viernes, 10 de febrero de 2012

De sangre y chillidos


A pesar del frenético parpadeo la visión no desaparecía. Seguía apareciendo ante si una figura humana barbuda, ataviada con un delantal otrora blanco salpicado de sangre. A su lado, un barreño lleno de los restos mortales de sus hermanos dejaba regueros de sangre sobre una mesa de acero pulido.
            Atrás quedaban las imágenes de los bosques en los que se había criado junto a sus hermanos. Habían sido días felices en los cuales podían correr libremente entre los árboles en íntima comunión con la naturaleza. Pero no eran más que destellos caducos, enfrentados con la cruda realidad del Ahora.
            La figura afilaba un cuchillo con gesto experto, echando una ojeada de vez en cuando a su futura víctima. Un miedo atroz le atenazó y trató de huir. Pero estaba sujeto por bridas de cuero y toda posibilidad de escapatoria estaba vetada.
            Pataleó, lanzó chillidos agudos pero la figura humana permanecía impasible, afilando el largo cuchillo. La figura emitió entonces unos sonidos extraños, contestados por otra figura femenina que hizo su irrupción en la sala blanca en la que se encontraban.
            La mujer traía una gran olla humeante. Sabía lo que era. Lo había visto usarse antes con sus hermanos. Tras dejar la olla sobre una mesa, la mujer se acercó y miró con cansancio a su nueva víctima para dirigirse seguidamente al barreño.
            Una vez ahí la vio agarrar trozos de músculo de sus hermanos e introducirlos en una máquina metálica provista de una manivela de madera. En el otro extremo del artilugio salía la carne triturada, lista para usarse.
            Volvió a mirar a la figura barbuda. Parecía satisfecho con el afilado. Entonces se dirigió sujetando con firmeza su arma hacia su nueva presa. Cuando estuvo a escasos centímetros puso sentir el hedor a muerte que emanaba del barbudo ensangrentado. El vientre se le soltó y empezó a defecarse encima, mirando aterrado como la figura le colocaba una mano en el pecho y dirigía la punta del cuchillo hacia su cuello.
            Debía huir, lo sentía en lo más profundo de su ser. Aquella persona le iba a hacer daño, tanto daño como le hizo a sus hermanos. Pero lo tenían prisionero.
            Chilló con fuerza hasta que el acero afilado penetró con suavidad por su cuello musculoso, lanzando entonces un gran caño de sangre en un cubo verde que se encontraba a los pies de la figura barbuda. Sus chillidos se ahogaron en un repugnante gorgoteo sanguinolento.
            Su visión iba difuminándose mientras los estertores de la cercana muerte se apoderaban de su cuerpo. Finalmente su vida se apagó, bañado por el calor de su propia sangre, rodeado de sus hermanos muertos.
            No sintió como la figura femenina le roció con agua hirviendo. Ni cuando lo descuartizaron y colgaron sus cuartos traseros en una sala.
            Al fin y al cabo era lo que se esperaba de él. Morir como un buen cerdo para que pudieran disfrutar los clientes del hombre barbudo del mejor jamón ibérico.

De sangre y chillidos por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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