María caminaba por el
laberinto boscoso que la engullía cada vez más. Aunque, a diferencia de los
demás laberintos, éste se movía, envolviendo la joven silueta de María hasta escupirla
en cualquier esquina imposible.
Las paredes juguetonas
estaban formadas por árboles milenarios y sus cortezas, al suave tacto de las
manos de la joven, susurraban extraños sonidos que María no conseguía descifrar.
En el aire flotaba un dulce
aroma a fruta madura y a vainilla seca y los escasos destellos de sol que
conseguían arrastrase por las copas de los árboles arrojaban hilillos de luz en
la penumbra del bosque.
Sin embargo, María no sentía
miedo, sino curiosidad. Desconocía cuánto tiempo llevaba deambulando por aquel
sueño pero lo cierto es que se sentía segura. De todos modos, tarde o temprano
me despertaré- opinaba ella, segura de sí misma.
Prosiguió la marcha hacia
donde le indicaban los árboles, los cuales seguían inclinándose ante ella, abriéndole
así el paso.
Tras un giro inesperado María
irrumpió en una especie de claro. Todo estaba sumido en la penumbra salvo por
un halo de luz concentrado sobre una figura negra que descansaba bajo un gran
árbol.
María miró extrañada un
momento a la forma humana que estaba colocada en posición fetal, de espaldas a
ella. Era la primera figura humana que veía desde que había penetrado en el
sueño y no parecía ser un buen augurio.
Sin embargo se dirigió con
pasitos cortos hacia el cuerpo ennegrecido que se hallaba junto a aquel tronco
retorcido. El olor del lugar, antes agradable, se volvía cada vez más rancio y
amargo a cada paso que daba en dirección a la figura inerte.
Quedaba poco para llegar al
cuerpo. Unos pasitos más y habría llegado. A María se le empezaba a encoger el
corazón conforme iba acercándose. Cuando faltaban solamente cinco metros se dio
cuenta que no era un cuerpo normal sino un cadáver carbonizado.
Cuando por fin llegó a la
altura de la figura tocó su hombro, insegura. Sintió como el tacto de la piel era desagradable, parecido
al de un cartón ondulado que se hubiera quedado durante mucho tiempo al sol.
María retiró la mano del
cadáver y se dispuso a levantarse cuando la cabeza del cuerpo se giró hacia
ella. Aquello paralizó a María en el sitio, incapaz de moverse y de gritar. Un
miedo visceral le atenazó el cuerpo entero, soltándole el vientre. El rostro
deforme la miraba con sus cuencas vacías, dedicándole una sonrisa siniestra,
torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba.
De su cabeza pendían varios
mechones otrora rubios, descansando sus puntas sobre las vértebras salientes
del cadáver. Pero lo que más miedo le dio a María no fue contemplar aquél
rostro consumido por el tiempo y el fuego, sino reconocer que aquella cara era
la suya propia. Gritó.
De repente abrió los ojos.
Estaba tumbada en su cama, acurrucada y con el edredón agarrado, como si
temiese caer al vacío de la locura. Había pasado una mala noche, lo notaba. Su
pijama estaba empapado en sudor, su cubrecama estaba sacado y se arremolinaba
bajo sus pies. Incluso el edredón estaba al revés.
Pero había algo más. Estaba
el sueño, sí, pero…había pasado algo más. Esta certeza y no recordar el qué
había pasado le creaba a María una sensación de vacío y derrota. La ansiedad le
subía por el estómago y tuvo que cerrar los ojos para tratar de tranquilizarse.
-A ver, piensa. ¿Anoche qué
pasó?
Así, con los ojos cerrados y
agarrada al edredón, María se zambulló en sus recuerdos. Le venían a la mente
pequeños fragmentos inconexos. Se veía a sí misma cenando, con otros tres
amigos. – Vale, vale, estaba con Juan, Ana y Felipe – reflexionó María.
A continuación observaba
desde las alturas como ellos tres y María a la cabeza empezaron a charlar y
beber Ron a palo seco, divirtiéndose jugando a Karaoke. De ahí los recuerdos la
lanzaron al cuarto de baño, mientras le daba palmaditas a Felipe, que vomitaba
la cena y el Ron en el retrete. Apoyados en el marco de la puerta, los demás
reían.
Cuando trató de concentrarse
en aquello la memoria jugó con ella y la devolvió al momento en el que entraron
en casa sus huéspedes. Era el cumpleaños de María. Cumplía veinte años y venían
a cenar aquellos amigos. En sus manos tenían regalos y una botella de cava
envuelta en un lazo rojo.
Luego se apagó la luz de los
recuerdos. No acudía nada más a su mente. María se giró sobre si misma, aún en
la cama, y se quedó mirando la puerta de su dormitorio. Hay algo más. Lo sé.
Pero qué?- se preguntó a sí mismo la joven.
Mientras se esforzaba por
recuperar los recuerdos esquivos, observó que algo no debía de estar ahí. Eran
huellas de color rojo que iban desde la puerta de su cuarto hasta su cama.
María parpadeó repetidas veces, incapaz de entender lo que significaba aquello.
Eran pisadas femeninas, estrechas y pequeñas de un color rojo vivo. Tan rojo
como la propia sangre. Y lo peor de todo es que apuntaba a su cama.
María se irguió lentamente
hasta sentarse en la cama. No podía dejar de mirar aquellas huellas que la
señalaban con su reguero sangriento. Sacó un pie de la cama y luego otro. Pero
lo que vio fue aún más desconcertante. Sus pies estaban envueltos en una
mortaja de sangre coagulada.
Gritó cuando observó aquello.
Trató de arañar la sangre seca de sus pies. Pequeños restos se iban
desprendiendo hasta quedar abandonados en el suelo. María estaba sumida en una
cada vez mayor desesperación. Quería quitarse aquella sangre que a primera
vista no era suya. Cuando más se trataba de limpiar, más restos quedaban
aprisionados bajo sus uñas.
Estaba aterrorizada. Gritaba,
tratando de quitarse la mugre roja con el edredón. Lo lanzó seguidamente al
suelo, dejando destapada la cama. En ella, vio un gran charco de sangre
coagulada. En medio de aquel charco se encontraba la cabeza de Felipe, con la
piel desgarrada allí donde antaño estaba el cuello.
María se cayó al suelo,
pataleando para salir de aquel infierno rojo. Se levantó y echó a correr hacia
la puerta. Cuando la abrió vio otro reguero más de sangre que recorría todo el
pasillo. Se quedó inmóvil ante aquella visión. Había un tronco humano en medio
del pasillo. Parecía el cuerpo de Ana.
María se empezó a arañar la
cara y tirarse del cabello. –No ¡NO! ¿Qué he hecho? – gritaba, fuera de sí la
joven. Emprendió la huída hacia el comedor, para tratar de salir del piso. No
quería mirar más. Iba con los ojos cerrados. Pero el olor dulzón de la sangre
estancada le llenaba la nariz, subiéndole la bilis por la garganta.
Trató de abrir la puerta del
piso pero era imposible. Parecía que estuviera cerrada con llave. Se giró sobre
sí misma y trató de buscar en su bolso las llaves pero allí no estaban. Ni ahí
ni en su chaqueta.
Volvió al comedor. Ahí se
encontraba el cuerpo de Juan, inclinado sobre la mesa, un cuchillo clavado en
la nuca. María hizo caso omiso al cuerpo y agarró el teléfono. Tecleó el número
de emergencia y aguardó, impaciente. Pero, en vez de escuchar los tonos de
llamada surgió del auricular un sonido familiar a María. Era apenas un susurro
pero lo escuchó nítidamente: ¡Matrak Kunjatil fatrak! Era el susurro de los
árboles de su sueño.
María lanzó a lo lejos el
teléfono inalámbrico y se hizo un ovillo en una esquina del comedor. El aire
del piso se volvió denso y el susurro arbóreo llenó por completo el piso,
subiendo hasta tal punto de intensidad que María tuvo que taparse los oídos con
las manos.
Ya no podía más. Era demasiado.
Con los oídos aún tapados se dirigió hacia la cocina. Abrió el frigorífico.
Apartó del interior la cabeza de Ana sin demasiados miramientos y agarró la
botella de cava. Los susurros dejaron paso a gritos ensordecedores. ¡Matrak
Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, ¡Matrak Kunjatil fatrak!, repetía
sin cesar las voces oníricas.
María estaba llorando. Su
rostro estaba magullado por sus propias uñas y unos regueros rojos le cruzaban
la cara. Agarró con determinación la botella de cava, tomó una botella de ron medio vacía que quedaba en la encimera y se roció la cabeza. El
alcohol la empapó completamente, pegándole el pijama contra su cuerpo esbelto. Tras buscar frenéticamente en varios cajones de la cocina, encontró finalmente un encendedor. La joven apretaba los dientes tratando de rechazar los gritos que
los árboles de su sueño lanzaban a su alrededor.
Cuando por fin encontró el
encendedor se prendió fuego. Recorrió el comedor mientras estaba en llamas,
envuelta en las palabras desconocidas que los árboles le gritaban.
Finalmente aterrizó contra un
coche, cinco plantas más abajo. Cuando acudieron los bomberos a apagar el
cuerpo en llamas de la joven pudieron ver en su rostro una sonrisa siniestra,
torcida por el lado donde la mandíbula se descolgaba
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