Buddy salió de la consulta de su cardiólogo cabizbajo. Cerró
delicadamente la puerta y se dirigió, desarbolado, hacia la salida del
hospital. Caminaba como un zombie entre los demás pacientes. Una vez en
la calle los suaves rayos de sol le acariciaban el rostro y la suave
brisa mecía sus cabellos grises.
Tomó una fuerte inspiración pero
no se sintió mejor. Ni mucho menos. Se encaminó a su coche y se quedó
meditando unos instantes antes de arrancar. En su cabeza resonaban,
lúgubres, las palabras que le dirigió el Dr. Izaac.
-Buddy, tengo
malas noticias para usted. Debe operarse urgentemente. Tiene una
cardiopatía que puede dar problemas a corto plazo.
Buddy se asustó.
-¿Qué significa a corto plazo Doctor? ¿Qué tengo realmente?
El
Doctor Izaac se puso las gafitas de rata de laboratorio, sacó un
expediente de tapa marrón que correspondía a Buddy y ojeó la información
que contenía. Tras unos instantes que le parecieron interminables por
fin habló de nuevo Izaac.
-Verá Buddy. Lo de corto plazo podría
significar tanto una hora como un mes. No hay manera de saberlo. Lo que
está seguro es que necesita un transplante de corazón. Sino…
Buddy
dejó caer los hombros a la vez que una oleada de pánico le subía desde
el estómago hasta la boca. De repente un sabor amargo saturó sus papilas
gustativas. Iba a vomitar.
-¿Un…un transplante?
-Eso es Buddy. Tenemos que ponerle en la lista de espera. En cuánto haya una posibilidad le llamaremos.
El
paciente se removía, incómodo sobre la silla. Temía hacer la pregunta
que le rondaba por la cabeza pero no le quedó más remedio.
-Dígame Doctor…¿Cuánto va a costar la operación?
Izaac tuvo varios espasmos musculares en la cara haciendo que sus gafitas ridículas dieran saltitos sobre una nariz puntiaguda.
-Pues verá. Entre la operación, el órgano, gastos de gestión, etc…Costará unos cincuenta mil dólares.
Buddy
tuvo que preguntar otra vez la cantidad para cerciorarse que había
escuchado bien. Cuando obtuvo la repuesta hundió su rostro en las manos y
empezó a sollozar. Izaac se levantó entonces, inseguro, y acudió a
consolarle.
-Buddy. Tranquilo, estoy seguro que si tiene problemas financieros el hospital podrá ayudarle a pagar a plazos.
Entonces
Buddy levantó el rostro. Sus ojos habían enrojecido y largas hileras de
lágrimas saladas acudían sin contemplación a inundar su boca jadeante.
-He
perdido mi empleo. Tengo cincuenta años y a punto de ser desahuciado.
¿Dígame Doctor, el hospital me financiará la operación de todos modos?
El
Doctor permaneció en silencio. Se dirigió nuevamente a su escritorio,
inclinó su cabeza hacia Buddy, apuntándole con la nariz afilada mientras
removía inquieto sus dedos. Sólo dos palabras. Dos palabras inocentes
que sellaban el destino de Buddy.
-Lo siento.
Y ahí
permanecía Buddy, sentado en su Chevrolet de cuarta mano destartalado,
llorando nuevamente en silencio. No sabía adonde ir ni a quien acudir.
Lo único que sabía a ciencia cierta es que si no hacía algo podría
quedarse tirado en cualquier lado, la cara púrpura y los labios
azulados.
Le daba auténtico pavor aparecer en cualquier rincón de
la ciudad o en un mugriento motel de mala muerte hinchado por los gases
de su propia putrefacción. No quería pensar en los agentes que fueran a
buscarle, los de la funeraria removiendo su cuerpo exánime y los chistes
de los agentes sobre su rigor mortis.
No podía aceptarlo. Tenía
que moverse y hacer algo. Finalmente arrancó el coche y callejeó sin
sentido por las avenidas de la ciudad. Era verano y todos estaban
disfrutando de una temperatura agradable. Muchos estaban sentados en
terrazas, tomando cerveza. Otros salían sonrientes de comercios,
cargados de bolsas de la compra.
Todo aquello contrastaba con las
tétricas imágenes de muerte y descomposición que rondaban por la
maltrecha mente de Buddy. Tenía que alejarse rápidamente de todos estos.
Si no lo hacía era capaz de atropellarlos, riendo al viento como un ser
endemoniado.
Pero se aguantó. Aguantó y se dirigió hasta su casa.
Al menos aún era suya y no de estos hijos de puta trajeados del banco.
Ojalá se murieran todos.
Aparcó el Chevrolet entre dos cubos de
basura repletos de restos orgánicos, arrugó la nariz al pasar entre
ellos y entró en su vivienda. Era una casa antigua, a ladrillo vista y
ventanas color hueso. Luchó unos instantes con la cerradura de la puerta
hasta que pudo finalmente entrar.
Quedaban ya pocos muebles en la
casa. Tuvo que empeñarlos todos para retrasar lo que iba a ser
inevitable a no ser que ocurriera un milagro. En las paredes había
rectángulos blancos inmaculados que indicaban que no hacía mucho pendían
cuadros. Era como una sombra blanca para un futuro más que negro.
En
su salón sólo había un sillón. En la cocina, un microondas y en su
cuarto, un colchón deshilachado yacía en el suelo. Se tumbó boca arriba,
desesperado. En la pared colgaba una bombilla desnuda allí donde antes
había una lámpara de araña.
Había
sido durante más de treinta años técnico en una fábrica de hornos. Había
empezado como auxiliar, limpiando los talleres. Luego se hizo aprendiz.
Y empezó a subir dentro de la empresa hasta ser responsable de diseño
de los nuevos modelos de horno.
Sin embargo la cagó. Su equipo
trabajó sobre un modelo que iba a revolucionar los hornos domésticos.
Pero se equivocaron. La presentación del modelo fue un éxito. Lo que no
sabían los periodistas y clientes es que la empresa recortó gastos
comprando materiales de mala calidad. Ganaron millones.
Pero
murieron decenas de clientes a causa de las explosiones de los hornos.
Lo que siguió fue sencillo. La empresa se lavó las manos y cargó las
culpas sobre el ingeniero jefe de diseño. Osea, Buddy.
Tuvo que
enfrentarse a un juicio, le quitaron casi todas sus propiedades. La
empresa lo dejó tirado, sólo. Su mujer e hijos lo abandonaron y
renegaron de él. Sólo quedaba él pero, al oír lo que le dijo el Doctor
Izaac, incluso él se iba a apagar pronto si no lo impedía.
Cerró
los ojos. La cabeza le dolía y una molestia incipiente se iniciaba en su
estómago. Hacía tiempo había escuchado testimonios de enfermos que
tenían el mismo problema que él. Ya no tenía seguro médico y los gastos
de hospital superaban con creces sus exiguos ingresos. Muchos murieron
abandonados debajo de un puente. Pero otros habían podido salvarse.
Hasta
lo que sabía, aquellos que se salvaron inmigraron. Se fueron a otro
país a operarse. Eso le recordó un artículo que había leído hacía tiempo
en alguna revista. Ya no se acordaba de cual pero daba igual. Lo
importante era que recordaba el contenido. Según el artículo los países
latinoamericanos tenían buena fama en cuestión de intervenciones
cardiacas. Y los precios eran accesibles. Unos dos mil dólares la
operación.
Al recordar aquello se animó débilmente. Se levantó del
colchón y se asomó a la ventana. La tarde menguaba lentamente dando
paso a la noche. Los colores de la calle perdían saturación. Se volvían
tan grises como los ánimos de Buddy. El ruido iba desapareciendo hasta
quedar únicamente jirones de sonido flotando entre los muros de las
casas vecinas.
Había tomado una decisión. Se largaría. Sonrió débilmente y se echó nuevamente sobre el colchón hasta quedarse dormido.
El
día siguiente fue frenético. Acudió a varias casas de empeño para
vender su Chevrolet. Le dieron unos escasos seiscientos dólares. Vendió
su reloj y alguna ropa que le quedaba, así como el microondas y el sofá
del comedor.
Ya no le quedaba nada y aún le faltaba
aproximadamente quinientos dólares para lograr su objetivo. Pero iba a
intentarlo de todos modos. No perdía ya nada.
La noche siguiente
acudió a un locutorio. Se conectó a Internet y buscó clínicas en América
del sur. Ante sus ojos se sucedían las clínicas, hospitales y presuntos
especialistas que vendían sus servicios online. Los había realmente
caros. “esos eran buenos” pensaba lastimosamente Buddy, y otros
verdaderamente baratos. Pero tantos unos como otros eran demasiado para
la maltrecha economía de Buddy.
Antes de
entrar en el locutorio tenía en el bolsillo ochocientos cuarenta y dos
dólares. Y una vez entró había que rectar otros dos dólares por las
consultas en Internet.
Cuando se iba a dar por vencido vio un
pequeño anuncio en la vigésima quinta página de Google. Era una pequeña
referencia pero el precio le sorprendía.
Cuando leyó el anuncio se animó.
Por
lo visto era una clínica de un tal Doctor Herbert. Había estudiado
Medicina en Frankfurt y Cardiología en Rumanía. Llevaba unos quince años
en Guatemala, en un pequeño poblado recóndito en la selva. Lo mejor, el
precio. Ochocientos dólares la operación.
El Doctor Herbert
explicaba los médicos occidentales habían perdido de vista el juramento
hipocrático. Sus acciones venían supeditadas por el dinero y la vida de
sus pacientes valía lo que contenía sus carteras. Si no podían pagar,
que se murieran.
Buddy se entusiasmó. Observó que había un número
de contacto en una apartado de la web, lo copió en un trozo de papel y
se metió en una cabina del locutorio.
Alguien descolgó al segundo
timbre. Era la voz de un hombre de la edad de Buddy. Habló en español y
un ligero acento alemán asomaba en algunas consonantes.
-Sí, Doctor Herbert al aparato.
-Hola Doctor Herbert. Me llamo Buddy y vivo en Estados Unidos.- explicó buddy.
-Dígame Buddy. ¿En qué puedo ayudarle?
La
voz era servicial y amable. Aquello reconfortaba a Buddy. Le explicó
todo lo que le había pasado. Su despido, su mujer, la noticia que le dio
hacía dos días su cardiólogo así como el presupuesto con el que
contaba. El doctor Herbert escuchaba en silencio, salpicando únicamente
de afirmaciones algunos extremos del relato de Buddy.
Una vez pudo desahogarse Buddy el Doctor Herbert empezó a hablar.
-Verá
Buddy. No hay problema. Puedo operarle pero deberá llegar hasta el
lugar en el que practico. Tome un papel, que le doy las señas para
llegar sin perderse.
Buddy apuntó y se despidió efusivamente del
Doctor. Volvió a su pantalla de Internet y vio el lugar donde estaba
situada la clínica. Era un lugar remoto, dejado de la mano de Dios. Pero
le daba igual. Aquel ángel le iba a dar una segunda oportunidad por
unos pocos cientos de dólares. Merecía la pena.
La preparación del viaje tardó bien poco. Acudió a la estación de autobús y tomó el primer autobús hacia el sur.
El
viaje tardó más de lo debido. No tenía fondos suficientes y era difícil
llegar hasta el poblado. A veces tenía que quedarse durante largas
horas haciendo autostop al borde de alguna carretera. Pero siempre le
cogía alguien. Incluso algunas personas le daban unos pabos al oír su
relato. Era una forma de viaje lento pero había conocido gente
interesante. Desde profesores de universidad hasta obreros y peones.
Chicas jóvenes estudiantes y taciturnos encargados. Pero de todos ellos
aprendió algo. El valor del altruismo.
Tras dos semanas de viaje
llegó al fin al inicio del camino que le llevaría hacia el Doctor
Herbert. Su guía le señaló velozmente con un dedo deforme el camino por
el cual debía de adentrarse. Cuando quiso darle las gracias ya había
desaparecido tras un recoveco del camino. Buddy alzó los hombros y
caminó.
La jungla era magnífica. Grandes lianas pendían de árboles
enormes. Las hojas creaban el efecto de una bóveda compacta de color
verde por la que se filtraba débilmente la luz solar. A su alrededor el
sonido de la fauna le inquietaba a la vez que le estimulaba. Nunca
habría pensado hacía escasas dos semanas que se encontraría ahora ahí,
de pie y caminando hacia su salvación.
El trayecto fue largo pero
merecía la pena. El paisaje era magnífico. Finalmente llegó al poblado.
Más que un poblado era una especie de hacienda. Había tres
construcciones de piedras diseminadas irregularmente alrededor del
camino de tierra.
Las construcciones iban siendo engullidas por la
propia jungla. Quedaba pocos centímetros de piedra a la vista. Caminó
entre ellas, asomando tímidamente la cabeza por el marco de las puertas.
El interior estaba abandonado y sólo el eco de su propia voz le daba la
bienvenida.
Le daba miedo haberse confundido en algún lugar.
Había recorrido casi siete mil kilómetros con unos pocos dólares y cabía
la posibilidad de haberse desviado de su destino.
Pero escuchó una voz que gritaba su nombre.
-Señor Buddy, por aquí.
Miró
en la dirección de la voz y vio a un hombre alto y atlético. Iba
vestido con un pantalón vaquero descolorido y una camisa a cuadros
arremangada. Su rostro era anguloso, sobresaliendo una nariz aguileña
por encima de un bigotito elegante como en las películas de los años
cincuenta.
Buddy respiró aliviado, encaminándose hacia el hombre
que le llamaba. Entró en una construcción de madera y observó al hombre
que le llamaba escasos momentos antes que le señalaba una silla de
cáñamo.
-Siéntese señor Buddy. Le estaba esperando.
El
hombre se sentó igualmente. Encima de su cabeza colgaban varios títulos
universitarios. Algunos provenían de centros tan prestigiosos como
Harvard, Yale u Oxford.
-Hola hola hola señor Buddy. Soy el Doctor Herbert.
El
médico hablaba en un perfecto inglés. Sus manos parecían manicuraza y
una sensación de limpieza y pulcritud provenía de aquel cuerpo atlético.
-Hola Doctor. Me alegro de verle. He tardado más de lo esperado…
-Pero ya está aquí – cortó Herbert, encantado con la visita – podremos empezar pronto. No hay tiempo que perder.
El doctor se levantó y acercó un vaso de agua a Buddy que lo aceptó, agradecido.
-Supongo que querrá ver las instalaciones Buddy.
Asintió
mientras dada un sorbo al agua y siguió al médico que se adentraba en
los meandros de su clínica. Las paredes estaban pintadas de blanco
impoluto. De los techos colgaban tubos de neón y de las paredes cuadros
sobre la anatomía humana.
Había varias habitaciones vacías,
atestadas de materiales de acero inoxidable. Otra de las habitaciones
estaba ocupada por camas mecánicas y armarios de madera.
-Ahí es
donde va a recuperarse Buddy. Tiene suerte, no hay más pacientes en la
clínica – sonrió visiblemente feliz Herbert – venga, le voy a mostrar
ahora la sala de operaciones.
Al final del pasillo se encontraba
dos puertas batientes que separaba el resto de la clínica con la zona de
intervención. Buddy estaba abrumado por la cantidad de material
quirúrgico que había dentro. Todo estaba resplandeciente y las paredes
brillaban con todo esplendor. Las pupilas de Buddy brillaban, feliz. Iba
a salvarse al fin y al cabo.
Una vez examinó todo aquello bajo
las explicaciones profesionales de Herbert éste le guió hasta la sala de
camas. Sacó de un armario una túnica azul de hospital.
-Venga Buddy, póngase esto. Vamos a empezar en breve.
A Buddy le sorprendió la prisa. Acababa de llegar, sólo había tomado un vaso de agua y no vio tampoco su nuevo corazón.
-Disculpe doctor Herbert, pero ¿dónde está mi corazón nuevo? ¿No tiene que hacerme más pruebas?
El doctor río, divertido.
-Pero
hombre Buddy. No esperaba que estuviera trabajando sólo aquí. Mis
ayudantes han ido a la capital a recoger el órgano. He hablado con ellos
hace una hora y ya venían de camino en helicóptero. Y respecto a las
pruebas descuide, he hablado con el Doctor Izaac y me ha mandado todo su
historial. – explicó dócilmente Herbert – ahora descuide, cámbiese y
espere aquí mientras preparo la anestesia.
Buddy empezó a quitarse
la ropa en cuanto salió del cuarto el Doctor Herbert. Su vestimenta ya
apestaba tras dos semanas de viaje. Antes de ponerse le pijama de
operación se metió en la ducha del cuarto. El agua salía límpida y
caliente. Se olvidó de si mismo bajo la ducha.
Cuando por fin
salió de la ducha se encontraba mucho mejor. Se puso el pijama y se
sentó en la cama, esperando a que acudiera a verle el Doctor Herbert.
Esperó
una media hora aproximadamente pero nadie acudía a verle. Nervioso
decidió ir a ver qué pasaba. “igual no ha llegado aún mi nuevo
corazón…no he escuchado ningún helicóptero…igual ha aterrizado cuando me
estaba duchando”.
Salió al pasillo. No
había nadie. Volvió al despacho del Doctor Herbert, tocó a la puerta y
esperó. Pero nadie le daba paso. Abrió la puerta inseguro mientras
preguntaba por el Doctor.
Nadie. Tan solitario como el pasillo.
Cruzó la estancia y miró afuera de la clínica. No había cambiado nada.
Salvo por un Jeep pintado de camuflaje que se encontraba aparcado
delante del edificio médico.
Buddy frunció el ceño. “Me dijo que
venían en helicóptero, y no en Jeep…A lo mejor son otros ayudantes”-
trató de razonar Buddy. Pero el hecho es que el miedo comenzaba a crecer
en su interior.
Se acercó lentamente al Jeep y vio en su interior
varias cajas herméticas cerradas. Intentó abrir la puerta del
acompañante. Nada, estaba cerrado. Rodeó el coche y trató de abrir el
maletero. Esta vez la puerta cedió.
Abrió las cajas. Estaban
vacías. Un humo salía de su interior debido al contraste entre el frío
interno del calor sofocante de la jungla. Eran cajas para transporte de
órganos. Pero estaban limpios y vacíos.
Cuando caminaba de vuelta a
la clínica reflexionando sobre lo que significaba todo esto sintió una
punzada en el cuello. Era como si un bate de béisbol con clavos al rojo
vivo en su extremo le golpease.
Sintió un enorme calor que le
invadía casi instantáneamente todo el cuerpo. Sus párpados caían y sus
piernas flaqueaban. Se derrumbó en la arena. Antes que se cerrasen sus
ojos vio al Doctor Herbert con una pistola de dardos en la mano,
acompañado por una persona joven de rasgos latinoamericanos vestido con
uniforme militar. Corrían hacia él. Los ojos de Herbert lanzaban fuego
por las pupilas.
Desconocía el tiempo que estuvo inconsciente.
Pero habría sido mejor para él no haberse despertado. Cuando ya pudo
abrir los ojos y recuperó el tacto de sus miembros percibió como unas
cintas de cuero la ataban con fuerza contra la camilla quirúrgica.
Miró
aterrado a ambos lados y vio al Doctor Herbert de espaldas, atareado.
Cuando se giró hacia Buddy tenía la cara iluminada por la locura y los
ojos centelleaban odio.
Buddy gesticuló desesperadamente para
intentar soltarse pero las cintas le apretaban demasiado. Lo único que
consiguió fue sangrar por los tobillos y las muñecas.
El Doctor Herbert se acercó delicadamente hacia Buddy. Le acarició con un escalpelo la mejilla y empezó a susurrarle al oído.
-Buddy
buddy buddy. Tranquilo. No podías quedarte en el cuarto, no. Debías
salir. Iba a operarte mientras que estuvieras anestesiado pero…me has
sacado de mis casillas. Lamento decirte que te operaré sin anestesia.
El
Doctor Herbert se irguió nuevamente y empezó a deslizar suavemente la
punta del escalpelo por el cuello de Buddy, su pecho desnudo y su
miembro flácido.
Buddy gritaba, pedía clemencia. Lloraba y trataba
de patalear a su verdugo, pero Herbert no le hacía el menor caso.
Cuando acudió dentro de la zona quirúrgica el ayudante latino de Herbert
cargado con las cajas herméticas que vio anteriormente en el Jeep, el
doctor sonrió, complacido.
-Bueno Buddy. Vamos a
empezar. Descuide hombre. Seguirá viviendo. A trozos claro y en el
cuerpo de otras personas. Pero no se preocupe. No usaremos su corazón.
Ya sabemos que no vale una mierda.
El doctor empezó a cortar y a separar la piel de Buddy mientras éste gritaba, lanzando al viento su último aliento.
La visita médica por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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Ayyyyy, ¡¡¡¡pobre Buddy!!!!!
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