A
pesar del frenético parpadeo la visión no desaparecía. Seguía apareciendo ante
si una figura humana barbuda, ataviada con un delantal otrora blanco salpicado
de sangre. A su lado, un barreño lleno de los restos mortales de sus hermanos
dejaba regueros de sangre sobre una mesa de acero pulido.
Atrás quedaban las imágenes de los
bosques en los que se había criado junto a sus hermanos. Habían sido días
felices en los cuales podían correr libremente entre los árboles en íntima
comunión con la naturaleza. Pero no eran más que destellos caducos, enfrentados
con la cruda realidad del Ahora.
La figura afilaba un cuchillo con
gesto experto, echando una ojeada de vez en cuando a su futura víctima. Un
miedo atroz le atenazó y trató de huir. Pero estaba sujeto por bridas de cuero
y toda posibilidad de escapatoria estaba vetada.
Pataleó, lanzó chillidos agudos pero
la figura humana permanecía impasible, afilando el largo cuchillo. La figura
emitió entonces unos sonidos extraños, contestados por otra figura femenina que
hizo su irrupción en la sala blanca en la que se encontraban.
La mujer traía una gran olla
humeante. Sabía lo que era. Lo había visto usarse antes con sus hermanos. Tras
dejar la olla sobre una mesa, la mujer se acercó y miró con cansancio a su nueva
víctima para dirigirse seguidamente al barreño.
Una vez ahí la vio agarrar trozos de
músculo de sus hermanos e introducirlos en una máquina metálica provista de una
manivela de madera. En el otro extremo del artilugio salía la carne triturada,
lista para usarse.
Volvió a mirar a la figura barbuda.
Parecía satisfecho con el afilado. Entonces se dirigió sujetando con firmeza su
arma hacia su nueva presa. Cuando estuvo a escasos centímetros puso sentir el
hedor a muerte que emanaba del barbudo ensangrentado. El vientre se le soltó y
empezó a defecarse encima, mirando aterrado como la figura le colocaba una mano
en el pecho y dirigía la punta del cuchillo hacia su cuello.
Debía huir, lo sentía en lo más
profundo de su ser. Aquella persona le iba a hacer daño, tanto daño como le
hizo a sus hermanos. Pero lo tenían prisionero.
Chilló con fuerza hasta que el acero
afilado penetró con suavidad por su cuello musculoso, lanzando entonces un gran
caño de sangre en un cubo verde que se encontraba a los pies de la figura
barbuda. Sus chillidos se ahogaron en un repugnante gorgoteo sanguinolento.
Su visión iba difuminándose mientras
los estertores de la cercana muerte se apoderaban de su cuerpo. Finalmente su
vida se apagó, bañado por el calor de su propia sangre, rodeado de sus hermanos
muertos.
No sintió como la figura femenina le
roció con agua hirviendo. Ni cuando lo descuartizaron y colgaron sus cuartos
traseros en una sala.
Al fin y al cabo era lo que se
esperaba de él. Morir como un buen cerdo para que pudieran disfrutar los
clientes del hombre barbudo del mejor jamón ibérico.
De sangre y chillidos por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://desvariosnocturnosdeuncuerdo.blogspot.com/.
De sangre y chillidos por T. L. Pérez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://desvariosnocturnosdeuncuerdo.blogspot.com/.
No hay comentarios:
Publicar un comentario