lunes, 4 de marzo de 2013

Vanas ilusiones


Jeremy se encontraba sentado en su diminuta silla, en su diminuto despacho de color amarillo sucio. Inclinado sobre unos expedientes que debía de haber entregado hacía una semana, bebía de cuanto en cuanto un sorbo de un café aguado y mordisqueaba, absorto en su tarea, un Donuts de color rosa.

Había perdido la noción del tiempo y trataba de dar sentido a la maraña de datos que tenía ante él. De repente penetró en una oficina un ciclón. Un tornado maléfico que enrareció el ambiente. Era su jefe, una especie de tirano diminuto y tripón vestido de un traje tres piezas que, según creía Jeremy, sentía un erótico placer cuando encomendaba a sus subalternos tareas imposibles de entregar en plazo.


- Jeremy, ¡tienes que tener estos expedientes listos para mañana! – le gritó cuando soltó sobre su mesa una masa informe de papeles que levantaban en su caída diminutas volutas de polvo.

Jeremy trató de aguantar la tos que le producía el polvo y la náusea que le entregaba cada vez que escuchaba la voz estridente de aquel sujeto.

- Pero, señor…es imposible – consiguió articular Jeremy. 
- ¡No me importan los problemas, quiero soluciones! – volvió a gritar mientras se marchaba por donde había venido.

Y eso era todo. Una entrada teatral, una orden, un portazo y otro día a la basura. Odiaba su trabajo, las horas que le dedicaba y la siempre pospuesta solicitud de ser socio de la empresa. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

Jeremy se quedó mirando inexpresivo aquella montaña blanquecina de papel durante un tiempo que le pareció eterno hasta que pudo levantarse de la silla.

Se movió lentamente hacia el único rectángulo de vida que le quedaba a estas alturas de la vida. Se apoyó entonces sobre un hombro y echó un vistazo a lo que parecía otra dimensión.

Desde aquella ventana al exterior, observaba como la tarde moría en el horizonte, salpicando de tonos rojizos el mobiliario urbano. Lentamente, La calle se iba quedando desierta, infundiendo una extraña paz incluso en el piar de los pájaros.

Jeremy solía mirar aquel espectáculo por la tarde, cuando se quedaba sólo en el edificio. Era el único descanso que podía darse. Sin embargo, cuánto más miraba más se sentía un extraño pez que miraba desde la distancia un mundo que nunca será suyo. Se conocía de memoria todas las idas y venidas que se iban desarrollando debajo de su ventanuco.

Los autobuses atestados de gente, la dependienta del supermercado que se metía en tromba en el coche de su novio, las miradas cansadas de los viandantes que se encaminaban, adivinaba Jeremy, hacia sus hogares. Algunos irían con sus familias y otros, como él mismo, volverían a la soledad agobiante de una casa vacía, como si fuera la carcaza de una tortuga muerta.
Sin embargo, cada tarde, se asomaba por el barrio un anciano, vestido con un gorro y un traje a medida que se quedaba sentado durante horas en un banco de madera, alimentando las escasas palomas que no migraban a las copas de los cipreses de la avenida.

No había tarde que no faltara, hubiera viento, nieve o frío. Allí estaba este extraño hombrecillo encorvado y arrugado con los años que lanzaba con mano temblorosa el pienso a las aves que se congregaban a su alrededor. Siempre había tenido ganas de hablar con él pero las exigencias del trabajo le tenían prisionero. Se volvió hacia su escritorio. El monstruo de papel le miraba con desdén y suficiencia.

- ¡Qué te jodan! – lanzó Jeremy hacia aquella masa mientras cogía su abrigo y salió del despacho dando un sonoro portazo – como los que daba el tirano enano.

No tardó mucho en bajar a la calle. El vello de la nuca se le erizó al sentir en el rostro el aire de la tarde trayendo notas otoñales de hojas secas y castañas asadas. Cruzó rápidamente la calle y se sitió a escasos metros del anciano y de las palomas que engullían con avidez los manjares del anciano. Parecía que no se daba cuenta que le estaba mirando Jeremy.

Tras unos instantes de duda, se acercó al banco, dejándole paso las palomas como si fueran las aguas del Mar Muerto ante Moisés. Se sentó al lado del anciano. Se reclinó mecánicamente sobre el respaldo del banco y cerró los ojos.

- ¿Un día duro en la oficina? – preguntó con voz quebradiza el alimentador de palomas mientras seguía lanzando al aire el pienso.

- Bueno, podría decirse que es un día que dura años – contestó, abatido.

El anciano esbozó una tímida sonrisa en su rostro arrugado, dejando a la vista una hilera de dientes perfectos a pesar de sus años.

- ¡Ah, esto me suena familiar! Yo también tuve esa sensación durante años. 
- ¿Y qué hizo entonces? – preguntó interesado Jeremy.

El anciano lanzó entonces una carcajada

- Vivir, ¿qué más podría hacer?

La seguridad del anciano pareció insuflarle a Jeremy una bocanada de aire fresco. Aquella franca respuesta parecía haber quitado hierro a sus problemas y sintió de repente que como surgían en él renovadas esperanzas. Se quedó entonces meditativo un rato y le volvió a preguntar.

- ¿Es usted de aquí? Verá, llevo viéndole desde hace tiempo, todas las tardes ahí sentado y sentía curiosidad y… 
- Y por eso has bajado de tu oficina, ¿verdad?

Jeremy asintió en silencio, observando con detenimiento como seguía aquel anciano con sus quehaceres. Le parecía extraño que, cuanto más le miraba, más sentía conocer a esta persona y más familiar le resultaba.

- Pues no soy de aquí a decir verdad. Sin embargo, no sabría ir a otro lugar. Siendo sincero vengo aquí porque sé que me miras.

Un escalofrío le recorrió entonces a Jeremy la espalda. ¿Cómo que venía aquí porque sabía que le miraba? ¿y cómo era que no sabría llegar a otro sitio? Se levantó como en un resorte del banco y se encaró, temblando, hacia aquél anciano que ahora le miraba con unos ojos negros que parecían engullirle.

- No temas muchacho. Verás, vivo solo. Siempre he vivido solo. Y tu mirada es la única compañía que tengo. Desde que tengo uso de memoria es lo único que me hace ser lo que soy.

No entendía nada. El anciano le seguía mirando, sin sonrisa en la cara. Las palomas se quedaron de repente quietas, esperando al igual que Jeremy que el viejo volviese a hablar. Sin embargo, no habló. Metió la mano que le quedaba libre en su tres piezas y le entregó un rectángulo de papel amarillento. Jeremy, tras un tiempo de reflexión se atrevió a coger aquel papel que le daba el desconocido.

- ¡Mira! – le ordenó entonces el anciano.

Con mano temblorosa Jeremy dio la vuelta al papel que le entregaba. Lo que vio le dejó helado.

Era una imagen de él mismo delante de un espejo. Sin embargo, no era una imagen fija. El reflejo de su propio rostro iba desdibujándose, volviéndose arrugado y fatigado, rodeado de unas penumbras tan cerradas que podrían cortarse con cuchillo.

Jeremy alzó entonces la vista hacia el anciano, para pedirle explicación sobre lo que significaba aquello. Pero en el banco no quedaba nadie. Sólo había un grupo de palomas que le miraban, inmóviles, con ojos inexpresivos.

Salvo una, que picoteaba alegremente los granos de pienso que quedaban dispersos en el suelo. Tras engullir lo que quedaba, giró su cabeza hacia Jeremy y de su pico curvo brotaron palabras humanas:


- ¿Quieres dar de comer a las palomas?

Aunque la voz era del desconocido anciano.

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