Jeremy
se encontraba sentado en su diminuta silla, en su diminuto despacho
de color amarillo sucio. Inclinado sobre unos expedientes que debía
de haber entregado hacía una semana, bebía de cuanto en cuanto un
sorbo de un café aguado y mordisqueaba, absorto en su tarea, un
Donuts de color rosa.
Había
perdido la noción del tiempo y trataba de dar sentido a la maraña
de datos que tenía ante él. De repente penetró en una oficina un
ciclón. Un tornado maléfico que enrareció el ambiente. Era su
jefe, una especie de tirano diminuto y tripón vestido de un traje
tres piezas que, según creía Jeremy, sentía un erótico placer
cuando encomendaba a sus subalternos tareas imposibles de entregar en
plazo.
Jeremy
trató de aguantar la tos que le producía el polvo y la náusea que
le entregaba cada vez que escuchaba la voz estridente de aquel
sujeto.
- ¡No me importan los problemas, quiero soluciones! – volvió a gritar mientras se marchaba por donde había venido.
Y
eso era todo. Una entrada teatral, una orden, un portazo y otro día
a la basura. Odiaba su trabajo, las horas que le dedicaba y la
siempre pospuesta solicitud de ser socio de la empresa. Pero, ¿qué
otra cosa podía hacer?
Jeremy
se quedó mirando inexpresivo aquella montaña blanquecina de papel
durante un tiempo que le pareció eterno hasta que pudo levantarse de
la silla.
Se
movió lentamente hacia el único rectángulo de vida que le quedaba
a estas alturas de la vida. Se apoyó entonces sobre un hombro y echó
un vistazo a lo que parecía otra dimensión.
Desde
aquella ventana al exterior, observaba como la tarde moría en el
horizonte, salpicando de tonos rojizos el mobiliario urbano.
Lentamente, La calle se iba quedando desierta, infundiendo una
extraña paz incluso en el piar de los pájaros.
Jeremy
solía mirar aquel espectáculo por la tarde, cuando se quedaba sólo
en el edificio. Era el único descanso que podía darse. Sin embargo,
cuánto más miraba más se sentía un extraño pez que miraba desde
la distancia un mundo que nunca será suyo. Se conocía de memoria
todas las idas y venidas que se iban desarrollando debajo de su
ventanuco.
Los
autobuses atestados de gente, la dependienta del supermercado que se
metía en tromba en el coche de su novio, las miradas cansadas de los
viandantes que se encaminaban, adivinaba Jeremy, hacia sus hogares.
Algunos irían con sus familias y otros, como él mismo, volverían a
la soledad agobiante de una casa vacía, como si fuera la carcaza de
una tortuga muerta.
Sin
embargo, cada tarde, se asomaba por el barrio un anciano, vestido con
un gorro y un traje a medida que se quedaba sentado durante horas en
un banco de madera, alimentando las escasas palomas que no migraban a
las copas de los cipreses de la avenida.
No
había tarde que no faltara, hubiera viento, nieve o frío. Allí
estaba este extraño hombrecillo encorvado y arrugado con los años
que lanzaba con mano temblorosa el pienso a las aves que se
congregaban a su alrededor. Siempre había tenido ganas de hablar con
él pero las exigencias del trabajo le tenían prisionero. Se volvió
hacia su escritorio. El monstruo de papel le miraba con desdén y
suficiencia.
No
tardó mucho en bajar a la calle. El vello de la nuca se le erizó al
sentir en el rostro el aire de la tarde trayendo notas otoñales de
hojas secas y castañas asadas. Cruzó rápidamente la calle y se
sitió a escasos metros del anciano y de las palomas que engullían
con avidez los manjares del anciano. Parecía que no se daba cuenta
que le estaba mirando Jeremy.
Tras
unos instantes de duda, se acercó al banco, dejándole paso las
palomas como si fueran las aguas del Mar Muerto ante Moisés. Se
sentó al lado del anciano. Se reclinó mecánicamente sobre el
respaldo del banco y cerró los ojos.
El
anciano esbozó una tímida sonrisa en su rostro arrugado, dejando a
la vista una hilera de dientes perfectos a pesar de sus años.
- ¿Y qué hizo entonces? – preguntó interesado Jeremy.
El
anciano lanzó entonces una carcajada
La
seguridad del anciano pareció insuflarle a Jeremy una bocanada de
aire fresco. Aquella franca respuesta parecía haber quitado hierro a
sus problemas y sintió de repente que como surgían en él renovadas
esperanzas. Se quedó entonces meditativo un rato y le volvió a
preguntar.
- Y por eso has bajado de tu oficina, ¿verdad?
Jeremy
asintió en silencio, observando con detenimiento como seguía aquel
anciano con sus quehaceres. Le parecía extraño que, cuanto más le
miraba, más sentía conocer a esta persona y más familiar le
resultaba.
Un
escalofrío le recorrió entonces a Jeremy la espalda. ¿Cómo que
venía aquí porque sabía que le miraba? ¿y cómo era que no sabría
llegar a otro sitio? Se levantó como en un resorte del banco y se
encaró, temblando, hacia aquél anciano que ahora le miraba con unos
ojos negros que parecían engullirle.
No
entendía nada. El anciano le seguía mirando, sin sonrisa en la
cara. Las palomas se quedaron de repente quietas, esperando al igual
que Jeremy que el viejo volviese a hablar. Sin embargo, no habló.
Metió la mano que le quedaba libre en su tres piezas y le entregó
un rectángulo de papel amarillento. Jeremy, tras un tiempo de
reflexión se atrevió a coger aquel papel que le daba el
desconocido.
Con
mano temblorosa Jeremy dio la vuelta al papel que le entregaba. Lo
que vio le dejó helado.
Era
una imagen de él mismo delante de un espejo. Sin embargo, no era una
imagen fija. El reflejo de su propio rostro iba desdibujándose,
volviéndose arrugado y fatigado, rodeado de unas penumbras tan
cerradas que podrían cortarse con cuchillo.
Jeremy
alzó entonces la vista hacia el anciano, para pedirle explicación
sobre lo que significaba aquello. Pero en el banco no quedaba nadie.
Sólo había un grupo de palomas que le miraban, inmóviles, con ojos
inexpresivos.
Salvo
una, que picoteaba alegremente los granos de pienso que quedaban
dispersos en el suelo. Tras engullir lo que quedaba, giró su cabeza
hacia Jeremy y de su pico curvo brotaron palabras humanas:
- ¿Quieres dar de comer a las palomas?
Aunque
la voz era del desconocido anciano.
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