Xylia que reventó en un crujido grave. 

Tras observar un instante más al cuerpo inerte de Xylia, Amran se acercó nuevamente a los paneles de control y colocó sus manos sobre ellos. Transcurridos unos segundos la superficie del panel que estaba en contacto con las manos de Amran se licuaron, envolviéndolas en una masa gelatinosa translúcida.

Amran visionó mentalmente los canales de comunicaciones extraorbitales abriéndose delante suya una proyección de los distintos grupos de comunicación. Cada uno de ellos pertenecía a una nave en órbita. Sin embargo, todos los grupos eran líneas grises, lo que indicaba que estaban desactivados.

Amran tragó saliva y trató de buscar canales alternativos. Las líneas grises sucedían a otras líneas grises, y su inquietud se convirtió en terror cuando el dispositivo de teletransporte empezó a emitir sonidos agudos. Amran sabía lo que significaba. Trataban de llegar hasta él pirateando la cabina.

Finalmente, cuando iba a desistir en buscar algún canal percibió una suave línea irregular de color parduzco. Se concentró en ella y apareció en la proyección el nombre de I.S.S. Aqueronte. Estableció conexión con el puente de mando. Frente a él surgió el rostro de un hombre de aspecto cansado, con barba canosa y enormes ojeras. En sus hombros había dos estrellas doradas entrelazadas. Parecía sorprendido.

-          Comandante, aquí el mecánico Amran. La estación ha caído. Repito, la estación ha caído – Amran gritó a su interlocutor, temblándole la voz.

El oficial que estaba frente a él en la proyección miró a alguna otra persona que estaba fuera del cuadro de la comunicación. El comandante apretó los dientes y asintió.

-          ¿Qué ha pasado mecánico? – preguntó, molesto.
-          Lo desconozco. Sólo sé que los demás están infectados con algo. Empezó hace unas tres horas, cuando los equipos volvieron de la excavación de la zona B266,

El comandante volvió a mirar hacia su lado derecho, volviéndose a continuación hacia Amran.

-          ¿Quiénes volvieron de la excavación mecánico?

Amran se concentró. Recordaba como salieron los demás trabajadores salieron de la excavación aunque sus caras estaban envueltas en una bruma negra que los desdibujaba.

-          No lo recuerdo. Fueron cuatro pero no sabría decirle quienes eran.

Dicho esto los pitidos del dispositivo de teletransporte empezaron a sonar más próximos entre sí. Casi habían hackeado el sistema.

-          Por favor, envíe un equipo de rescate. Están a punto de llegar.
-          ¿Quiénes mecánico?
-          Los infectados maldita sea, no ha escuchado lo que le acabo de decir – vociferó Amran.

El comandante se removió incómodo hasta que una mano surgió en el encuadre de la proyección para apartarle suavemente. En su lugar apareció un joven de rostro anguloso vistiendo el uniforme de la comisión de investigaciones extraterráqueas.

-          Mecánico, desactive inmediatamente el firewall del teletransporte del lugar en el que se encuentra – el tono de joven era el de alguien acostumbrado a mandar. Era firme pero a la vez ligero, incluso cantarín.
-          ¿Cómo dice? – preguntó perplejo.
-          Ya me ha escuchado. Desactívelo ahora mismo. No hay ningún infectado ahí fuera mecánico. Sólo usted.

Amran se quedó petrificado. Quería gritar pero el asombro le había enmudecido por completo.

El miembro de la comisión de investigación hizo entonces un gesto y en la proyección que tenía frente a él Amran se reprodujo el vídeo de la cámara de seguridad que se encontraba frente a la excavación. En él podía reconocerse a Amran junto a otros tres trabajadores. De repente, en cuanto el grupo se cruzó con el primer empleado se abalanzaron sobre él, escupiéndole una masa verdosa.

Cuando Amran se vio a si mismo atacando a una compañera en el comedor tuvo que apartar la mirada.

-          Desactive el firewall.
-          Yo…no recuerdo nada.
-          Descuide mecánico. Sabemos que está enfermo. Si quiere curarse sólo tiene que abrir la puerta. Sabe que tarde o temprano la abriremos. ¿Sería mejor para todos si cooperara?

Amran despegó entonces las manos de la consola, que volvió a solidificarse. En la estancia aún flotaba el rostro del joven de la comisión, difuminándose lentamente en el aire. Se dirigió hacia el control de teletransporte y la desactivó.

El pitido del habitáculo cesó, irrumpiendo varios fogonazos en la estancia que obligaron a Amran taparse los ojos. Cuando miró hacia el habitáculo no vio el grupo médico que esperaba sino a cinco marines que le encañonaban. Trató de coger su arma pero antes incluso que pudiera llevar la mano a la cadera los soldados dispararon en su pecho dos tiros que le empujaron hasta la pared.

Al observar que Amran seguía intentando coger su arma dos soldados se adelantaron y le dispararon en la cabeza.

El jefe del grupo se acercó entonces a la consola de comunicaciones y se fusionó con ella.

-          Hemos recorrido la estación señor. Era el único que quedaba.
-          Muy bien. Repliéguese con sus hombres y vuelva a la nave. El virus funciona.

jueves, 14 de marzo de 2013

La siete y pico




No sé cuánto tiempo llevo mirando el círculo blanco de la pared. Igual hace demasiado tiempo. O demasiado poco, ¿quién sabe? La cuestión es que mi vida se parece a este círculo blanco en medio de un muro sucio. Cercado. Una vida de mierda.

Os aseguro que lo he intentado todo. Al principio me asusté cuando me enteré de lo que estaba pasando. Pero tomé el toro por los cuernos y tiré para adelante. Fui al psicólogo, a centros especializados y a otros muchos terapeutas que me miraban con compasión y me decían que todo se arreglaría, que no me preocupara. Me dan ganas de matarlos. A todos ellos.

Sé que suena duro y me gustaría llorar de impotencia. De hecho llorar es quizás lo único que me alivie, pero no me quedan más lágrimas. Cuando ni siquiera llorar te consuela es que tienes un problema. Y el problema dura ya dos años. Desde que Benjamín, mi hijo, mi peque, empezó con la base.

He de aclarar que Benjamín no siempre fue así. Recuerdo que de niño le gustaba acompañarnos a mi padre y a mí al campo. Le encantaba estar allí con nosotros y perseguir a grito pelado a Laika, nuestra perrita, por el campo de amapolas. Añoro estas noches con papá y Benjamín quedándose dormido en mi regazo mientras le acariciaba los rizos dorados de la cabeza. Hasta las vecinas lo confundían con una niña de lo guapo que era. Todo era perfecto. Cada vez que lo recuerdo, desearía darle al pause y seguir en ese mundo feliz.

Pero el tiempo pasa y un buen día – un mal día más bien - murió papá. Benjamín tenía entonces unos quince años. Sentí como cambió, de repente, de pie delante del féretro de papá. Lo notaba en sus miembros rígidos, en la mandíbula apretada para contener el lógico llanto de quien pierde a un ser querido.

Se hizo mayor a su manera. Empezó a salir. A confundir la vida con la esclavitud de los sentidos. Poco a poco se iba distanciando de mí. Nunca he entendido bien por qué. Pero ya no importa. Desde que me golpeó cuando le encontré una micra en el bolsillo las conversaciones ya no importan. Su idioma es el silencio y el desprecio.

Echo de menos a papá.

Estoy segura que él me diría – sé fuerte hija, que puedes con todo. Sí, lo veía tan nítidamente como veo el agujero blanco en la pared. Mi padre, erguido sobre sus dos piernas de jornalero y los brazos en jarra me diría que soy la mejor madre del mundo y que habría que meter al chaval por el buen camino.

  • Lo siento papá. Ya no soy esa. Ya no sé quien soy. – susurré acariciándome el brazo como si fuera su caricia. La caricia que necesitaba.

Pero era una ilusión. Estaba sola y mi hijo era un yonki. Un crío malcriado según muchos y falto de hostias para casi todos. Los únicos que me escuchaban y me regalaban sonrisas pastelosas eran los expertos. Pero ninguno había arreglado nada.

Calculo la hora que sería gracias al ruido de la calle. Antes me bastaba mirar el reloj que cubría el círculo impoluto de la pared, pero se ve que hoy le había tocado venderlo para obtener su dosis. Casi no se escuchaban coches en la calle. Serán las siete y pico, me digo a mí misma.

Creía que no volvería. Era habitual que desapareciese durante varios días. O varias semanas. Me pilló desprevenida. Abrió la puerta y se me quedó mirando. Iba vestido con la misma ropa desde hacía un mes. Le queda ya grande – reflexiono mientras le veo flotar en la ropa mugrienta que lleva puesta.

Debía de ofrecer una extraña imagen, allí sentada, en un sillón naufragado en medio del vacío de la estancia. El sillón y yo era lo único que no había vendido aún.

-Has venido pronto hoy – le digo – no te esperaba.

Él simplemente se encogió de hombros y se fue para la cocina. Le escuché abrir el frigo, beber un sorbo de algo y rebuscar en los cajones.

-¿Qué buscas? – le lanzo desde mi balsa de cuero.

No me responde. Sigue el tintineo de los escasos cubiertos de los cajones. Decidí callarme y ver por mí misma lo que estaba trapicheando en la cocina.

En pocos segundos llegué a la estancia donde se encontraba, encontrándomelo de espaldas, encorvado como gollum buscando un tesoro que sólo él sabe donde se encuentra. Me acerqué a él para tratar de que me responda y que me mire.

- ¡Benjamín, por favor, contéstame! – le supliqué al ver que se encontraba sudando y temblando debajo de las ropas que lo envolvían como un sudario de marca.

Gruñó y sin mirarme me golpeó con uno de los cajones. Un par de cuchillos y una cuchara sopera me acompañaban en mi caída al suelo. Pero recuerdo que sonábamos bastante distintos. Unos producían sonidos agudos y luminosos y yo, un triste splash oscuro y húmedo.

Enfurecido, Benjamín seguía sacando cajones, abriendo armarios y tirando lo poco que quedaba en los muebles de la cocina.

No sé lo que me pasó por la cabeza. Será locura transitoria, será desesperación o será miedo. El caso es que miré a mi izquierda y ahí se encontraba la llave de mi libertad. De nuestra libertad.

El cuchillo apuntaba hacia él, en el suelo, señalando el norte que tenía que guiar mi mano. Lo agarré – vaya este cuchillo me lo regaló papá cuando me compré la casa – recordé súbitamente y me acerqué a la espalda de mi hijo. Él no se percató de mi presencia, absorto como estaba en su mono.

-¡Benjamín, para ya joder! – le grité, totalmente fuera de control. Hasta me tembló la voz y la garganta me empezó a quemar.

Por fin hizo efecto en él.

-¿Qué quieres hostias? – me lanzó mientras se daba la vuelta.

Y ya no recuerdo nada más. O bueno, quizás no quiera acordarme.

Lo que sé es que delante de mí entre mi sillón de cuero y el círculo blanco de la pared se encuentra el cuchillo ensangrentado.

De repente rompo a llorar.

Y yo que pensaba que había tocado fondo – pienso para mí.

Me equivocaba









lunes, 4 de marzo de 2013

Vanas ilusiones


Jeremy se encontraba sentado en su diminuta silla, en su diminuto despacho de color amarillo sucio. Inclinado sobre unos expedientes que debía de haber entregado hacía una semana, bebía de cuanto en cuanto un sorbo de un café aguado y mordisqueaba, absorto en su tarea, un Donuts de color rosa.

Había perdido la noción del tiempo y trataba de dar sentido a la maraña de datos que tenía ante él. De repente penetró en una oficina un ciclón. Un tornado maléfico que enrareció el ambiente. Era su jefe, una especie de tirano diminuto y tripón vestido de un traje tres piezas que, según creía Jeremy, sentía un erótico placer cuando encomendaba a sus subalternos tareas imposibles de entregar en plazo.


- Jeremy, ¡tienes que tener estos expedientes listos para mañana! – le gritó cuando soltó sobre su mesa una masa informe de papeles que levantaban en su caída diminutas volutas de polvo.

Jeremy trató de aguantar la tos que le producía el polvo y la náusea que le entregaba cada vez que escuchaba la voz estridente de aquel sujeto.

- Pero, señor…es imposible – consiguió articular Jeremy. 
- ¡No me importan los problemas, quiero soluciones! – volvió a gritar mientras se marchaba por donde había venido.

Y eso era todo. Una entrada teatral, una orden, un portazo y otro día a la basura. Odiaba su trabajo, las horas que le dedicaba y la siempre pospuesta solicitud de ser socio de la empresa. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

Jeremy se quedó mirando inexpresivo aquella montaña blanquecina de papel durante un tiempo que le pareció eterno hasta que pudo levantarse de la silla.

Se movió lentamente hacia el único rectángulo de vida que le quedaba a estas alturas de la vida. Se apoyó entonces sobre un hombro y echó un vistazo a lo que parecía otra dimensión.

Desde aquella ventana al exterior, observaba como la tarde moría en el horizonte, salpicando de tonos rojizos el mobiliario urbano. Lentamente, La calle se iba quedando desierta, infundiendo una extraña paz incluso en el piar de los pájaros.

Jeremy solía mirar aquel espectáculo por la tarde, cuando se quedaba sólo en el edificio. Era el único descanso que podía darse. Sin embargo, cuánto más miraba más se sentía un extraño pez que miraba desde la distancia un mundo que nunca será suyo. Se conocía de memoria todas las idas y venidas que se iban desarrollando debajo de su ventanuco.

Los autobuses atestados de gente, la dependienta del supermercado que se metía en tromba en el coche de su novio, las miradas cansadas de los viandantes que se encaminaban, adivinaba Jeremy, hacia sus hogares. Algunos irían con sus familias y otros, como él mismo, volverían a la soledad agobiante de una casa vacía, como si fuera la carcaza de una tortuga muerta.
Sin embargo, cada tarde, se asomaba por el barrio un anciano, vestido con un gorro y un traje a medida que se quedaba sentado durante horas en un banco de madera, alimentando las escasas palomas que no migraban a las copas de los cipreses de la avenida.

No había tarde que no faltara, hubiera viento, nieve o frío. Allí estaba este extraño hombrecillo encorvado y arrugado con los años que lanzaba con mano temblorosa el pienso a las aves que se congregaban a su alrededor. Siempre había tenido ganas de hablar con él pero las exigencias del trabajo le tenían prisionero. Se volvió hacia su escritorio. El monstruo de papel le miraba con desdén y suficiencia.

- ¡Qué te jodan! – lanzó Jeremy hacia aquella masa mientras cogía su abrigo y salió del despacho dando un sonoro portazo – como los que daba el tirano enano.

No tardó mucho en bajar a la calle. El vello de la nuca se le erizó al sentir en el rostro el aire de la tarde trayendo notas otoñales de hojas secas y castañas asadas. Cruzó rápidamente la calle y se sitió a escasos metros del anciano y de las palomas que engullían con avidez los manjares del anciano. Parecía que no se daba cuenta que le estaba mirando Jeremy.

Tras unos instantes de duda, se acercó al banco, dejándole paso las palomas como si fueran las aguas del Mar Muerto ante Moisés. Se sentó al lado del anciano. Se reclinó mecánicamente sobre el respaldo del banco y cerró los ojos.

- ¿Un día duro en la oficina? – preguntó con voz quebradiza el alimentador de palomas mientras seguía lanzando al aire el pienso.

- Bueno, podría decirse que es un día que dura años – contestó, abatido.

El anciano esbozó una tímida sonrisa en su rostro arrugado, dejando a la vista una hilera de dientes perfectos a pesar de sus años.

- ¡Ah, esto me suena familiar! Yo también tuve esa sensación durante años. 
- ¿Y qué hizo entonces? – preguntó interesado Jeremy.

El anciano lanzó entonces una carcajada

- Vivir, ¿qué más podría hacer?

La seguridad del anciano pareció insuflarle a Jeremy una bocanada de aire fresco. Aquella franca respuesta parecía haber quitado hierro a sus problemas y sintió de repente que como surgían en él renovadas esperanzas. Se quedó entonces meditativo un rato y le volvió a preguntar.

- ¿Es usted de aquí? Verá, llevo viéndole desde hace tiempo, todas las tardes ahí sentado y sentía curiosidad y… 
- Y por eso has bajado de tu oficina, ¿verdad?

Jeremy asintió en silencio, observando con detenimiento como seguía aquel anciano con sus quehaceres. Le parecía extraño que, cuanto más le miraba, más sentía conocer a esta persona y más familiar le resultaba.

- Pues no soy de aquí a decir verdad. Sin embargo, no sabría ir a otro lugar. Siendo sincero vengo aquí porque sé que me miras.

Un escalofrío le recorrió entonces a Jeremy la espalda. ¿Cómo que venía aquí porque sabía que le miraba? ¿y cómo era que no sabría llegar a otro sitio? Se levantó como en un resorte del banco y se encaró, temblando, hacia aquél anciano que ahora le miraba con unos ojos negros que parecían engullirle.

- No temas muchacho. Verás, vivo solo. Siempre he vivido solo. Y tu mirada es la única compañía que tengo. Desde que tengo uso de memoria es lo único que me hace ser lo que soy.

No entendía nada. El anciano le seguía mirando, sin sonrisa en la cara. Las palomas se quedaron de repente quietas, esperando al igual que Jeremy que el viejo volviese a hablar. Sin embargo, no habló. Metió la mano que le quedaba libre en su tres piezas y le entregó un rectángulo de papel amarillento. Jeremy, tras un tiempo de reflexión se atrevió a coger aquel papel que le daba el desconocido.

- ¡Mira! – le ordenó entonces el anciano.

Con mano temblorosa Jeremy dio la vuelta al papel que le entregaba. Lo que vio le dejó helado.

Era una imagen de él mismo delante de un espejo. Sin embargo, no era una imagen fija. El reflejo de su propio rostro iba desdibujándose, volviéndose arrugado y fatigado, rodeado de unas penumbras tan cerradas que podrían cortarse con cuchillo.

Jeremy alzó entonces la vista hacia el anciano, para pedirle explicación sobre lo que significaba aquello. Pero en el banco no quedaba nadie. Sólo había un grupo de palomas que le miraban, inmóviles, con ojos inexpresivos.

Salvo una, que picoteaba alegremente los granos de pienso que quedaban dispersos en el suelo. Tras engullir lo que quedaba, giró su cabeza hacia Jeremy y de su pico curvo brotaron palabras humanas:


- ¿Quieres dar de comer a las palomas?

Aunque la voz era del desconocido anciano.

jueves, 21 de febrero de 2013

Una piedra en el camino




El lugar era una mezcla de polvo y soledad, cuyos colores ocres tintaban el paisaje de desesperación. No pasaba gran cosa por ahí, salvo algunas grandes bolas de zarzas revueltas que se veían arrastradas por los vientos del sur.

Los escasos animales que por ahí transitaban se exponían raramente al sol de justicia que caía sin piedad sobre el terreno reseco, eligiendo en cambio, buscarse la vida por lugares menos inhóspitos.

El lugar, como un veterano soldado, se encontraba herido por un camino de tierra ya olvidado, salpicado de cuanto en cuanto por diminutas raíces retorcidas que apenas osaban asomar por encima de la superficie.

Pero, en medio de aquel camino inhóspito se encontraba una piedra asentada firmemente en la tierra. Ella se sentía vulgar aunque estuviese pulida tras los cientos de años de erosión de los implacables vientos. Sus aristas, otrora fuertes y agresivas, se volvieron difusas.

Su pátina, incandescente y rojiza por el magma de su Madre, se tornó opaca por culpa los roces continuos que la arena le producía.

A menudo recordaba su historia. No era una historia común, si se comparaba con lo que había a su alrededor. Rememorar su vida le daba la impresión de estar más cerca de casa.

Hubo un día en el que estuvo en un Gran Magma, en el centro de su Madre. Allí, se encontraba rodeada de sus otras hermanas, de formas y tamaños diferentes. Pero eran sus confidentes, sus vecinas. Su familia al fin y al cabo. Pensaba que iba a quedarse ahí para siempre, en la seguridad del hogar. Pero un buen día, todo cambió. Su Madre abrió su piel endurecida y proyectó a todas las que estaban junto con ella en una gran columna de fuego y humo.

Tras unos breves momentos, el humo que la rodeaba dejó de envolverla y observó por primera vez la inmensidad de un cielo negro que parecía juzgarle con la misma dureza que su progenitora. Sintió un gran escalofrío cuando se escuchó a si misma silbando estridentemente mientras surcaba el aire de camino a una superficie que adivinaba desconocida.

De repente aterrizó donde se encontraba ahora. Sola y desvalida en un lugar desolado que se abría ante ella amenazante.

No estaba preparada. Habría deseado quedarse junto a sus hermanas miles de años más, pero no fue así. Fue condenada al ostracismo de manera irremediable y cruel. Odió a su Madre por aquella decisión tan radical.

Sin embargo, a veces pensaba que era una suerte haber quedado relativamente indemne de su forzado peregrinaje, pero en otras, pensaba que era una desgracia.

  • Daría cualquier cosa por encontrarme con mis hermanas. Conversar con ellas y recordar nuestra casa. ¿Por qué habré que tardar tanto en desaparecer y abrazar la nada?????

Estas ideas se arremolinaban en su interior cada vez más a menudo y una suerte de desesperación se apoderaba de ella. El tiempo le parecía interminable y la espera, agotadora.

Un día, mientras proseguía en sus cavilaciones observó dos figuras estiradas que se acercaban en el horizonte. Llevaban unas especies de trapos claros que les envolvía prácticamente todo el cuerpo, quedando únicamente al descubierto los ojos y los pies.

La piedra quedó absorta ante las figuras que se dirigían hacia ella de manera decidida. Recordó que una vez un armadillo le había contado leyendas acerca de unos seres altos, a menudo crueles y rara veces bondadosos, que se hacían llamar humanos. Ella la había ignorado como si fuera un armadillo que sufría de alucinaciones aunque a decir verdad su descripción coincidía bastante con lo que estaba presenciado.

Ambas figuras quedaban a pocos metros de ella y parecía que no habían reparado en su presencia. Ella empezó a inquietarse un poco porque daba la impresión que iban a arrollarla. Cuando se dio cuenta que faltaba unos escasos metros para ser pisada por estos extraños seres envueltos en trapos trató de encogerse pero fue inútil. Finalmente uno de los humanos la golpeó con el pie.

El humano empezó a realizar un extraño baile sobre una pierna mientras que con las manos agarraba el pie herido. Los sonidos que salían de debajo de la tela eran graves y cortantes. De repente el humano herido se agachó y la desenterró agresivamente. Se sintió extrañamente sorprendida por el tacto suave de la mano del hombre. El desconocido armó el brazo con intención de tirarla a lo lejos mientras seguía maldiciendo entre dientes.

Cuando parecía que su lanzamiento era inevitable, el acompañante del herido le agarró el brazo y empezó a hablarle. Ambos la miraron extrañada. La piedra no sabía lo que significaba aquellas miradas de sorpresa y júbilo que le dirigían aquellos humanos. Sin embargo, dentro de ella algo le decía que no era amenazador. La siguieron mirando, sopesándola entre sus dedos, pasándose la piedra que empezaba claramente a marearse hasta que uno de ellos la metió en un bolsillo.


Trascurrieron unos pocos meses en los cuales la piedra recorrió continentes, salas de blancura impoluta en la cual la metían en aparatos extraños, rodeada de varias personas que la seguían mirando con la misma fascinación. Ella realmente no entendía nada – “si soy una piedra cualquiera” – opinaba, humilde. Pero estos humanos daban la impresión que no opinaban igual que ella y la pusieron en un hermoso cojín, dentro de una urna de cristal.

Ya llevaba hoy alrededor de mil o mil quinientas personas que vinieron a visitarla. Algunos dirigían hacia ella aparatos que emitían luces que la cegaban, otros la señalaban del dedo, acercándose a ella detrás del cristal.

-“Cualquiera entiende a estos humanos” – sentenció, aunque ya no se encontraba sola. Estaba rodeada de urnas de cristal en las cuales se hallaban otras piedras con las que poder compartir una vida entera.

Greguería base
Las piedras en el camino no es que quieran obstaculizar, sino que se sienten solas.





domingo, 2 de diciembre de 2012

El valor del silencio


El ruido irrumpe en la vida,
Lo llena todo y trastoca el ritmo

Estamos sentados pero atentos a lo que oimos,
Nos encontramos con nosotros mismos pero sin escucharnos

Sentados frente al televisor, los destellos nos ciegan
Tal y como lo hacen sus programas

Con el tiempo aprendemos a no ser nosotros mismos
Sino un destello más de un ruido de fondo

¡Qué duro resulta quedarnos en silencio!
Solos, ante uno mismo
El abismo ante nosotros
En forma de vacío
El vacío del silencio

El tiempo

Mi tiempo corre despacio, hacia el otro lado
Alrededor de mi cuerpo se encuentra lo mío,
Y en mi centro, el ego.

Al nacer, lo hacemos desprovistos de todo esto,
Pero sabemos que nuestro tiempo es limitado,
Sin querer reconocerlo

Así que, atesorando aquello que nos agrada
Huimos de lo que odiamos
De este modo, huimos muchas veces de nosotros mismos
Buscando refugio en la salvación anunciada con grandes luces de neón.

Poco importa adonde vayamos,
El camino, el mío y el vuestro
Se juntarán en un instante
Donde el aliento dejará paso
Al otro lado.

martes, 1 de mayo de 2012

El Paso


El televisor emitía destellos de luces grises intermitentes debido a las interferencias. Por mucho que Sebastián mirase no podía ver más que una insondable sombra plomiza que lo engullía hasta hipnotizarlo.
¡BLAM!
El golpe sobresaltó a Sebastián, que se encontraba sentado en un viejo sillón de cuero sucio remendado. Tembloroso, agarró un vaso de ron que se encontraba en una mesilla de madera cerca de él y acercó como pudo el contenido a su boca. 
No era la primera vez que sonaba aquél golpe a sus espaldas pero cada vez que lo escuchaba, retumbaba en él como una hoja de guillotina que cortaba el cuello de algún ajusticiado.
El calor del ron alivió momentáneamente a Sebastián. Dejó el vaso, ya vacío, de nuevo en la mesita, para coger seguidamente el roñoso mando a distancia que se encontraba a su vera.
Dirigió el aparato hacia el televisor y empezó a pulsar los botones con frenesí.
Nada.
El brillante gris seguía emitiendo un extraño zumbido, roto únicamente por las fracciones de segundo durante las cuales los canales pasaban, uno tras otro, sin cambiar nada al paisaje de interferencias que ante sí se abría.
¡BLAM!¡BLAM!
Sebastián siguió pulsando desesperado los canales, incapaz de hacer nada más que contemplar desamparado la nada más desconcertante.
Sin embargo, algo cambió. De repente una sombra se dibujó en el gris ceniciento.
Primero era una forma vaga, redondeada y de perfiles difusos. Sin embargo, conforme se iba cristalizando la imagen el desconcierto de Sebastián dejó paso a un auténtico pavor.
¡BLAM!¡BLAM!
No sentía la fuerza de mirar hacia atrás, en dirección a los golpes que seguían produciéndose a sus espaldas desde hacía horas. La imagen recién creada en el televisor era demasiado inquietante.
Era su propio rostro.
Dejó caer el mando en el suelo y se quedó mirando boquiabierto su propia cara, que lo estaba mirando con una sonrisa siniestra dibujada en la boca.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Sebastián observó que había algo más en aquel rostro que le daba miedo. Era aquél halo de maldad que exhalaba de aquellos ojos negros como los suyos y la sonrisa de medio lado que enarbolaba la figura.
¡BLAM!
La figura empezó a ladear la cabeza mientras seguía mirándole, exagerando aún más la mueca. Al abrirse la boca Sebastián pudo observar como los dientes de la figura se encontraba podridos por los años, colgando de las encías ensangrentadas como uvas podridas de una parra reseca.
Sebastián hundió el rostro en sus manos, tratando de frenar el llanto. Mientras tanto la figura , como si fuera un reflejo diabólico, hacía lo propio a la vez que emitía un chirrido metálico.
Cuando volvió a mirar a la figura, ésta dejo caer sus manos, mostrando la cara ensangrentada, jirones de piel colgando de los pómulos como si fueran sábanas viejas colgando de un hijo.
¡BLAM!¡BLAM!¡BLAM!
Ya no podía más. Era demasiado para Sebastián que permanecía sentado en el sillón, incapaz de moverse por el miedo que le atenazaba como si fuera el bocado de una fiera enloquecida.
La figura sacó entonces una pistola, girándola en la mano, corriendo por su rostro regueros de sangre..
La figura colocó entonces el cañón de la pistola en su propia sien mientras seguía mirando, desafiante, a Sebastián.
Sin saber bien cómo, apareció en su mano también una pistola. El tacto de la empuñadura era rugoso y el peso del arma, desconcertante.
Se vio entonces a sí mismo dirigiendo contra su voluntad el arma hacia la cabeza. Cuando más se acercaba el cañón al lateral de su cabeaza más sonreía la infernal figura.
Una vez tuvieron ambos el arma dirigida hacía sí mismos, la figura emitió un chillido que encogió en su sitio a Sebastián.
¡BLAM!
En este nuevo sobresalto Sebastián movió el arma, tomando por un segundo el control sobre su brazo.
Era el momento.
Dirigió veloz el cañón hacia la figura que dejó de emitir aquel sonido agudo y sin pensárselo disparó dos veces al televisor.
En su interior, se pudo ver como la figura abrió los ojos momentos antes de desaparecer en miles de fragmentos de cristal.
¡BLAM! Craaaaaaaack
Detrás de Sebastián cedió la puerta que llevaba resistiendo horas los embistes de fuerzas desconocidas.
Una luz inundó entonces la estancia, obligando a Sebastián cerrar los ojos y dejarse llevar por el sopor del calor que precedía aquella luz benefactora.
-Sebastián ¿Me oye? – inquirió el médico que se encontraba inclinado sobre Sebastián.
Abrió con dificultad los ojos y observó un desconocido que le miraba preocupado, vestido con una bata blanca.
-Por fin, vuelve en sí. No se preocupe Sebastián. Ha sufrido un accidente pero está bien.
-¿Qué..?....¿qué hago aquí?
-Trate de no hablar. Se ha caído en casa y ha estado inconsciente unas horas pero ha vuelto. ¿Se encuentra bien?
-S…sí…¿y mi familia?
-Están fuera. Descanse antes un poco. Vamos a hacerle unas pruebas antes.
Sebastián asintió mientras cerraba los ojos, aliviado.
Cuando el médico salió por la puerta se quedó solo en la habitación. A su derecha se encontraba un monitor que representaba sus constantes vitales.
Miraba absorto como la línea marcaba su ritmo cardíaco cuando la pantalla de repente se quedó negra.
Cuando iba a tocarla, la oscuridad de la imagen dejó pasó a unas curiosas interferencias color ceniza.