lunes, 6 de febrero de 2012

La visita médica

Buddy salió de la consulta de su cardiólogo cabizbajo. Cerró delicadamente la puerta y se dirigió, desarbolado, hacia la salida del hospital. Caminaba como un zombie entre los demás pacientes. Una vez en la calle los suaves rayos de sol le acariciaban el rostro y la suave brisa mecía sus cabellos grises.

Tomó una fuerte inspiración pero no se sintió mejor. Ni mucho menos. Se encaminó a su coche y se quedó meditando unos instantes antes de arrancar. En su cabeza resonaban, lúgubres, las palabras que le dirigió el Dr. Izaac.
-Buddy, tengo malas noticias para usted. Debe operarse urgentemente. Tiene una cardiopatía que puede dar problemas a corto plazo.
Buddy se asustó.

-¿Qué significa a corto plazo Doctor? ¿Qué tengo realmente?

El Doctor Izaac se puso las gafitas de rata de laboratorio, sacó un expediente de tapa marrón que correspondía a Buddy y ojeó la información que contenía. Tras unos instantes que le parecieron interminables por fin habló de nuevo Izaac.
-Verá Buddy. Lo de corto plazo podría significar tanto una hora como un mes. No hay manera de saberlo. Lo que está seguro es que necesita un transplante de corazón. Sino…

Buddy dejó caer los hombros a la vez que una oleada de pánico le subía desde el estómago hasta la boca. De repente un sabor amargo saturó sus papilas gustativas. Iba a vomitar.

-¿Un…un transplante?
-Eso es Buddy. Tenemos que ponerle en la lista de espera. En cuánto haya una posibilidad le llamaremos.

El paciente se removía, incómodo sobre la silla. Temía hacer la pregunta que le rondaba por la cabeza pero no le quedó más remedio.

-Dígame Doctor…¿Cuánto va a costar la operación?
Izaac tuvo varios espasmos musculares en la cara haciendo que sus gafitas ridículas dieran saltitos sobre una nariz puntiaguda.
-Pues verá. Entre la operación, el órgano, gastos de gestión, etc…Costará unos cincuenta mil dólares.

Buddy tuvo que preguntar otra vez la cantidad para cerciorarse que había escuchado bien. Cuando obtuvo la repuesta hundió su rostro en las manos y empezó a sollozar. Izaac se levantó entonces, inseguro, y acudió a consolarle.
-Buddy. Tranquilo, estoy seguro que si tiene problemas financieros el hospital podrá ayudarle a pagar a plazos.

Entonces Buddy levantó el rostro. Sus ojos habían enrojecido y largas hileras de lágrimas saladas acudían sin contemplación a inundar su boca jadeante.
 
-He perdido mi empleo. Tengo cincuenta años y a punto de ser desahuciado. ¿Dígame Doctor, el hospital me financiará la operación de todos modos?
El Doctor permaneció en silencio. Se dirigió nuevamente a su escritorio, inclinó su cabeza hacia Buddy, apuntándole con la nariz afilada mientras removía inquieto sus dedos. Sólo dos palabras. Dos palabras inocentes que sellaban el destino de Buddy.

-Lo siento.

Y ahí permanecía Buddy, sentado en su Chevrolet de cuarta mano destartalado, llorando nuevamente en silencio. No sabía adonde ir ni a quien acudir. Lo único que sabía a ciencia cierta es que si no hacía algo podría quedarse tirado en cualquier lado, la cara púrpura y los labios azulados.

Le daba auténtico pavor aparecer en cualquier rincón de la ciudad o en un mugriento motel de mala muerte hinchado por los gases de su propia putrefacción. No quería pensar en los agentes que fueran a buscarle, los de la funeraria removiendo su cuerpo exánime y los chistes de los agentes sobre su rigor mortis.

No podía aceptarlo. Tenía que moverse y hacer algo. Finalmente arrancó el coche y callejeó sin sentido por las avenidas de la ciudad. Era verano y todos estaban disfrutando de una temperatura agradable. Muchos estaban sentados en terrazas, tomando cerveza. Otros salían sonrientes de comercios, cargados de bolsas de la compra.

Todo aquello contrastaba con las tétricas imágenes de muerte y descomposición que rondaban por la maltrecha mente de Buddy. Tenía que alejarse rápidamente de todos estos. Si no lo hacía era capaz de atropellarlos, riendo al viento como un ser endemoniado.

Pero se aguantó. Aguantó y se dirigió hasta su casa. Al menos aún era suya y no de estos hijos de puta trajeados del banco. Ojalá se murieran todos.
Aparcó el Chevrolet entre dos cubos de basura repletos de restos orgánicos, arrugó la nariz al pasar entre ellos y entró en su vivienda. Era una casa antigua, a ladrillo vista y ventanas color hueso. Luchó unos instantes con la cerradura de la puerta hasta que pudo finalmente entrar.

Quedaban ya pocos muebles en la casa. Tuvo que empeñarlos todos para retrasar lo que iba a ser inevitable a no ser que ocurriera un milagro. En las paredes había rectángulos blancos inmaculados que indicaban que no hacía mucho pendían cuadros. Era como una sombra blanca para un futuro más que negro.

En su salón sólo había un sillón. En la cocina, un microondas y en su cuarto, un colchón deshilachado yacía en el suelo. Se tumbó boca arriba, desesperado. En la pared colgaba una bombilla desnuda allí donde antes había una lámpara de araña.


Había sido durante más de treinta años técnico en una fábrica de hornos. Había empezado como auxiliar, limpiando los talleres. Luego se hizo aprendiz. Y empezó a subir dentro de la empresa hasta ser responsable de diseño de los nuevos modelos de horno.

Sin embargo la cagó. Su equipo trabajó sobre un modelo que iba a revolucionar los hornos domésticos. Pero se equivocaron. La presentación del modelo fue un éxito. Lo que no sabían los periodistas y clientes es que la empresa recortó gastos comprando materiales de mala calidad. Ganaron millones.

Pero murieron decenas de clientes a causa de las explosiones de los hornos. Lo que siguió fue sencillo. La empresa se lavó las manos y cargó las culpas sobre el ingeniero jefe de diseño. Osea, Buddy.

Tuvo que enfrentarse a un juicio, le quitaron casi todas sus propiedades. La empresa lo dejó tirado, sólo. Su mujer e hijos lo abandonaron y renegaron de él. Sólo quedaba él pero, al oír lo que le dijo el Doctor Izaac, incluso él se iba a apagar pronto si no lo impedía.

Cerró los ojos. La cabeza le dolía y una molestia incipiente se iniciaba en su estómago. Hacía tiempo había escuchado testimonios de enfermos que tenían el mismo problema que él. Ya no tenía seguro médico y los gastos de hospital superaban con creces sus exiguos ingresos. Muchos murieron abandonados debajo de un puente. Pero otros habían podido salvarse.

Hasta lo que sabía, aquellos que se salvaron inmigraron. Se fueron a otro país a operarse. Eso le recordó un artículo que había leído hacía tiempo en alguna revista. Ya no se acordaba de cual pero daba igual. Lo importante era que recordaba el contenido. Según el artículo los países latinoamericanos tenían buena fama en cuestión de intervenciones cardiacas. Y los precios eran accesibles. Unos dos mil dólares la operación.

Al recordar aquello se animó débilmente. Se levantó del colchón y se asomó a la ventana. La tarde menguaba lentamente dando paso a la noche. Los colores de la calle perdían saturación. Se volvían tan grises como los ánimos de Buddy. El ruido iba desapareciendo hasta quedar únicamente jirones de sonido flotando entre los muros de las casas vecinas.

Había tomado una decisión. Se largaría. Sonrió débilmente y se echó nuevamente sobre el colchón hasta quedarse dormido.

El día siguiente fue frenético. Acudió a varias casas de empeño para vender su Chevrolet. Le dieron unos escasos seiscientos dólares. Vendió su reloj y alguna ropa que le quedaba, así como el microondas y el sofá del comedor.
Ya no le quedaba nada y aún le faltaba aproximadamente quinientos dólares para lograr su objetivo. Pero iba a intentarlo de todos modos. No perdía ya nada.

La noche siguiente acudió a un locutorio. Se conectó a Internet y buscó clínicas en América del sur. Ante sus ojos se sucedían las clínicas, hospitales y presuntos especialistas que vendían sus servicios online. Los había realmente caros. “esos eran buenos” pensaba lastimosamente Buddy, y otros verdaderamente baratos. Pero tantos unos como otros eran demasiado para la maltrecha economía de Buddy.

Antes de entrar en el locutorio tenía en el bolsillo ochocientos cuarenta y dos dólares. Y una vez entró había que rectar otros dos dólares por las consultas en Internet.

Cuando se iba a dar por vencido vio un pequeño anuncio en la vigésima quinta página de Google. Era una pequeña referencia pero el precio le sorprendía.
Cuando leyó el anuncio se animó.

Por lo visto era una clínica de un tal Doctor Herbert. Había estudiado Medicina en Frankfurt y Cardiología en Rumanía. Llevaba unos quince años en Guatemala, en un pequeño poblado recóndito en la selva. Lo mejor, el precio. Ochocientos dólares la operación.

El Doctor Herbert explicaba los médicos occidentales habían perdido de vista el juramento hipocrático. Sus acciones venían supeditadas por el dinero y la vida de sus pacientes valía lo que contenía sus carteras. Si no podían pagar, que se murieran.

Buddy se entusiasmó. Observó que había un número de contacto en una apartado de la web, lo copió en un trozo de papel y se metió en una cabina del locutorio.

Alguien descolgó al segundo timbre. Era la voz de un hombre de la edad de Buddy. Habló en español y un ligero acento alemán asomaba en algunas consonantes.

-Sí, Doctor Herbert al aparato.
-Hola Doctor Herbert. Me llamo Buddy y vivo en Estados Unidos.- explicó buddy.
-Dígame Buddy. ¿En qué puedo ayudarle?

La voz era servicial y amable. Aquello reconfortaba a Buddy. Le explicó todo lo que le había pasado. Su despido, su mujer, la noticia que le dio hacía dos días su cardiólogo así como el presupuesto con el que contaba. El doctor Herbert escuchaba en silencio, salpicando únicamente de afirmaciones algunos extremos del relato de Buddy.

Una vez pudo desahogarse Buddy el Doctor Herbert empezó a hablar.
-Verá Buddy. No hay problema. Puedo operarle pero deberá llegar hasta el lugar en el que practico. Tome un papel, que le doy las señas para llegar sin perderse.
Buddy apuntó y se despidió efusivamente del Doctor. Volvió a su pantalla de Internet y vio el lugar donde estaba situada la clínica. Era un lugar remoto, dejado de la mano de Dios. Pero le daba igual. Aquel ángel le iba a dar una segunda oportunidad por unos pocos cientos de dólares. Merecía la pena.

La preparación del viaje tardó bien poco. Acudió a la estación de autobús y tomó el primer autobús hacia el sur.

El viaje tardó más de lo debido. No tenía fondos suficientes y era difícil llegar hasta el poblado. A veces tenía que quedarse durante largas horas haciendo autostop al borde de alguna carretera. Pero siempre le cogía alguien. Incluso algunas personas le daban unos pabos al oír su relato. Era una forma de viaje lento pero había conocido gente interesante. Desde profesores de universidad hasta obreros y peones. Chicas jóvenes estudiantes y taciturnos encargados. Pero de todos ellos aprendió algo. El valor del altruismo.

Tras dos semanas de viaje llegó al fin al inicio del camino que le llevaría hacia el Doctor Herbert. Su guía le señaló velozmente con un dedo deforme el camino por el cual debía de adentrarse. Cuando quiso darle las gracias ya había desaparecido tras un recoveco del camino. Buddy alzó los hombros y caminó.
La jungla era magnífica. Grandes lianas pendían de árboles enormes. Las hojas creaban el efecto de una bóveda compacta de color verde por la que se filtraba débilmente la luz solar. A su alrededor el sonido de la fauna le inquietaba a la vez que le estimulaba. Nunca habría pensado hacía escasas dos semanas que se encontraría ahora ahí, de pie y caminando hacia su salvación.

El trayecto fue largo pero merecía la pena. El paisaje era magnífico. Finalmente llegó al poblado. Más que un poblado era una especie de hacienda. Había tres construcciones de piedras diseminadas irregularmente alrededor del camino de tierra.

Las construcciones iban siendo engullidas por la propia jungla. Quedaba pocos centímetros de piedra a la vista. Caminó entre ellas, asomando tímidamente la cabeza por el marco de las puertas. El interior estaba abandonado y sólo el eco de su propia voz le daba la bienvenida.

Le daba miedo haberse confundido en algún lugar. Había recorrido casi siete mil kilómetros con unos pocos dólares y cabía la posibilidad de haberse desviado de su destino.

Pero escuchó una voz que gritaba su nombre.
-Señor Buddy, por aquí.

Miró en la dirección de la voz y vio a un hombre alto y atlético. Iba vestido con un pantalón vaquero descolorido y una camisa a cuadros arremangada. Su rostro era anguloso, sobresaliendo una nariz aguileña por encima de un bigotito elegante como en las películas de los años cincuenta.

Buddy respiró aliviado, encaminándose hacia el hombre que le llamaba. Entró en una construcción de madera y observó al hombre que le llamaba escasos momentos antes que le señalaba una silla de cáñamo.
-Siéntese señor Buddy. Le estaba esperando.

El hombre se sentó igualmente. Encima de su cabeza colgaban varios títulos universitarios. Algunos provenían de centros tan prestigiosos como Harvard, Yale u Oxford.

-Hola hola hola señor Buddy. Soy el Doctor Herbert.
El médico hablaba en un perfecto inglés. Sus manos parecían manicuraza y una sensación de limpieza y pulcritud provenía de aquel cuerpo atlético.

-Hola Doctor. Me alegro de verle. He tardado más de lo esperado…

-Pero ya está aquí – cortó Herbert, encantado con la visita – podremos empezar pronto. No hay tiempo que perder.

El doctor se levantó y acercó un vaso de agua a Buddy que lo aceptó, agradecido.

-Supongo que querrá ver las instalaciones Buddy.

Asintió mientras dada un sorbo al agua y siguió al médico que se adentraba en los meandros de su clínica. Las paredes estaban pintadas de blanco impoluto. De los techos colgaban tubos de neón y de las paredes cuadros sobre la anatomía humana.

Había varias habitaciones vacías, atestadas de materiales de acero inoxidable. Otra de las habitaciones estaba ocupada por camas mecánicas y armarios de madera.

-Ahí es donde va a recuperarse Buddy. Tiene suerte, no hay más pacientes en la clínica – sonrió visiblemente feliz Herbert – venga, le voy a mostrar ahora la sala de operaciones.

Al final del pasillo se encontraba dos puertas batientes que separaba el resto de la clínica con la zona de intervención. Buddy estaba abrumado por la cantidad de material quirúrgico que había dentro. Todo estaba resplandeciente y las paredes brillaban con todo esplendor. Las pupilas de Buddy brillaban, feliz. Iba a salvarse al fin y al cabo.

Una vez examinó todo aquello bajo las explicaciones profesionales de Herbert éste le guió hasta la sala de camas. Sacó de un armario una túnica azul de hospital.

-Venga Buddy, póngase esto. Vamos a empezar en breve.

A Buddy le sorprendió la prisa. Acababa de llegar, sólo había tomado un vaso de agua y no vio tampoco su nuevo corazón.

-Disculpe doctor Herbert, pero ¿dónde está mi corazón nuevo? ¿No tiene que hacerme más pruebas?
El doctor río, divertido.

-Pero hombre Buddy. No esperaba que estuviera trabajando sólo aquí. Mis ayudantes han ido a la capital a recoger el órgano. He hablado con ellos hace una hora y ya venían de camino en helicóptero. Y respecto a las pruebas descuide, he hablado con el Doctor Izaac y me ha mandado todo su historial. – explicó dócilmente Herbert – ahora descuide, cámbiese y espere aquí mientras preparo la anestesia.

Buddy empezó a quitarse la ropa en cuanto salió del cuarto el Doctor Herbert. Su vestimenta ya apestaba tras dos semanas de viaje. Antes de ponerse le pijama de operación se metió en la ducha del cuarto. El agua salía límpida y caliente. Se olvidó de si mismo bajo la ducha.

Cuando por fin salió de la ducha se encontraba mucho mejor. Se puso el pijama y se sentó en la cama, esperando a que acudiera a verle el Doctor Herbert.
Esperó una media hora aproximadamente pero nadie acudía a verle. Nervioso decidió ir a ver qué pasaba. “igual no ha llegado aún mi nuevo corazón…no he escuchado ningún helicóptero…igual ha aterrizado cuando me estaba duchando”.

Salió al pasillo. No había nadie. Volvió al despacho del Doctor Herbert, tocó a la puerta y esperó. Pero nadie le daba paso. Abrió la puerta inseguro mientras preguntaba por el Doctor.

Nadie. Tan solitario como el pasillo. Cruzó la estancia y miró afuera de la clínica. No había cambiado nada. Salvo por un Jeep pintado de camuflaje que se encontraba aparcado delante del edificio médico.

Buddy frunció el ceño. “Me dijo que venían en helicóptero, y no en Jeep…A lo mejor son otros ayudantes”- trató de razonar Buddy. Pero el hecho es que el miedo comenzaba a crecer en su interior.

Se acercó lentamente al Jeep y vio en su interior varias cajas herméticas cerradas. Intentó abrir la puerta del acompañante. Nada, estaba cerrado. Rodeó el coche y trató de abrir el maletero. Esta vez la puerta cedió.
Abrió las cajas. Estaban vacías. Un humo salía de su interior debido al contraste entre el frío interno del calor sofocante de la jungla. Eran cajas para transporte de órganos. Pero estaban limpios y vacíos.

Cuando caminaba de vuelta a la clínica reflexionando sobre lo que significaba todo esto sintió una punzada en el cuello. Era como si un bate de béisbol con clavos al rojo vivo en su extremo le golpease.

Sintió un enorme calor que le invadía casi instantáneamente todo el cuerpo. Sus párpados caían y sus piernas flaqueaban. Se derrumbó en la arena. Antes que se cerrasen sus ojos vio al Doctor Herbert con una pistola de dardos en la mano, acompañado por una persona joven de rasgos latinoamericanos vestido con uniforme militar. Corrían hacia él. Los ojos de Herbert lanzaban fuego por las pupilas.

Desconocía el tiempo que estuvo inconsciente. Pero habría sido mejor para él no haberse despertado. Cuando ya pudo abrir los ojos y recuperó el tacto de sus miembros percibió como unas cintas de cuero la ataban con fuerza contra la camilla quirúrgica.

Miró aterrado a ambos lados y vio al Doctor Herbert de espaldas, atareado. Cuando se giró hacia Buddy tenía la cara iluminada por la locura y los ojos centelleaban odio.

Buddy gesticuló desesperadamente para intentar soltarse pero las cintas le apretaban demasiado. Lo único que consiguió fue sangrar por los tobillos y las muñecas.

El Doctor Herbert se acercó delicadamente hacia Buddy. Le acarició con un escalpelo la mejilla y empezó a susurrarle al oído.

-Buddy buddy buddy. Tranquilo. No podías quedarte en el cuarto, no. Debías salir. Iba a operarte mientras que estuvieras anestesiado pero…me has sacado de mis casillas. Lamento decirte que te operaré sin anestesia.

El Doctor Herbert se irguió nuevamente y empezó a deslizar suavemente la punta del escalpelo por el cuello de Buddy, su pecho desnudo y su miembro flácido.

Buddy gritaba, pedía clemencia. Lloraba y trataba de patalear a su verdugo, pero Herbert no le hacía el menor caso. Cuando acudió dentro de la zona quirúrgica el ayudante latino de Herbert cargado con las cajas herméticas que vio anteriormente en el Jeep, el doctor sonrió, complacido.

-Bueno Buddy. Vamos a empezar. Descuide hombre. Seguirá viviendo. A trozos claro y en el cuerpo de otras personas. Pero no se preocupe. No usaremos su corazón. Ya sabemos que no vale una mierda.

El doctor empezó a cortar y a separar la piel de Buddy mientras éste gritaba, lanzando al viento su último aliento.


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La visita médica por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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