domingo, 2 de diciembre de 2012

El valor del silencio


El ruido irrumpe en la vida,
Lo llena todo y trastoca el ritmo

Estamos sentados pero atentos a lo que oimos,
Nos encontramos con nosotros mismos pero sin escucharnos

Sentados frente al televisor, los destellos nos ciegan
Tal y como lo hacen sus programas

Con el tiempo aprendemos a no ser nosotros mismos
Sino un destello más de un ruido de fondo

¡Qué duro resulta quedarnos en silencio!
Solos, ante uno mismo
El abismo ante nosotros
En forma de vacío
El vacío del silencio

El tiempo

Mi tiempo corre despacio, hacia el otro lado
Alrededor de mi cuerpo se encuentra lo mío,
Y en mi centro, el ego.

Al nacer, lo hacemos desprovistos de todo esto,
Pero sabemos que nuestro tiempo es limitado,
Sin querer reconocerlo

Así que, atesorando aquello que nos agrada
Huimos de lo que odiamos
De este modo, huimos muchas veces de nosotros mismos
Buscando refugio en la salvación anunciada con grandes luces de neón.

Poco importa adonde vayamos,
El camino, el mío y el vuestro
Se juntarán en un instante
Donde el aliento dejará paso
Al otro lado.

martes, 1 de mayo de 2012

El Paso


El televisor emitía destellos de luces grises intermitentes debido a las interferencias. Por mucho que Sebastián mirase no podía ver más que una insondable sombra plomiza que lo engullía hasta hipnotizarlo.
¡BLAM!
El golpe sobresaltó a Sebastián, que se encontraba sentado en un viejo sillón de cuero sucio remendado. Tembloroso, agarró un vaso de ron que se encontraba en una mesilla de madera cerca de él y acercó como pudo el contenido a su boca. 
No era la primera vez que sonaba aquél golpe a sus espaldas pero cada vez que lo escuchaba, retumbaba en él como una hoja de guillotina que cortaba el cuello de algún ajusticiado.
El calor del ron alivió momentáneamente a Sebastián. Dejó el vaso, ya vacío, de nuevo en la mesita, para coger seguidamente el roñoso mando a distancia que se encontraba a su vera.
Dirigió el aparato hacia el televisor y empezó a pulsar los botones con frenesí.
Nada.
El brillante gris seguía emitiendo un extraño zumbido, roto únicamente por las fracciones de segundo durante las cuales los canales pasaban, uno tras otro, sin cambiar nada al paisaje de interferencias que ante sí se abría.
¡BLAM!¡BLAM!
Sebastián siguió pulsando desesperado los canales, incapaz de hacer nada más que contemplar desamparado la nada más desconcertante.
Sin embargo, algo cambió. De repente una sombra se dibujó en el gris ceniciento.
Primero era una forma vaga, redondeada y de perfiles difusos. Sin embargo, conforme se iba cristalizando la imagen el desconcierto de Sebastián dejó paso a un auténtico pavor.
¡BLAM!¡BLAM!
No sentía la fuerza de mirar hacia atrás, en dirección a los golpes que seguían produciéndose a sus espaldas desde hacía horas. La imagen recién creada en el televisor era demasiado inquietante.
Era su propio rostro.
Dejó caer el mando en el suelo y se quedó mirando boquiabierto su propia cara, que lo estaba mirando con una sonrisa siniestra dibujada en la boca.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Sebastián observó que había algo más en aquel rostro que le daba miedo. Era aquél halo de maldad que exhalaba de aquellos ojos negros como los suyos y la sonrisa de medio lado que enarbolaba la figura.
¡BLAM!
La figura empezó a ladear la cabeza mientras seguía mirándole, exagerando aún más la mueca. Al abrirse la boca Sebastián pudo observar como los dientes de la figura se encontraba podridos por los años, colgando de las encías ensangrentadas como uvas podridas de una parra reseca.
Sebastián hundió el rostro en sus manos, tratando de frenar el llanto. Mientras tanto la figura , como si fuera un reflejo diabólico, hacía lo propio a la vez que emitía un chirrido metálico.
Cuando volvió a mirar a la figura, ésta dejo caer sus manos, mostrando la cara ensangrentada, jirones de piel colgando de los pómulos como si fueran sábanas viejas colgando de un hijo.
¡BLAM!¡BLAM!¡BLAM!
Ya no podía más. Era demasiado para Sebastián que permanecía sentado en el sillón, incapaz de moverse por el miedo que le atenazaba como si fuera el bocado de una fiera enloquecida.
La figura sacó entonces una pistola, girándola en la mano, corriendo por su rostro regueros de sangre..
La figura colocó entonces el cañón de la pistola en su propia sien mientras seguía mirando, desafiante, a Sebastián.
Sin saber bien cómo, apareció en su mano también una pistola. El tacto de la empuñadura era rugoso y el peso del arma, desconcertante.
Se vio entonces a sí mismo dirigiendo contra su voluntad el arma hacia la cabeza. Cuando más se acercaba el cañón al lateral de su cabeaza más sonreía la infernal figura.
Una vez tuvieron ambos el arma dirigida hacía sí mismos, la figura emitió un chillido que encogió en su sitio a Sebastián.
¡BLAM!
En este nuevo sobresalto Sebastián movió el arma, tomando por un segundo el control sobre su brazo.
Era el momento.
Dirigió veloz el cañón hacia la figura que dejó de emitir aquel sonido agudo y sin pensárselo disparó dos veces al televisor.
En su interior, se pudo ver como la figura abrió los ojos momentos antes de desaparecer en miles de fragmentos de cristal.
¡BLAM! Craaaaaaaack
Detrás de Sebastián cedió la puerta que llevaba resistiendo horas los embistes de fuerzas desconocidas.
Una luz inundó entonces la estancia, obligando a Sebastián cerrar los ojos y dejarse llevar por el sopor del calor que precedía aquella luz benefactora.
-Sebastián ¿Me oye? – inquirió el médico que se encontraba inclinado sobre Sebastián.
Abrió con dificultad los ojos y observó un desconocido que le miraba preocupado, vestido con una bata blanca.
-Por fin, vuelve en sí. No se preocupe Sebastián. Ha sufrido un accidente pero está bien.
-¿Qué..?....¿qué hago aquí?
-Trate de no hablar. Se ha caído en casa y ha estado inconsciente unas horas pero ha vuelto. ¿Se encuentra bien?
-S…sí…¿y mi familia?
-Están fuera. Descanse antes un poco. Vamos a hacerle unas pruebas antes.
Sebastián asintió mientras cerraba los ojos, aliviado.
Cuando el médico salió por la puerta se quedó solo en la habitación. A su derecha se encontraba un monitor que representaba sus constantes vitales.
Miraba absorto como la línea marcaba su ritmo cardíaco cuando la pantalla de repente se quedó negra.
Cuando iba a tocarla, la oscuridad de la imagen dejó pasó a unas curiosas interferencias color ceniza.


lunes, 5 de marzo de 2012

Más allá de los sueños


La tarde moría lentamente en el horizonte, cuando Sonia estuvo de nuevo frente a su casa. No había vuelto a ella desde que fuera al velatorio de Samuel, su marido, el día anterior, y le costaba horrores tener que abrir la puerta y enfrentarse a las sombras de su anterior vida.

La última vez que le vio fue hace tan poco y estaba tan rebosante de vida que le costaba asimilar el golpe que la vida le había dado.

Aunque, cuando más lo pensaba, menos culpaba a la vida y más al conductor ebrio que se empotró contra el coche de su marido hacía dos noches.

Sonia sacó las llaves de casa y se quedó inmóvil, sin poder meterlas en la cerradura. Entonces guió su mano con dulzura Ángela, logrando así que la puerta cediese ante ellas.

-Vamos cariño, tienes que entrar. No sirve de nada evitarlo – susurró Ángela al oído de Sonia, mientras le acariciaba con ternura el hombro – él lo habría querido así Sonia, y lo sabes.

-Él no habría querido morir Ángela – zanjó Sonia.

Su amiga se quedó entonces en silencio, mirando al suelo avergonzada. Hablarle a una persona que acaba de perder un ser querido nunca era fácil ni tampoco era el fuerte de Ángela.

Las dos amigas entraron finalmente en la casa, que estaba en penumbras. En el hall se encontraba el inmenso reloj de pared lanzando tic tacs regulares. Era el único sonido que daba una apariencia de vida a la casa, aunque ésta fuera mecánica.

-¿Quieres que te coja la urna? – preguntó Ángela

Sonia se quedó entonces mirando atónita la urna que tenía bajo el brazo. Las cenizas de su marido aún estaban calientes, emanando de ellas una agradable calidez que estremecía a Sonia.

-Sí por favor. Ponla sobre la repisa de la chimenea. Le encantaba ese sitio – balbuceó Sonia, rompiendo en lágrimas.

Su amiga se apresuró en tomar la urna y colocarla donde le había indicado Sonia para volver seguidamente junto a ella, para tratar de consolarla.

-Vamos Sonia, trata de descansar un poco. Ha sido un par de días duros. Necesitas dormir. Por favor.

Sonia la miró con los ojos enrojecidos, dos grandes surcos negros arañaban su rostro lívido, dándole un aire tétrico.

-Tienes que limpiarte el maquillaje cariño – dejó caer Ángela mientras le limpiaba los restos de pintura a Sonia con la manga del vestido.

-No quiero Sonia. Quiero estar a solas con Samuel – suplicó mirando en dirección a la urna.

-Te entiendo pero no me iré hasta que te duches y te pongas el pijama. Si quieres, mientras te duchas te preparo un caldito ¿vale?

Sonia iba a negarse pero Ángela la cortó.

-Y no aceptaré un no por respuesta…amenazó con tono fingidamente ofendido.

Sonia sonrió entonces débilmente y se dirigió cabizbaja hacia el dormitorio en el cual había compartido tanto con Samuel. Todo le recordaba a su marido. La casa parecía una cáscara vacía en la que únicamente cabía el eco de sus pasos. No habría más carcajadas cómplices ni caricias. Toda la vida de su marido estaba en una urna, esperando que el viento se la lleve a su antojo.

En el pasillo se paró un momento ante la puerta cerrada del despacho de Samuel. Giró el picaporte y abrió la puerta. Todo estaba como lo había dejado dos días antes.

Junto a una montaña de notas y manuscritos se alzaba la torre del ordenador, exánime. La pantalla, tan sombría como el ánimo de Sonia, revelaba que no estaba trabajando Samuel en su nueva novela.

Sonia se esforzó por no llorar recordando la ilusión que Samuel derrochaba con aquel nuevo proyecto. Según le comentó una semana antes casi había terminado la historia.

-Un capítulo más y voilà, otra gran obra maestra de Samuel – bromeó cuando estuvo bajo del edredón con Sonia – espero que mi bichillo me lo corrija antes de mandarlo a estos de la editorial.

Siempre leía sus novelas. Le gustaba que fuera así. Aunque a ella no le gustaba demasiado el mote que le puso de “bichillo”, y más sabiendo que surgió a raíz de la crítica bastante ácida que hizo de su primera novela. Pero según le dijo luego Samuel, esa crítica hizo que se replantease la novela y que resultara finalmente un Best Seller. Así que bueno, al final se acostumbró a lo de “bichillo”.

Sonia cerró la puerta y entró en su dormitorio. Sus gestos eran lentos y torpes. Parecía estar viviendo una pesadilla de la que costaba despertarse. Un par de veces tuvo incluso que sentarse para hundir su rostro entre las manos y sollozar lo más silenciosamente posible para no alertar a Ángela, que estaba preparando el caldo en la cocina.

Tras la ducha volvió al comedor. Allí la estaba esperando Ángela, una sonrisa en la cara y un bol de caldo humeante delante de una silla vacía. Era el sitio de Samuel pero claro, ella no lo sabía.

-Toma, te sentará bien cariño.

Sonia se sentó y bebió a desgana el caldo, sorbito a sorbito.

-Así me gusta, tómatelo y luego a la cama, a dormir un poco.

Tras apurar el bol, Ángela fue a fregarlo.

-¿Oye, quieres que me quede esta noche contigo Sonia? – tanteó su amiga – sabes que no me importa. Ni tampoco le importará a Miguel.

-No te preocupes estaré bien, vale. Vete a casa. Si me hace falta algo te llamaré, descuida.

Su amiga dejó el bol limpio en la encimera y miró con cara de preocupación a Sonia.

-No me gusta dejarte así…

-No te preocupes, estaré bien, en serio – sonrió sin demasiada convicción Sonia.

-Vale. Me iré pero sólo si me prometes que si me necesitas me llamarás – inquirió con semblante grave.

-Que sí. Te lo prometo.

Cuando finalmente se fue Ángela, la casa le parecía aún más solitaria. Le daba la sensación que las estancias se encogían al ritmo del latido metálico del reloj de pared. Tic tac, tic, tac y así pasaba la vida.





Sonia se tumbó en el sillón y trató de mirar la tele. Hizo zapping un rato pero no echaban más que programas estúpidos con gente sonriente y feliz. Verlos acrecentaba su tristeza, así que apagó la tele, mirando su propio reflejo deforme en la pantalla vacía.

Cuando la fatiga empezó a apoderarse de ella supo que el momento había llegado y se fue a la cama dando tumbos.

Una vez acostada se echó el edredón encima, tapándose parte del rostro. Cuando cerró los ojos percibió el olor masculino de Samuel. Olerlo hizo que brotaran de sus ojos cerrados lágrimas que mojaron la tela. Y así se quedó dormida.

El sueño era intranquilo e inconexo. En su fantasía se sucedían imágenes aleatorias de su vida junto con Samuel. De repente estaba en el altar cuando en el instante siguiente se encontraba delante de un Samuel adolescente que la invitaba a salir. Los recuerdos se sucedieron a una velocidad cada vez más endiablada hasta que se vio a ella misma en un pasillo estrecho y kilométrico.

Parecía el pasillo de su casa aunque algo en él era diferente. En el fondo del pasillo se insinuaba la forma difusa de una puerta. Parecía la puerta del despacho de Samuel. Se acercó lentamente hacia ella. A cada paso que daba parecía que se hundía ligeramente el suelo. Pero cuando miraba hacia abajo no veía nada anormal.

Siguió caminando hacia la puerta, una luz grisácea filtrándose bajo ella. Poco a poco iba recortando la distancia que la separaba del final del pasillo. De repente escuchó el sonido de las teclas del ordenador de Samuel agitándose con frenesí.

Al escuchar aquel sonido emprendió una carrera desesperada para alcanzarlo, aunque a cada zancada que daba se alejaba la puerta, además de acrecentarse la sensación de hundirse en un suelo gelatinoso.

Cuando comprendió que correr no le iba a acercar más rápidamente se frenó en seco, cayendo de rodillas. Empezó a llorar mirando al suelo. Sin embargo una luz llamó su atención. Era la luz grisácea que momentos antes había visto emanar de debajo de la puerta.

Y ahí se alzaba el marco de madera, a un par de pasos de ella.

Se levantó temblando, temiendo lo que pudiera esconderse tras aquel obstáculo onírico. Aunque cuando volvió a escuchar el tamborilear de las teclas se animó, abriendo la puerta de par en par.

Vio el despacho de Samuel, con sus manuscritos apilados y los libros en las estanterías laterales. Pero también estaba una persona escribiendo en el ordenador, que estaba encendido.

-¿Samuel, eres….eres tú?

La figura se giró y miró a Sonia con una sonrisa en la cara. Era él, con su encantadora sonrisa dibujada en el rostro. Parecía pletórico.

-Perdona si te he despertado Sonia. Ya he terminado la novela. ¿Te acercas y la lees?

Sonia abrió entonces los ojos de par en par.

Estaba en su cuarto, tumbada bajo el edredón. Todo parecía igual que antes de dormirse aunque había una diferencia. Flotaba en el aire la colonia que Samuel ponía cada vez que presentaba a la prensa alguna novela. Y la última vez que la usó fue hace varios meses.

Aquella certeza catapultó de la cama a Sonia que salió corriendo por el pasillo oscuro de su casa. Tras unos pocos metros se plantó delante de la puerta del despacho de Samuel, filtrándose bajo ella una luz grisácea.

-No…no puede ser. ¿Samuel, eres tú? – preguntó al silencio.

Giró el picaporte lentamente y lo que vio la paralizó un instante.

El ordenador estaba encendido. En la pantalla se veían párrafos enteros redactados.

Se acercó con los ojos abiertos como platos. Era la nueva novela de Samuel. Leyó en silencio la última página escrita, observando como alguien había redactado a su intención un Post Data que decía así:

“Dedicado a mi mujer Sonia, a la que tanto he querido y a la que siempre querré. Espero que te guste esta novela Bichillo. Siempre tuyo. Samuel”

Mientras releía sin cesar este último mensaje de Samuel sintió como un soplo cálido le acarició el cuello, arropado por el tic tac del reloj de pared.

















martes, 21 de febrero de 2012

Mucho más que un sueño


María caminaba por el laberinto boscoso que la engullía cada vez más. Aunque, a diferencia de los demás laberintos, éste se movía, envolviendo la joven silueta de María hasta escupirla en cualquier esquina imposible.

Las paredes juguetonas estaban formadas por árboles milenarios y sus cortezas, al suave tacto de las manos de la joven, susurraban extraños sonidos que María no conseguía descifrar.

En el aire flotaba un dulce aroma a fruta madura y a vainilla seca y los escasos destellos de sol que conseguían arrastrase por las copas de los árboles arrojaban hilillos de luz en la penumbra del bosque.

Sin embargo, María no sentía miedo, sino curiosidad. Desconocía cuánto tiempo llevaba deambulando por aquel sueño pero lo cierto es que se sentía segura. De todos modos, tarde o temprano me despertaré- opinaba ella, segura de sí misma.

Prosiguió la marcha hacia donde le indicaban los árboles, los cuales seguían inclinándose ante ella, abriéndole así el paso.

Tras un giro inesperado María irrumpió en una especie de claro. Todo estaba sumido en la penumbra salvo por un halo de luz concentrado sobre una figura negra que descansaba bajo un gran árbol.

María miró extrañada un momento a la forma humana que estaba colocada en posición fetal, de espaldas a ella. Era la primera figura humana que veía desde que había penetrado en el sueño y no parecía ser un buen augurio.

Sin embargo se dirigió con pasitos cortos hacia el cuerpo ennegrecido que se hallaba junto a aquel tronco retorcido. El olor del lugar, antes agradable, se volvía cada vez más rancio y amargo a cada paso que daba en dirección a la figura inerte.

Quedaba poco para llegar al cuerpo. Unos pasitos más y habría llegado. A María se le empezaba a encoger el corazón conforme iba acercándose. Cuando faltaban solamente cinco metros se dio cuenta que no era un cuerpo normal sino un cadáver carbonizado.

Cuando por fin llegó a la altura de la figura tocó su hombro, insegura. Sintió como  el tacto de la piel era desagradable, parecido al de un cartón ondulado que se hubiera quedado durante mucho tiempo al sol.

María retiró la mano del cadáver y se dispuso a levantarse cuando la cabeza del cuerpo se giró hacia ella. Aquello paralizó a María en el sitio, incapaz de moverse y de gritar. Un miedo visceral le atenazó el cuerpo entero, soltándole el vientre. El rostro deforme la miraba con sus cuencas vacías, dedicándole una sonrisa siniestra, torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba.



De su cabeza pendían varios mechones otrora rubios, descansando sus puntas sobre las vértebras salientes del cadáver. Pero lo que más miedo le dio a María no fue contemplar aquél rostro consumido por el tiempo y el fuego, sino reconocer que aquella cara era la suya propia. Gritó.

De repente abrió los ojos. Estaba tumbada en su cama, acurrucada y con el edredón agarrado, como si temiese caer al vacío de la locura. Había pasado una mala noche, lo notaba. Su pijama estaba empapado en sudor, su cubrecama estaba sacado y se arremolinaba bajo sus pies. Incluso el edredón estaba al revés.

Pero había algo más. Estaba el sueño, sí, pero…había pasado algo más. Esta certeza y no recordar el qué había pasado le creaba a María una sensación de vacío y derrota. La ansiedad le subía por el estómago y tuvo que cerrar los ojos para tratar de tranquilizarse.

-A ver, piensa. ¿Anoche qué pasó?

Así, con los ojos cerrados y agarrada al edredón, María se zambulló en sus recuerdos. Le venían a la mente pequeños fragmentos inconexos. Se veía a sí misma cenando, con otros tres amigos. – Vale, vale, estaba con Juan, Ana y Felipe – reflexionó María.

A continuación observaba desde las alturas como ellos tres y María a la cabeza empezaron a charlar y beber Ron a palo seco, divirtiéndose jugando a Karaoke. De ahí los recuerdos la lanzaron al cuarto de baño, mientras le daba palmaditas a Felipe, que vomitaba la cena y el Ron en el retrete. Apoyados en el marco de la puerta, los demás reían.

Cuando trató de concentrarse en aquello la memoria jugó con ella y la devolvió al momento en el que entraron en casa sus huéspedes. Era el cumpleaños de María. Cumplía veinte años y venían a cenar aquellos amigos. En sus manos tenían regalos y una botella de cava envuelta en un lazo rojo.

Luego se apagó la luz de los recuerdos. No acudía nada más a su mente. María se giró sobre si misma, aún en la cama, y se quedó mirando la puerta de su dormitorio. Hay algo más. Lo sé. Pero qué?- se preguntó a sí mismo la joven.

Mientras se esforzaba por recuperar los recuerdos esquivos, observó que algo no debía de estar ahí. Eran huellas de color rojo que iban desde la puerta de su cuarto hasta su cama. María parpadeó repetidas veces, incapaz de entender lo que significaba aquello. Eran pisadas femeninas, estrechas y pequeñas de un color rojo vivo. Tan rojo como la propia sangre. Y lo peor de todo es que apuntaba a su cama.

María se irguió lentamente hasta sentarse en la cama. No podía dejar de mirar aquellas huellas que la señalaban con su reguero sangriento. Sacó un pie de la cama y luego otro. Pero lo que vio fue aún más desconcertante. Sus pies estaban envueltos en una mortaja de sangre coagulada.
Gritó cuando observó aquello. Trató de arañar la sangre seca de sus pies. Pequeños restos se iban desprendiendo hasta quedar abandonados en el suelo. María estaba sumida en una cada vez mayor desesperación. Quería quitarse aquella sangre que a primera vista no era suya. Cuando más se trataba de limpiar, más restos quedaban aprisionados bajo sus uñas.

Estaba aterrorizada. Gritaba, tratando de quitarse la mugre roja con el edredón. Lo lanzó seguidamente al suelo, dejando destapada la cama. En ella, vio un gran charco de sangre coagulada. En medio de aquel charco se encontraba la cabeza de Felipe, con la piel desgarrada allí donde antaño estaba el cuello.

María se cayó al suelo, pataleando para salir de aquel infierno rojo. Se levantó y echó a correr hacia la puerta. Cuando la abrió vio otro reguero más de sangre que recorría todo el pasillo. Se quedó inmóvil ante aquella visión. Había un tronco humano en medio del pasillo. Parecía el cuerpo de Ana.

María se empezó a arañar la cara y tirarse del cabello. –No ¡NO! ¿Qué he hecho? – gritaba, fuera de sí la joven. Emprendió la huída hacia el comedor, para tratar de salir del piso. No quería mirar más. Iba con los ojos cerrados. Pero el olor dulzón de la sangre estancada le llenaba la nariz, subiéndole la bilis por la garganta.

Trató de abrir la puerta del piso pero era imposible. Parecía que estuviera cerrada con llave. Se giró sobre sí misma y trató de buscar en su bolso las llaves pero allí no estaban. Ni ahí ni en su chaqueta. 

Volvió al comedor. Ahí se encontraba el cuerpo de Juan, inclinado sobre la mesa, un cuchillo clavado en la nuca. María hizo caso omiso al cuerpo y agarró el teléfono. Tecleó el número de emergencia y aguardó, impaciente. Pero, en vez de escuchar los tonos de llamada surgió del auricular un sonido familiar a María. Era apenas un susurro pero lo escuchó nítidamente: ¡Matrak Kunjatil fatrak! Era el susurro de los árboles de su sueño.

María lanzó a lo lejos el teléfono inalámbrico y se hizo un ovillo en una esquina del comedor. El aire del piso se volvió denso y el susurro arbóreo llenó por completo el piso, subiendo hasta tal punto de intensidad que María tuvo que taparse los oídos con las manos.

Ya no podía más. Era demasiado. Con los oídos aún tapados se dirigió hacia la cocina. Abrió el frigorífico. Apartó del interior la cabeza de Ana sin demasiados miramientos y agarró la botella de cava. Los susurros dejaron paso a gritos ensordecedores. ¡Matrak Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, repetía sin cesar las voces oníricas.

María estaba llorando. Su rostro estaba magullado por sus propias uñas y unos regueros rojos le cruzaban la cara. Agarró con determinación la botella de cava, tomó una botella de ron medio vacía que quedaba en la encimera y se roció la cabeza. El alcohol la empapó completamente, pegándole el pijama contra su cuerpo esbelto. Tras buscar frenéticamente en varios cajones de la cocina, encontró finalmente un encendedor. La joven apretaba los dientes tratando de rechazar los gritos que los árboles de su sueño lanzaban a su alrededor.
Cuando por fin encontró el encendedor se prendió fuego. Recorrió el comedor mientras estaba en llamas, envuelta en las palabras desconocidas que los árboles le gritaban.

Finalmente aterrizó contra un coche, cinco plantas más abajo. Cuando acudieron los bomberos a apagar el cuerpo en llamas de la joven pudieron ver en su rostro una sonrisa siniestra, torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba

Mucho más que un sueño por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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sábado, 11 de febrero de 2012

Un vivo recuerdo


Mamá,

Desconozco el lugar en el que te encuentras,
Ni tampoco sé si podrás escucharme,
Pero te dedico estas breves líneas:

Mamá, tu nombre no es más que un susurro esparcido por el viento,
Tu presencia, difuminada por el paso de los días,
Flota en tu cuarto,
Aquel cuarto donde acudía de noche para tumbarme a tu lado, acurrucado como un niño,
Para hablarte de mis preocupaciones y alegrías,
Pero hoy mis pasos huecos se paran en el marco de tu puerta sellada, observando sin lograr ver tu silueta.
Tu vida se me escapó de las manos un catorce de agosto. Traté de agarrarla pero el cáncer tenía otros planes y se cobró un alto precio.
Mamá, puesto que la rueda de la vida nos ha separado,
Espero que, cuando me toque, la muerte me deje nuevamente estar a tu lado.
Te echo de menos y espero que, allá donde estés sigas orgullosa de tu hijo,
Je t’aime.

viernes, 10 de febrero de 2012

De sangre y chillidos


A pesar del frenético parpadeo la visión no desaparecía. Seguía apareciendo ante si una figura humana barbuda, ataviada con un delantal otrora blanco salpicado de sangre. A su lado, un barreño lleno de los restos mortales de sus hermanos dejaba regueros de sangre sobre una mesa de acero pulido.
            Atrás quedaban las imágenes de los bosques en los que se había criado junto a sus hermanos. Habían sido días felices en los cuales podían correr libremente entre los árboles en íntima comunión con la naturaleza. Pero no eran más que destellos caducos, enfrentados con la cruda realidad del Ahora.
            La figura afilaba un cuchillo con gesto experto, echando una ojeada de vez en cuando a su futura víctima. Un miedo atroz le atenazó y trató de huir. Pero estaba sujeto por bridas de cuero y toda posibilidad de escapatoria estaba vetada.
            Pataleó, lanzó chillidos agudos pero la figura humana permanecía impasible, afilando el largo cuchillo. La figura emitió entonces unos sonidos extraños, contestados por otra figura femenina que hizo su irrupción en la sala blanca en la que se encontraban.
            La mujer traía una gran olla humeante. Sabía lo que era. Lo había visto usarse antes con sus hermanos. Tras dejar la olla sobre una mesa, la mujer se acercó y miró con cansancio a su nueva víctima para dirigirse seguidamente al barreño.
            Una vez ahí la vio agarrar trozos de músculo de sus hermanos e introducirlos en una máquina metálica provista de una manivela de madera. En el otro extremo del artilugio salía la carne triturada, lista para usarse.
            Volvió a mirar a la figura barbuda. Parecía satisfecho con el afilado. Entonces se dirigió sujetando con firmeza su arma hacia su nueva presa. Cuando estuvo a escasos centímetros puso sentir el hedor a muerte que emanaba del barbudo ensangrentado. El vientre se le soltó y empezó a defecarse encima, mirando aterrado como la figura le colocaba una mano en el pecho y dirigía la punta del cuchillo hacia su cuello.
            Debía huir, lo sentía en lo más profundo de su ser. Aquella persona le iba a hacer daño, tanto daño como le hizo a sus hermanos. Pero lo tenían prisionero.
            Chilló con fuerza hasta que el acero afilado penetró con suavidad por su cuello musculoso, lanzando entonces un gran caño de sangre en un cubo verde que se encontraba a los pies de la figura barbuda. Sus chillidos se ahogaron en un repugnante gorgoteo sanguinolento.
            Su visión iba difuminándose mientras los estertores de la cercana muerte se apoderaban de su cuerpo. Finalmente su vida se apagó, bañado por el calor de su propia sangre, rodeado de sus hermanos muertos.
            No sintió como la figura femenina le roció con agua hirviendo. Ni cuando lo descuartizaron y colgaron sus cuartos traseros en una sala.
            Al fin y al cabo era lo que se esperaba de él. Morir como un buen cerdo para que pudieran disfrutar los clientes del hombre barbudo del mejor jamón ibérico.

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miércoles, 8 de febrero de 2012

Una vida en una gota

Con las primeras luces del alba despuntando por el horizonte, una gota de rocío germina en la superficie rugosa de un crisantemo.
En su interior, un sueño infantil se cristaliza. Es el sueño de un niño, arropado por el calor de su madre. En su fantasía ilusa espera permanecer en su capullo.
Pero la gota, y el sueño, se ven arrastrados lentamente por la gravedad de la vida.
Pasan los segundos y los años. El niño deja paso al joven y el joven al adulto. Con el fluir de la vida los errores y aciertos se suceden en una rueda que sólo la muerte puede delimitar.
El sol brilla alto en el cielo cubriendo con sus rayos la superficie abovedada de la gota. Dentro, la sombra esquiva del niño se encuentra inclinado sobre una mesa, un polvo blanco asomando por la nariz.
No queda más sueño que la pesadilla de los errores.
La gota sigue deslizándose cada vez más rápido. La sangre y las lágrimas toman las riendas hasta que gota y vida se funden en un abrazo mortal.
Y de repente sucede. La caída libre de la gota acaba estrellándose en el suelo asfaltado, destrozando la vida que se lanzó desde un octavo piso.

martes, 7 de febrero de 2012

La visita

Iban a dar la ocho de la tarde cuando Ernesto Montoya hizo una sobrepuja de once mil dólares. Faltaban sólo cinco minutos para que se cerrasen las líneas y por ahora iba en cabeza.

La pieza merecía la pena. Una fantástica pistola de la época napoleónica, modelo 1814 tipo 1 “Gardes du Corps du Roi”. Iba a quedar fantástica en su colección. Los minutos se arrastraban lentamente. Se agitaba, incómodo e inquieto en su sillón. Las cifras permanecían en verde, lo que significaba que seguía ganando aquel lance. Tenía que estar pendiente. Los momentos críticos se daban en los últimos segundos.

Sin embargo, por esta vez no hubo sobresaltos. Se la había llevado. “Estupendo, otra más” pensó mientras realizaba el pago por PayPal a la Casa de Subasta. Once mil euros para él no era ningún problema. Tenía dinero de sobra así como una sala de museo dentro de su mansión.

Con el tiempo tenía una colección más que honorable. Unos doscientos rifles de todas las épocas y alrededor de quinientas pistolas. Todo un récord. De hecho, algunos museos tocaban regularmente a su puerta. No para comprarle nada, sino para vender. Eran unas auténticas gangas. Y es que los museos públicos andaban escasos de fondos y se deshacían de las armas. Al fin y al cabo tenían mala prensa hoy día.

Una vez realizado el pago recibió un mensaje de la Casa de Subasta, informándole que recibiría la pistola en unas 48 horas. Leído el email se recostó sobre su sillón de cuero, sacó un habano de una cajita de madera y le dio unas caladas intensas, satisfecho. Era un gran momento y había que disfrutarlo.

Cerró los ojos y fantaseó sobre las curvas de la nueva arma que había adquirido. Sus formas sutiles, de nogal y acabado dorado le entusiasmaban. Vivía para eso. Para eso y su trabajo.

El intercomunicador que había en su despacho crepitó. Del aparato surgió la voz metálica de Juliette O’neil, su secretaria. Era una joven hermosa de veinticinco años, recientemente graduada en derecho. Pensaba que era buena idea trabajar para el abogado de mayor renombre de la ciudad. Aquello halagaba a Ernesto. Le encantaba que le reconocieran su valía. Pocas personas eran capaces de cobrar una minuta de doscientos dólares la hora. Y su agenda estaba más que apretada.

-Señor Montoya. ¿Me da permiso para irme, ya han dado la ocho y…

-Sí sí señorita O’neill. Descuide. Vaya a casa. Nos veremos mañana – dijo Ernesto mientras hacía círculos azules con el humo de su habano.

-Muchas gracias señor Montoya. Por cierto. Ha venido ahora mismo un cliente. Dice que es urgente. No tenía cita.

Ernesto miró el reloj chapado en oro que tenía en el escritorio y vio que eran ya las ocho y cuarto de la tarde. No tenía costumbre de atender a nadie al menos que tuviera cita previa. Aquello respondía en parte a una razón de marketing. Al faltarle huecos en la agenda su hora podía cotizarse más cara. Pero estaba de excelente humor aquella noche.

-Bien, gracias Juliette. Dile que pase.

La voz metálica asintió y pocos segundos más tarde entraba en su despacho un hombre viejo, encorvado por el peso de los años. Su pelo, ralo y blanco, permitía ver las manchas que la edad había pintado en su piel.

El hombre se acercó, tembloroso hacia la silla que estaba situada frente a Ernesto. En su caminar se ayudaba de un bastón de caoba cuyo puño estaba decorado con la cabeza de un águila real plateada. La mano que empuñaba aquella figura era huesuda y manchada.

Cuando se hubo sentado Ernesto pudo ver los ojos del cliente. Estaban cubiertos por una película blanca que dejaba únicamente entrever un tenue reflejo azul, lejano e inaccesible. A pesar de ello no parecía que el anciano tuviera problemas para ver.

“Dios mío, tendrá al menos cien años” pensó Ernesto para sus adentros.

-Buenos días caballero. Soy Ernesto Montoya. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

El anciano giró su lengua varias veces en su boca desdentada, asomando por la comisura de sus labios un filo hilillo de baba. Unas gotas cayeron en su traje a medida.

“Madre mía…está senil…igual tengo que llamar a emergencias, a ver si se les ha escapado un viejo multimillonario de la residencia…”. Aquella idea hizo sonreír a Ernesto, que se inclinó hacia delante para poder escuchar al anciano.

-Señor Montoya, me temo que no me he escapado de ninguna residencia y descuide. No estoy senil – lanzó el cliente con una voz firme que contrastaba con la aparente imagen de fragilidad que transmitía.

Ernesto se quedó paralizado. Trató de articular algo inteligente pero su mente trabajaba demasiado rápido para poder mandar algo coherente a la boca.

-Venga señor Montoya. Escúpalo de una vez, que se hace tarde – lanzó el cliente mientras emitía una risita aguda.

-¿Quién es usted?

-Señor Montoya. Podría ser más original. Dos frases, una misma pregu. aLe tenía por una persona más inteligente.

Ernesto se levantó de repente, apoyando con fuerza las palmas de sus manos en el escritorio tallado de su despacho.

-Quiero saber como se llama y qué quiere o llamo a la Policía.

El cliente sacudió la cabeza lentamente de izquierda a derecha apoyando ambas manos en el pomo plateado de su bastón.

-Señor Montoya. Los nombres van y vienen. Son etiquetas. No importan lo más mínimo, señor Montoya. Y respecto al objeto de mi visita he de decirle que vengo a ayudarle.

-¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué?. – preguntó, frunciendo el ceño.

-Querido señor Montoya. Ayudarle a usted consigo mismo, por supuesto. ¿Hay algo más difícil que ayudarse a sí mismo? Ayudar a los demás es fácil. Cuando se ve a una persona mayor con la bolsa de la compra, se la cogemos. ¡Hasta se la subimos a casa si hace falta!. Pero amigo…ayudarse a uno mismo…. Es otra historia. Para eso hay que conocerse a sí mismo antes.

Para Ernesto ya era suficiente. El viejo estaba rematadamente loco. Se dirigió hacia la puerta de su despacho, la abrió y se giró hacia el recién llegado.

-Hágame usted el favor de irse de mi despacho. Tengo mucho trabajo que hacer. Si no se quiere ir me veré en la obligación de llamar a la Policía…o a un centro de internamiento.

Sin embargo, el anciano no se movió ni un ápice. Seguía mirando al frente como si aún siguiera sentado frente suya Ernesto.

-¿Recuerda señor Montoya lo que le dijo su madre cuando se estaba muriendo? Creo recordar que era algo así como “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” –sentenció el anciano, alzando una mano en el aire - ¿Cuántos años tenía usted señor Montoya? Creo que diez. Estaba usted solo, en el hospital. Su padre andaba en algún viaje de negocios. ¿Me equivoco?

Ernesto se quedó pálido. Cerró la puerta muy lentamente. Le daba miedo acercarse al anciano. “¿Quién coño es? ¿Un enfermero de entonces tal vez? – reflexionó.

-¿Cómo sabe todo esto?.

El cliente empezó a temblar. Daba pequeños saltitos sobre la silla. Ernesto se encaminó hacia su silla de escritorio y observó que el anciano estaba riendo. Sus ojos lechosos eran tan inexpresivos como el fondo de un pozo pero sin embargo parecían burlarse del abogado.

-Señor Montoya. Lo que sé, lo sé y punto. Siempre queremos saber los por qués. No hay ningún por qué. Hay hechos y punto. Las cosas suceden por mucho que queramos a veces cambiar el rumbo de nuestra vida. Y me temo, señor Montoya que este momento es para usted de crucial importancia, señor Montoya.

-¿Por qué tendría que tener importancia para mí esta visita? No me ha respondido a nada. Ni siquiera sé su nombre. Respecto a las últimas palabras de mi madre, es muy probable que usted haya estado en el hospital donde falleció, hace ya cuarenta años. Yo era un crío y no era consciente de todo lo que me rodeaba. Es muy posible que usted estuviese husmeando cerca y que haya escuchado aquello.

-Claro señor Montoya, claro. Veo que sigue tan lógico como siempre. – el anciano aspiró ruidosamente las babas, que se estaban derramando de nuevo por sus labios - por eso vengo ahora, cuarenta años más tarde para…

-Para chantajearme – le cortó Ernesto, cortando súbitamente la palabra al viejo – soy una persona rica, por eso viene usted aquí, a intentar sacarme una fortuna contándome una historia sin pie ni cabeza.

El anciano reflexionó un momento. Se rascó la nuca y volvió a sonreír.

-Pues mire, lo que dice tiene sentido. Y podría incluso ser cierto. Pero no pido limosnas señor Montoya. Tengo todo lo que necesito. Nada me sobra, ni nada me falta. Puede creerme si le digo que mi ayuda es total y absolutamente altruista.

Ante aquella palabra Ernesto bufó. No creía en el altruismo. Sólo creía en la competencia, el libre mercado y en tener bien surtidas sus cuentas corrientes así como su colección de armas antiguas. Lo demás, le importaba bien poco. Además, siempre había considerado que la gente que se autoproclamaba altruista eran realmente personas hipócritas que querían ganarse algo a cambio. Algunos era el reconocimiento social, otros en cambio, era el cielo. Falsos e hipócritas, eso eran aquellos “altruistas”.

-No creo en el altruismo...- soltó de repente Ernesto.

-Pues debería creer en ello señor Montoya. La civilización no habría podido desarrollarse sin algún grado de altruismo.

Ernesto se encogió de hombros y se reclinó en su asiento. Ya había conseguido la iniciativa de nuevo.

-Le doy cinco segundos para convencerme que no le eche a patadas de mi oficina señor…lo que sea.

-Usted morirá en cinco días señor Montoya.

No, a pesar de lo que creía Ernesto, no había tomado la iniciativa. De hecho, la sangre se le heló cuando escuchó aquello.

-¿Es…es acaso una amenaza, viejo mierda? – dijo atropelladamente Ernesto mientras rebuscaba en el cajón de su escritorio una Colt 1911 del calibre 45. Cuando la encontró encañonó al cliente que se hallaba ante él.

-¿Acaso cree que me voy a dejar amenazar en mi propio despacho, por un viejo apestoso y baboso sabelotodo, eh? – continuó Ernesto, visiblemente alterado – pues NO, se equivoca señor “me-la-suda-su-nombre”. Lárguese de aquí. Ahora mismo. – Ernesto ya gritaba, fuera de sí.

El anciano no se alteró lo más mínimo. Cualquiera sabría que el efecto de un calibre 45 en una cabeza humana era capaz de hacer un agujero del tamaño de una sandía. Pero no parecía inquietarle lo más mínimo aquél detalle.

-Señor Montoya, solamente he venido a comunicárselo…para ayudarle. No gano nada con esto, créame. Descuide, ya me marcho. Le agradezco sinceramente su tiempo.

El anciano se levantó pesadamente de la silla, apoyándose en su bastón de caoba y puño de águila plateada y salió por la puerta sin mediar palabra alguna. Cuando cerró tras de sí Ernesto permanecía con la boca desencajada, apuntando hacia la silla en la cual se había sentado señor Desconocido.

Una vez más tranquilo se echó un buen vaso de whiskey doble, sin hielo. “¿Quién cojones era este tío? – se dijo, “qué querría? Igual le he pillado desprevenido cuando me he dado cuenta que quería chantajearme y al ver mi reacción se ha largado corriendo, el rabo entre las piernas”

Aquella idea le tranquilizaba. Era lógico. Tal como lo veía, el viejo había seguramente trabajado en el hospital donde había fallecido su madre, hacía ahora cuarenta años. Fue en aquél momento cuando escuchó aquella conversación entre una madre y un hijo. Aquellas palabras le habrían acompañado toda la vida y ahora, en el ocaso de la suya propia, habría decidido chantajear a aquel crío de diez años, convertido en un abogado de renombre. No era difícil seguirle la pista puesto que solía copar a menudo las primeras planas de los diarios, tanto locales como nacionales.

“Quizás el viejo quiere darle una buena herencia a sus hijos, o a sus biznietos, quién sabe” – reflexionó Ernesto mientras saboreaba el líquido dorado, envejecido en barriles de roble blanco.

Una hora más tarde volvió a su casa. Estaba cansado y aquella visita le había puesto incómodo. Cuando los faros de su Porshe Cayenne barrieron la verja de su casa se sintió mejor. Más seguro. De todos modos se había traído consigo la Colt. Por si acaso.

El vehículo se encaminó en el camino central de su chalet, el cual se encontraba suspendido sobre un risco, que daba al mar. El diseño de la casa era moderno, sin curvas. Sólo ángulos rectos, fuertes y duros. Sin una sola muestra de dulzura o sumisión. Como era él mismo. Un hombre hecho a sí mismo…para sí mismo.

Aparcó el coche delante de la casa y entró en la vivienda. Dentro, la chimenea crepitaba e impregnaba la sala de estar de un olor particular. De fondo, unas notas musicales de la Ópera de Verdi flotaban en el aire. Tenía programada su casa para que a una determinada hora se encendiese la hoguera y se activase la música.

Tras picotear algo de comida que le había dejado la asistenta en el frigorífico se dio una ducha larga y placentera. Una vez en pijama entró en su museo. Ahí estaban colgadas todas sus armas. Se sentó en una banqueta y cogió una carabina de la era napoleónica de la Guardia Imperial del año IX, que correspondía al año 1777.

El tacto de la carabina y la cercanía de tantas armas de fuego infundieron seguridad a Ernesto, pudiéndose dormir finalmente, la Colt colocada bajo la almohada.

Día 1



Se levantó como hacía cada día a las ocho de la mañana. Desayunó frugalmente, se vistió con un buen traje hecho a medida y tomó su coche para acudir al trabajo.

Puso la radio y escuchó las noticias. Nada reseñable. Algunos casos de corrupción de varios políticos, desastres naturales, la crisis económica seguía azotando las clases medias y bajas y algunos iluminados situaban el fin del mundo cerca, al parecer por una estimación de los mayas.

“Claro, como el iluminado de anoche” – pensó – “hay que ver como está la gente”

Cambió la frecuencia de la radio y puso música clásica. Hizo el recorrido hacia el despacho escuchando la ópera de La condenación del Fausto de Berlioz. Ernesto sonrió mientras se daba cuenta de lo apropiada que era la música visto las circunstancias.

Juliette se encontraba detrás de su escritorio, tecleando vorazmente algún informe. Cuando vio a su jefe se levantó, sonriente, de su silla. Llevaba aquella mañana un magnífico vestido liso azul que realzaba su silueta.

-Buenos días señor Montoya. ¿Le preparo una taza de café?

-Sí, muchas gracias señorita O’neill. ¿Cuántos clientes tengo hoy?

La muchacha respondió enseguida, sin necesidad de mirar la agenda. El ritual se repetía cada mañana.

-Tiene usted cinco clientes esta mañana y otros tres por la tarde.

-Muy bien, muchas gracias – dijo mientras entraba por la puerta de su despacho.

- Ah, por cierto. Ha llamado hará veinte minutos el señor mayor de anoche.

Ernesto se paró en seco. Se dio media vuelta para mirar a la joven, que seguía sonriendo.

-Me dijo que le comunicara esto – tomó un papel y leyó en voz alta. “Recuerde lo que le he dicho señor Montoya y haga la cuenta. Adios”.

Ernesto se abalanzó a zancadas hacia el escritorio de su secretaria y le quitó de las manos el papel. Juliette se quedó sorprendida ante la reacción de Ernesto pero no dijo nada. En cambio Ernesto sí que habló.

-¿Desde qué número ha llamado? ¿Ha dicho su nombre?

Juliette negaba con la cabeza, asustada.

-No señor Montoya. No dijo su nombre, ni hoy ni ayer. Me dijo que era un viejo cliente suyo y que deseaba hacerle una sorpresa anoche. Y esta mañana, cuando llamó, no apareció ningún número en el display del teléfono, lo cual me sorprendió. Pero era él. Era su voz, de eso estoy segura – sentenció Juliette.

Ernesto soltó el papel y se metió dentro de su despacho, cerrando la puerta con un portazo.

El día pasaba lentamente mientras se sucedían los clientes. Le hablaban de sus problemas, temores jurídicos, fundados e infundados, estrategias de defensa…Ernesto asentía, negaba o explicaba según el caso pero su mente se encontraba lejos. Aún estaba sentado con aquél anciano de ojos blancos y destello azul.

Cuando por fin atendió al último cliente se quedó en silencio en su despacho. Juliette ya se había ido de modo que estaba solo en la oficina. Sacó un vaso, la botella de Whiskey que se encontraba medio vacía y empezó a llenar el recipiente, con la firme intención de acabar con la botella.





Día 2



Se despertó con una terrible resaca. Estaba en su cama, en su casa. No tenía ni la más remota idea de cómo había llegado allí, pero el caso, es que allí estaba.

Echó un vistazo a su rolex pero tuvo que concentrarse para confirmar lo que estaba viendo. Eran ya la once de la mañana. Llegaba tarde al trabajo. Por primera vez en treinta años se había quedado dormido.

Se levantó lo más rápidamente posible, se enfundó un traje y salió en tromba de la casa, sin afeitarse siquiera. La asistenta se quedó mirando el Porshe conforme derrapaba para salir de la avenida central.

Durante el trayecto de ida Ernesto tuvo que ponerse gafas de sol para mitigar el efecto que tenía en su cráneo. Le dolía a horrores y en su boca quedaba un regusto a vómito que le asqueaba.

Encendió su teléfono y comprobó si le habían dejado mensajes. Efectivamente. Unos treinta mensajes de voz. Todos eran de Juliette. Había tenido que cubrir las espaldas a Ernesto y decirle a los clientes que le había surgido un contratiempo.

Llamó a la oficina, tranquilizó a su empleada, la cual estaba a punto de mandar un coche policial a su mansión para comprobar si estaba bien y puso la radio. Cuando escuchó de nuevo los primeros acordes de La marcha húngara de La condenación del Fausto apagó la radio.

“Estarán repitiendo programa. Nunca escucho esa emisora a esta hora” – pensó mientras se dirigía a su oficina.

Entró como un tornado, saludó escuetamente a Juliette, que le miraba atónita, penetró en su despacho, donde se afeitó con una maquinilla que tenía ahí y pidió un café solo bien fuerte a Juliette a través del intercomunicador.

En menos de tres minutos entraba la secretaria por la puerta, visiblemente preocupada, con una taza en la mano.

-Estaba preocupada. ¿Está usted bien señor Montoya? Le veo ausente.

-Estoy bien Juliette, gracias. Espere otros diez minutos para hacer entrar al próximo cliente. Llame luego a los clientes que no he podido atender y colóquelos en horario preferente. Dígales que haré un descuento del cincuenta por ciento sobre la minuta.

La joven asintió y salió fuera del despacho. La cabeza le martilleaba. Tenía ganas de vomitar y mal cuerpo general. Hacía siglos que no se emborrachaba.

Tal y como dijo a su secretaria, el primer cliente hizo su aparición justo a los diez minutos de haberse marchado ella. Era el señor Taylor, un rico empresario de la costa Este que tenía problemas por un asunto de mobbing. Nada preocupante puesto que no había pruebas fehacientes pero ello no impedía que el empresario sudara como un cerdo cada vez que hablaba del tema a Ernesto.

Hablaron del asunto durante una hora aproximadamente, sucediéndose los clientes hasta que quedaron finalmente solos Juliette y Ernesto. Ella tamborileo la puerta del despacho antes de entrar.

-Señor Montoya. Ya he terminado mis informes. ¿Me puedo ir?

Ernesto asintió en silencio mientras miraba fijamente a la nada. En su mano se encontraba un vaso relleno de un líquido dorado.

-¿Está usted bien señor Montoya? – preguntó dubitativa la secretaria - ¿Puedo ayudarle en algo?.

-No, gracias Juliette. Me ha ayudado mucho hoy. Vaya a casa y descanse, se lo ha merecido.

Juliette dudó un instante, trató de decir algo pero se lo pensó mejor y se calló. Cerró la puerta detrás suya, dejando a Ernesto en penumbras.

Se quedó un rato en silencio, meditativo. “Joder Ernesto, ¿qué te pasa? Te asusta un viejo solamente porque te ha dicho que vas a palmar en cinco días. Eso son historias. Historias sin sentido “

Tomó un trago al whiskey y abrió el cajón de su escritorio, donde se encontraba su Colt 1911. La sacó de dentro y la puso sobre la mesa.

“La próxima vez que vea ese hijo de puta le pego dos tiros, lo juro”.

Pero al ver el arma tuvo la sensación que olvidaba algo. “Maldita sea, ha tenido que llegar la pistola que gané el otro día” - pensó, emocionado. Se levantó de un salto, salpicando el escritorio de alcohol y se fue corriendo a la oficina de la agencia de transporte para recoger el arma.

No veía el momento de abrir el paquete. Era pesado, grande, voluminoso. El peso transmitía seguridad. Entró en su museo con la caja debajo del brazo y un bocadillo que le había preparado la asistenta en la mano.

Sacó un puñal de gala del Ejército prusiano del siglo XIX y cortó las cintas de embalar de la caja con cuidado milimétrico. “A ver si voy a joder ahora el nogal”.

Una vez quitadas las cintas de la caja, se puso unos guantes blancos para impedir dejar huellas en las partes metálicas del arma y retrasar así la oxidación.

Abrió lentamente la caja. Dentro había una forma, suave y elegante, de color oscuro. Abrió un poco más la caja hasta poder ver en todo su esplendor el arma pero lo que vio le heló la sangre. Había dentro de la caja una pieza plateada. Una pieza plateada que no debería estar ahí. Una cabeza de águila plateada.

Lanzó la caja a lo lejos, horrorizado. Se levantó de la silla y miró a su alrededor. Estaba asustado. “¿Era lo que creo? – pensó.

Se acercó a la caja, que se encontraba boca abajo cerca de las hileras de rifles. En su mano estaba la daga prusiana, echada para adelante, como si quisiera apuñalar cualquier duende burlón que se ocultase en la cajita de madera.

Cuando estuvo cerca de la caja, le dio la vuelta con la punta de la daga. Dentro solamente había lo prometido. Nada más. Ni cabeza de águila plateada ni nada que se le pareciese. Ernesto se pasó una mano por la cara, repentinamente agotado. Tomó en la mano la pistola. Era magnífica y a pesar de la caída no se había estropeado en lo más mínimo.

Hubiese querido quedarse a admirar un poco más su nueva adquisición pero estaba agotado. Dejó el arma en un puesto de honor, apagó las luces y se metió debajo del edredón. Cansado. Muy cansado.



Día 3



La noche había estado salpicada de pesadillas. No recordaba ninguna pero sabía que lo había pasado mal. No estaba descansado y el edredón estaba al revés así como los cojines en el suelo. Su pijama aún exhalaba el sudor acumulado de toda la noche.

Miró su reloj, el cual apuntaba a la siete de la mañana. Se levantó sin ganas y se fue a la cocina. Se hizo un café bien cargado y un par de tostadas. Le dio dos sorbos al café y un bocado a una tostada y tiro el resto a la basura.

No tenía ganas de comer a pesar de tener hambre y no quería volverse a acostar a pesar de tener sueño. “El mundo al revés vaya”.

Se acercó a su teléfono. Tenía un par de llamadas que hacer. La primera fue para su asistenta para que se tomara el resto de la semana libre. Habló con su marido y aquello pareció no gustarle demasiado “seguro que prefiere que la mujer esté fuera a tener que aguantarla en casa” – pensó Ernesto, torciendo el gesto.

La segunda y más importante iba dirigida a la señorita O’neill. La joven cogió la llamada al segundo tono. Tenía la voz adormilada cuando contestó.

-Señorita O’neill, soy Ernesto. Cuando llegue a la oficina podría anular todas mis reuniones hasta dentro de una semana por favor.

El aparato enmudeció unos segundos que parecieron horas a Ernesto hasta que finalmente Juliette contestó.

-Claro señor Montoya. No hay problema. ¿Se encuentra bien?

-Sí sí, no se preocupe por mí señorita O’neill. Nos veremos la semana que viene.

-Bien, como diga señor Montoya.

Ernesto se despidió de su secretaria y salió fuera, a la terraza.

El nuevo día apuntaba tímidamente por encima del mar, tiñendo de rojo las crestas de las olas que iban a morir en la arena de la playa. Respiró profundamente aquel aroma a alga, agua salada y esperanza. Escuchó en el aire las notas mezcladas de las aves y el tronar de las olas.

Lo tenía todo. Pero se sentía tan solo y desamparado como cuando su madre falleció entre sus brazos. “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” Eso fue lo que le dijo su madre, momentos antes de expirar. Sin embargo lo había olvidado. Lo había olvidado por completo…hasta que vino aquel anciano a su despacho.

¿Por qué ha venido? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ha venido a joderme la vida? Se quedó un rato más ahí inclinado en la barandilla, cavilando sobre todo aquello mientras le azotaba el agua marina el rostro.

Se metió dentro de casa alrededor de las nueve de la mañana. Se fue directamente hacia su museo, como hacía siempre cuando se notaba cansado de la vida. La visión de las armas y su tacto le alentaba.

Encendió las enormes hileras de luces empotradas en el techo, se enfundó sendos guantes blancos y se dispuso a limpiar sus armas.

Aquella tarea le iba a llevar todo el día pero no le importaba. A lo mejor disparaba también un poco de pólvora en su galería de tiro, la cual se encontraba anexa a la habitación principal del museo.

Empezó por las armas largas, tanto rayadas como lisas. Las limpió con celo y mimo, susurrándoles como si fueran sus hijos. Llegó el mediodía pero no se despegó de sus queridas armas. Ni siquiera probó bocado. Al medio día le siguió la tarde, arrastrándose con mortal lentitud mientras Ernesto seguía absorto en su tarea.

Iban a dar las nueve de la noche cuando alguien tocó al timbre de su mansión. El sonido retumbó por las estancias vacías, atestadas de objetos de valor y de enseres.

No quería moverse. No quería dejar de limpiar sus armas. Siguió absorto pero la llamada de la entrada volvió a sonar. Se quedó perplejo por la hora. No era normal que alguien acudiese a su casa a las nueve de la noche. Ni a ninguna hora por otro lado.

Muy a su pesar se levantó de la silla, dejó los guantes blancos cerca de una carabina y se encaminó hasta el interfono. Vio a través de la cámara de la entrada que se encontraba un Ford mondeo estacionado delante de la verja. Conocía aquel vehículo. De hecho, lo veía cada día.

-Señorita O’neill, ¿qué hace aquí?

La voz de su secretaria surgió de dentro del turismo, titubeante y apagada.

-Señor Montoya. Es…estaba preocupada por usted. Lleva un par de día como ausente. Quería saber si usted se encontraba bien y si le hacía falta algo.

-No, en serio señorita O’neill. No hace falta que se moleste.

-Si no me molesta. Además, no pienso irme hasta comprobar que está usted bien.

Ernesto suspiró ante la insistencia de su secretaria. Reflexionó sobre si dejarla entrar o no pero, al darse cuenta que no iba de farol, pensó que igual era mejor dejarla entrar, que se tomara una copa con él y que finalmente se largara cuando pasase un par de horas. “Así me dejará en paz unos días…”

Activó la apertura de la puerta de la entrada y desactivó la cámara en cuanto vio los faros traseros del Ford metiéndose en su jardín.

Ernesto salió a la escalinata de su mansión para recibir a Juliette, la cual ya se estaba apeando del vehículo, un paquete en la mano. Llevaba un fantástico vestido de color azul escotado y unos zapatos a juego. Caminaba elegantemente hacia Ernesto, una sonrisa en la cara.

-Buenas noches señor Montoya. He traído una empanada de carne por si le apetece cenar algo conmigo.

-Muchas gracias señorita O’neill, no hacía falta que se moleste.

Ambos pasaron dentro de la mansión. Ernesto la guió hasta la sala de estar, la cual estaba presidida por una chimenea de gran tamaño y una cristalera con vista al mar.

Juliette se sentó, boquiabierta ante la decoración de la sala.

-¿Quiere tomar algo señorita O’neill? ¿Alguna copa de vino, tal vez?

Ernesto asintió y se metió dentro de la cocina. Metió la empanada en el horno, bajó a la bodega para coger un vino simplón y tomó dos copas, entregándole una a Juliette.

-Es una casa verdaderamente mágica señor Montoya.

-Gracias señorita O’neill. Puede llamarme Ernesto.

-De acuerdo –dijo Juliette mientras sonreía – en tal caso, puede llamarme Juliette.

Ernesto sonrío a su vez, incómodo por la situación. No acostumbraba a entablar charlas informales con trabajadores. Ni con casi nadie de hecho.

-Verá señor…Ernesto. Estoy preocupada por usted. En tres años que llevo trabajando para usted nunca he visto que llegara tarde al trabajo ni que tampoco no acudiese. Además, le veo pálido y preocupado.

-No es nada, de verdad. Es sólo…he recordado algo que ocurrió hace mucho tiempo, sabe. Algo que había enterrado muy dentro de mí, que había ocultado. Sin embargo, ahora ha aflorado y quiere cobrarse una víctima.

-¿Qué víctima Ernesto? – lanzó Juliette, acongojada.

-No es una verdadera victima – puntualizó Ernesto – es más respecto a lo que soy. Ya no estoy tan seguro que mi vida haya girado sobre algo importante. Verá. Mi vida está pasando y estoy solo, en una mansión enorme. No tengo familia, pero sí dinero. No tengo hijos pero sí una colección de armas que hace la envidia de los demás coleccionistas. Cuánto más me miro, más vacío me encuentro. Y parece que…

-¿Y parece que…? – inquirió Juliette.

-Parece que he fallado a mi madre…

Ernesto no podía creer que estaba hablando de esta forma. No podía ser que se sincerase de éste modo con esa ¿desconocida? Al fin y al cabo llevaba tres años conociéndola, viéndola cada día. Era atractiva, inteligente y trabajadora. Pero súbitamente se percató que no la conocía de nada más.

-Ernesto, no creo que su vida haya sido un fracaso. Es un renombrado abogado. Estoy aprendiendo muchísimo con usted. Y además…creo que no tiene pareja porque no quiere…

Se quedó paralizado. No se creía lo que estaba oyendo. Iba a decir algo ingenioso, o al menos eso quería cuando escuchó el sonido del horno. Se levantó a la vez que se disculpaba. “Salvado por la campana” pensó en sus adentros.

Sacó la empanada cuyo olor le hacía salivar y se dirigió nervioso hacia la sala de estar.

-Juliette ya está la empanada.

-Muy bien señor Montoya, pero recuerde siempre lo que le dijo su madre ante de morir – lanzó una voz quebrada, vieja y maléfica.

Ernesto puso los ojos como platos cuando vio que se encontraba sentada de espaldas a él una figura negra, encorvada donde anteriormente estaba Juliette.

Agarró con fuerza el plato de empanada y empezó a temblar. “Está aquí…está aquí” Dejó sobre un mueble la comida a la vez que cogía una lámpara de plata que se encontraba encima.

Se dirigió con pasitos prudentes hacia la figura negra. A cada paso que daba el hedor de orina y producto antipolilla se hacía más intensa. El anciano tomó en su mano huesuda y translúcida la copa de vino de Juliette y tomó un sorbo.

Sólo quedaban un par de pasos para situarse a la espalda de aquel ser.

Cuando ya estaba a su altura, la figura negra se giró y le miró con aquellos ojos lechosos, abriendo bien grande la boca desdentada, asomándole un hilillo de baba por el labio inferior.

-Ernesto, menos mal que está aquí. Me muero de hambre.

Era ya demasiado. Ernesto agarró con ambas manos la lámpara y la abatió sobre el cráneo del anciano, y volvió a abatirla. Alzó y bajó. Alzó. Y bajó hasta convertir la lámpara en un objeto sanguinolento y la cabeza del viejo en un amasijo de hueso, seso y sangre.

Pero había un problema. El viejo había huido dejando en su lugar el rostro desfigurado de Juliette.

Día 4



Ernesto se quedó toda la noche delante del cadáver de Juliette, llorando. Estaba ya rígida y fría a pesar escasamente a un metro.

Cuando sus ojos ya estaban secos y se atrevió a levantarse se dirigió hacia su taller. Allí rebuscó hasta encontrar una sierra eléctrica. Tomó una alargadera, un plástico de grandes dimensiones y volvió a la sala de estar.

El cuerpo seguía ahí, sin vida. No había salida. Realmente había matado a Juliette. Volvieron a asomarse lágrimas por sus ojos, a pesar de pensar que ya no volverían nunca a brotar lágrima alguna.

Echó en el suelo el plástico y enchufó la sierra a la corriente. Se acercó a Juliette, que ya estaba pálida. Le dio la vuelta como pudo mientras le subía por la garganta llamaradas ácidas que estuvieron a punto de hacerle vomitar. Pero pudo controlarse mientras le bajaba la cremallera del vestido.

Su cuerpo quedó al descubierto. Era un cuerpo esbelto y atlético. “Seguramente hacía deporte. Creo que me dijo una vez que iba a la piscina a nadar”.

Cuando ya le quitó la ropa interior no pudo reprimir la idea que la joven estaba dispuesta a tener una relación con él. “Joder, me he perdido un buen polvo” pensó aunque inmediatamente se sintió culpable por el comentario. Se dio dos bofetadas y siguió adelante. Tiró la ropa al fuego mientras empezó a despedazar el cuerpo.

Una hora más tarde ya tenía a Juliette metida en una bolsa de basura. Se quedó sentado un momento para tomar un poco de aire. Finalmente había tenido que vomitar un par de veces. No estaba acostumbrado a despedazar a nadie, al menos de este modo. Aunque legalmente había hecho añicos mucha más gente. Pero aquello no contaba claro.

Cuando iba asomando un nuevo día por el horizonte tomó una de sus barcas, metió dentro la bolsa donde se encontraba el cuerpo de la joven junto con una piedra de granito de su jardín, la sierra y todo aquello que Juliette había tocado en su casa y lanzó amarras.

Navegó hasta el medio día. El mar estaba en calma y no encontró a nadie de camino. Cuando ya se encontraba a varias millas de distancia de la playa, en una zona poco frecuentada lanzó la bolsa al agua.

Lo que quedaba de Juliette se hundió en el mar en calma, junto con una pieza de granito. Ernesto elevó una plegaria en silencio, poniendo seguidamente rumbo hacia casa.

Llegó al anochecer a su casa. Estaba agotado y aún le quedaba algunas cosas que destruir, como por ejemplo la ropa que llevaba cuando acabó con Juliette y una alfombra, que estaba empapada en sangre seca.

Una vez destruidas las últimas pruebas y lanzado el coche de Juliette al agua desde su playa particular, se dio una ducha caliente. Pero, a pesar del agua y del gel era incapaz de sentirse limpio. Se limpió una y otra vez el cuerpo y el pelo pero en vano. Finalmente se limitó a sentarse en la ducha y a dejar caer el agua en la nuca. El golpeteo del agua le tranquilizaba.

-Señor Montoya. Ha sido un chico malo. No creo que su madre hubiese aprobado este desliz con la encantadora señorita O’neill.

Ernesto miró asombrado hacia el origen de la voz. Apareció entre las brumas del vapor del agua el rostro huesudo del viejo desconocido. Estaba sonriendo.

Ernesto dio una patada a la figura, atravesándola. Se borró la sonrisa un instante para volver con más esplendor al momento.

-¡Lárgate hijo de puta, lárgate de mi vida! – gritó, desesperado.

-Tch tch tch señor Montoya. No hace falta tener estos modales con un viejo indefenso como yo, ¿no cree?

El abogado se irguió, trató de salir de la ducha cuando vio que la figura se acercaba a él pero tropezó en su huida. La cara del viejo flotaba hacia Ernesto, sonriente y malévola.

-No ¡NO!, me dijiste que ibas a ayudarme. Ayúdame o lárgate, maldito hijo de puta.

Siguió lanzando patadas al aire así como puñetazos. Estaba fuera de sí, sudoroso y tembloroso. Se orinó encima mientras la cara flotante del viejo se situó a un palmo de la suya.

-Señor Montoya. Recuerde también que le dije que era más difícil ayudarse a sí mismo que a los demás. Hice la primera parte. Usted está fallando en la segunda.

Entonces la figura rió. Rió con todas sus fuerzas, escupiendo un sonido gutural, oscuro y profundo mientras se iba difuminando en la nieblina del cuarto de baño.

Cuando Ernesto recobró el aliento, se largó corriendo a la cocina. Allí rebuscó hasta encontrar una botella de whiskey de la cual bebió “a morro” hasta vaciar la mitad de su contenido.

A continuación entró en su museo y se parapetó en su interior. Tomó la primera arma que se encontraba a mano y se sentó en su mesa de trabajo.

Miró el arma que tenía en la mano y observó que era la pistola napoleónica que le había llegado dos días antes. Y ahí, con una bolsa de pólvora en una mano, la pistola en la otra y lo que quedaba de whiskey en medio, se quedó dormido.



Día 5



Se quedó gran parte de la mañana durmiendo. Cuando abrió los ojos la luz del museo le cegó momentáneamente. Una horrible jaqueca le taladraba la cabeza y su estómago rugía exigiéndole alimento. Sin embargo no estaba de humor para comer.

Había matado a Juliette. Su vida estaba asomándose por el precipicio de la locura, visitado por un viejo desdentado y maloliente que le recordaba demasiado bien el fracaso que estaba significando su existencia.

En aquello estaba pensando cuando tocaron al timbre de la mansión. Miró su reloj. Era cerca de las cuatro de la tarde. Había dormido demasiado, aunque si se podía llamar aquello dormir.

Estaba dispuesto a no abrir esta vez. La última vez que abrió la puerta se encontraba sentado en el mismo sitio donde estaba en aquel momento y acabó matando a su joven secretaria.

“No pienso moverme de aquí”

Sin embargo el timbre sonó. Sonó y volvió a sonar. Cada cinco minutos aproximadamente retumbaba, zumbándole en los oídos el sonido puntiagudo.

-Señor Montoya. Hay unos señores que quieren hablar con usted. No es de buena educación hacerles esperar.

“No, joder no. Él otra vez no”.

Se giró y ahí estaba él, tratando de comer un trozo de empanada. Pero Ernesto observó que, asomando por una esquina, estaba un mechón de pelo de Juliette. No era carne normal. Era carne de Juliette. Se estaba comiendo a la joven ante sus narices.

-Salga ya señor Montoya. Le aseguro que los que quieren hablar con usted no son un modelo de paciencia.

-¡Cállate cabrón!

Ernesto se levantó de la silla y salió afuera, dejando retumbar a sus espaldas la risita del anciano.

Pero tenía razón, Los que tocaban tan insistentemente a su puerta eran seguramente policía. Iban dos personas y el vehículo era negro, con las lunas traseras tintadas. Un escalofrío le recorrió la espalda y unas gotas de sudor empezaron a asomar por su frente.

-¿Quién es? – preguntó, inseguro.

Uno de los desconocidos enseñó ante la cámara del interfono una placa policial a la vez que aclaraba que eran del FBI y que tenían un par de preguntas que hacerle acerca de una tal Juliette O’neill.

Ernesto cerró los ojos y apoyó la frente contra la pared. El frío que desprendía le reconfortó momentáneamente. No tenía más remedio que abrir la puerta, así que activó el mecanismo y dejó que los agentes penetraran en su casa y en su vida.

Fue al encuentro de los agentes afuera. “Menos mal que he tirado el puto coche de Juliette al agua” pensó mientras sonreía a los agentes con la mejor de sus sonrisas mientras les daba la mano.

-Buenos días agentes. Soy Ernesto Montoya. ¿En qué puedo ayudarles?

El agente de más edad, y que parecía llevar la voz cantante apenas le dirigió una mirada mientras se encaminaba hacia la puerta de la mansión.

-Ya sabemos quien es usted señor Montoya. Lo que queremos es hablar de un tema muy serio. ¿Da su permiso para que entremos en su casa?

-Claro claro, pasen ustedes. Están en su casa.

Ernesto entró primero y guió a los hombres hacia la sala de estar. El mismo lugar donde horas antes había acabado con la vida de la joven. Y ahí estaban ellos, buscándola. Era normal que acudiera a verle. Al fin y al cabo era su jefe.

Cuando los agentes se sentaron Ernesto los examinó con atención. El agente de mayor edad parecía curtido. Su rostro era anguloso y curtido. Los pliegues alrededor de sus ojos denotaban que había pasado tiempo a la intemperie, impresión que se veía confirmada al juzgar por el cuerpo atlético que tenía.

En cambio, el otro agente era joven, de rostro redondo y mejillas coloradas. Su cuerpo parecía flácido y sus movimientos, torpes.

A pesar de las diferencias entre ambos hombres, la vestimenta que llevaban era semejante. Traje negro, camisa blanca y corbata negra así como zapatos a juego. Negros como el azabache y relucientes como espejos.

Los agentes se negaron a tomar nada y el mayor empezó a hablar.

-¿Juliette O’neill es secretaria en su oficina verdad?

“Joder, va directo al grano”

-Exacto. Lleva unos tres años trabajando para mí. ¿Ha ocurrido algo? – aventuró Ernesto.

-Eso está por ver, señor Montoya – lanzó, escueto, el más joven.

-Efectivamente – prosiguió el agente mayor – por eso estamos aquí.

-Bien. Pues ustedes dirán.

-¿Cuándo ha sido la última vez que ha tenido contacto con Juliette? – preguntó el agente mayor.

-Pues a ver…hará…dos días. Sí, dos días. La llamé por la mañana temprano. Le comenté que no iba a ir a trabajar durante la semana y que anulase todas mis citas y reuniones.

-Ajá. ¿Y no ha tenido contacto con ella después de esto?

Ernesto fingió pensar sobre ello, negando finalmente con la cabeza.

-Pues no. Desde aquella mañana no he sabido nada más de ella.

Los agentes intercambiaron una mirada fugaz, volviendo a fijar a continuación la mirada sobre Ernesto. El agente mayor le atravesaba con la mirada.

-Es que verá señor Montoya. Resulta que ha denunciado su desaparición la compañera de piso de Juliette.

-Y lo que es más raro – prosiguió el agente joven- es que llamó a su compañera cuando estaba esperando ante su verja. Le dijo que no la esperara para cenar. Que iba a verle a usted. Que llevaba usted unos días raro.

-¿Es cierto que lleva usted unos días raro, señor Montoya? Quizás sea por eso por lo que ha anulado sus citas. Cosa que nunca ha hecho en todos estos años. – prosiguió el agente mayor. Miró al agente joven, el cual asentía con la cabeza. Parecía que todo aquello estaba ensayado de antemano.

Ernesto se meneó en la silla, incómodo mientras se rascaba la nuca con sus uñas manicurazas. No sabía qué decir. Si les daba la razón, estaba perdido y si les mentía…también. Parecía que habían hecho sus deberes antes de acudir a su casa.

El agente mayor sonrió débilmente, se acomodó aún más en el mullido sillón de Ernesto y sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un sobre blanco.

-Supongo que sabrá lo que significa esto, ¿verdad señor Montoya?.

Ernesto estaba acorralado. Claro que sabía lo que significaba. Sus muchos años como abogado le había permitido presenciar aquella situación en numerosas ocasiones, aunque los protagonistas eran sus clientes y no él mismo. En aquel sobre se encontraba la orden de detención. Su orden de detención.

Ernesto trató de parecer impasible pero su sudor le traicionaba así como que los temblores que se apoderaban de sus extremidades.

Ambos agentes se levantaron a la vez, extrayendo el agente joven de su cinturón unos grilletes negros.

-Bueno señor Montoya. Supongo que no tendrá inconveniente en acompañarnos a las dependencias, ¿verdad?

-No…no tengo ningún inconveniente – balbuceó Ernesto – pero, puedo ir a cambiarme de ropa.

Los agentes intercambiaron una mirada, hasta que el agente mayor hizo una señal vaga con la mano en dirección al abogado.

-Claro, claro señor Montoya. Tómese el tiempo que desee. Le estaremos esperando aquí.

Ernesto agradeció el gesto y se encaminó hacia su cuarto. La cabeza le daba vueltas y un dolor punzante le atenazaba el pecho. Sus piernas apenas le sostenían, por lo que tenía que sujetarse contra las paredes para poder llegar a su cuarto.

Se desnudó y sacó el primer chándal que encontró en el armario. Era un modelo ya antiguo, de principios de los 90. Cuando vio su reflejo en el espejo sonrío muy a su pesar. Parecía recién sacado de algún videoclip de Mc Hammer…

Una vez vestido preparó un pequeño macuto que se colgó del hombro y caminó hacia su perdición. Mientras caminaba de vueltas a la sala de estar donde se encontraban los Agentes los escuchó hablar, a lo lejos.

Sus voces eran tranquilas, casi divertidas al juzgar por el tono. Parecían hasta felices. Pero de repente, escuchó una tercera voz. Una voz quebradiza, resbaladiza…húmeda. “Otra vez él…está aquí…Otra vez…” Se quedó paralizado.

Dejó caer el macuto en el pasillo y tuvo que apoyarse nuevamente contra la pared. Su respiración estaba agitada, su pecho se elevaba descompasadamente. “Joder…¿qué hago? ¿qué hago?”

Antes que le responda su parte lógica sus piernas tomaron el control. Salieron corriendo, arrastrando el cuerpo de

Ernesto hacia el museo. Pasó como una exhalación ante los agentes y entró en tromba en su museo. Cuando cerró a cal y canto la puerta escuchaba las voces al otro lado llamándole. Aporreaban la puerta con los puños, los pies y las empuñaduras de sus armas de polímero.

-¡Montoya, no agrave su caso!- gritaba el agente mayor – ¡Abra ya!

Pero Ernesto hacía caso omiso. Aquella sala era inexpugnable y nada ni nadie podía entrar. Bueno, menos “ÉL”. El viejo baboso con olor a naftalina. El viejo que todo lo sabía. El viejo y maldito hijo de puta que le había destrozado la vida.

Ernesto rebuscaba en sus armas hasta que por fin tomó en su mano una que le parecía adecuada. Se sentó sobre su silla y sacó una bolsa de pólvora. De fondo se escuchaba los furiosos golpes de los agentes del FBI que empezaban a gritar a sus emisoras.

Y del fondo de su ser surgía otro furioso grito. Aunque no era un grito. Era una risa. La risa siniestra del viejo. Surgía de las entrañas de Ernesto y se elevaba por su esófago y se desparramaba por la sala, llenando hasta el último recoveco de razón que quedaba.

Y cuando su boca vomitó aquella risa que se mezclaba con su propio llanto, Ernesto tenía ya preparada su pistola napoleónica 1814 tipo 1 y la estaba introduciendo en su boca. Sus papilas gustativas llevaron a su cerebro el sabor de la madera de nogal así como del metal dorado. Iba a ser lo último que probaría. Esto, y plomo.

El disparo rasgó el aire pero quedó oculto bajo los golpes descompasados de los agentes, que aún trataban de abrir la puerta blindada.



El velatorio de Ernesto tuvo lugar tres días más tarde, tras haberse efectuado la autopsia. Los funcionarios no encontraron ningún tipo de enfermedad mental ni tampoco ninguna intoxicación por drogas o alcohol.

La sala en la que se encontraba el cuerpo de Ernesto se ubicaba al final de un largo pasillo del tanatorio. La soledad de la sala dedicada a los familiares de Ernesto contrastaba con las aglomeraciones dolientes de las demás familias que se encontraban diseminadas por el pasillo y las distintas salas colindantes. Nadie había acudido a rendirle el último tributo ni a dejar caer ninguna lágrima por su alma. Se encontraba en esta nueva morada tan sólo como en la última.

Cuando sólo faltaba una hora antes que acudieran los trabajadores del tanatorio a recoger el cuerpo y darle sepultura en el cementerio municipal una figura negra se abría paso, lenta e inexorablemente entre familiares y amigos de los vecinos de circunstancias del abogado.

El bastón se movía con determinación entre aquellos seres llenos de vida, lanzando aciagos ecos cuando penetró en la sala de velatorio de Ernesto.

La figura negra y encorvada se aproximó al féretro abierto a pasitos cortos y, una vez situado a su lado se quedó inmóvil. Posó una mano sobre la madera barnizada del ataúd y aproximó sus labios a la frente del cadáver del abogado.

Los labios resecos del viejo desconocido depositaron un beso baboso sobre la frente. Restos de baba se deslizaron lentamente por la frente hasta caer por la sien. Parecía un caracol translúcido cuyo rastro desapareció cuando penetró en el oído de Ernesto. Cuando esto ocurrió ya se había esfumado la figura encorvada, pero su marcha no impedía que su voz retumbara dentro de los tímpanos exánimes de Ernesto.

-Ve señor Montoya lo difícil que es ayudarse a sí mismo. Debería de haber aprendido de su madre. Adiós, señor Montoya. O mejor dicho. Hasta pronto.

Dentro de la sala vacía del tanatorio no había más que silencio, roto únicamente por la risa desencajada de un viejo que hacía ya media hora que se había marchado de aquel lugar.

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