martes, 7 de febrero de 2012

La visita

Iban a dar la ocho de la tarde cuando Ernesto Montoya hizo una sobrepuja de once mil dólares. Faltaban sólo cinco minutos para que se cerrasen las líneas y por ahora iba en cabeza.

La pieza merecía la pena. Una fantástica pistola de la época napoleónica, modelo 1814 tipo 1 “Gardes du Corps du Roi”. Iba a quedar fantástica en su colección. Los minutos se arrastraban lentamente. Se agitaba, incómodo e inquieto en su sillón. Las cifras permanecían en verde, lo que significaba que seguía ganando aquel lance. Tenía que estar pendiente. Los momentos críticos se daban en los últimos segundos.

Sin embargo, por esta vez no hubo sobresaltos. Se la había llevado. “Estupendo, otra más” pensó mientras realizaba el pago por PayPal a la Casa de Subasta. Once mil euros para él no era ningún problema. Tenía dinero de sobra así como una sala de museo dentro de su mansión.

Con el tiempo tenía una colección más que honorable. Unos doscientos rifles de todas las épocas y alrededor de quinientas pistolas. Todo un récord. De hecho, algunos museos tocaban regularmente a su puerta. No para comprarle nada, sino para vender. Eran unas auténticas gangas. Y es que los museos públicos andaban escasos de fondos y se deshacían de las armas. Al fin y al cabo tenían mala prensa hoy día.

Una vez realizado el pago recibió un mensaje de la Casa de Subasta, informándole que recibiría la pistola en unas 48 horas. Leído el email se recostó sobre su sillón de cuero, sacó un habano de una cajita de madera y le dio unas caladas intensas, satisfecho. Era un gran momento y había que disfrutarlo.

Cerró los ojos y fantaseó sobre las curvas de la nueva arma que había adquirido. Sus formas sutiles, de nogal y acabado dorado le entusiasmaban. Vivía para eso. Para eso y su trabajo.

El intercomunicador que había en su despacho crepitó. Del aparato surgió la voz metálica de Juliette O’neil, su secretaria. Era una joven hermosa de veinticinco años, recientemente graduada en derecho. Pensaba que era buena idea trabajar para el abogado de mayor renombre de la ciudad. Aquello halagaba a Ernesto. Le encantaba que le reconocieran su valía. Pocas personas eran capaces de cobrar una minuta de doscientos dólares la hora. Y su agenda estaba más que apretada.

-Señor Montoya. ¿Me da permiso para irme, ya han dado la ocho y…

-Sí sí señorita O’neill. Descuide. Vaya a casa. Nos veremos mañana – dijo Ernesto mientras hacía círculos azules con el humo de su habano.

-Muchas gracias señor Montoya. Por cierto. Ha venido ahora mismo un cliente. Dice que es urgente. No tenía cita.

Ernesto miró el reloj chapado en oro que tenía en el escritorio y vio que eran ya las ocho y cuarto de la tarde. No tenía costumbre de atender a nadie al menos que tuviera cita previa. Aquello respondía en parte a una razón de marketing. Al faltarle huecos en la agenda su hora podía cotizarse más cara. Pero estaba de excelente humor aquella noche.

-Bien, gracias Juliette. Dile que pase.

La voz metálica asintió y pocos segundos más tarde entraba en su despacho un hombre viejo, encorvado por el peso de los años. Su pelo, ralo y blanco, permitía ver las manchas que la edad había pintado en su piel.

El hombre se acercó, tembloroso hacia la silla que estaba situada frente a Ernesto. En su caminar se ayudaba de un bastón de caoba cuyo puño estaba decorado con la cabeza de un águila real plateada. La mano que empuñaba aquella figura era huesuda y manchada.

Cuando se hubo sentado Ernesto pudo ver los ojos del cliente. Estaban cubiertos por una película blanca que dejaba únicamente entrever un tenue reflejo azul, lejano e inaccesible. A pesar de ello no parecía que el anciano tuviera problemas para ver.

“Dios mío, tendrá al menos cien años” pensó Ernesto para sus adentros.

-Buenos días caballero. Soy Ernesto Montoya. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

El anciano giró su lengua varias veces en su boca desdentada, asomando por la comisura de sus labios un filo hilillo de baba. Unas gotas cayeron en su traje a medida.

“Madre mía…está senil…igual tengo que llamar a emergencias, a ver si se les ha escapado un viejo multimillonario de la residencia…”. Aquella idea hizo sonreír a Ernesto, que se inclinó hacia delante para poder escuchar al anciano.

-Señor Montoya, me temo que no me he escapado de ninguna residencia y descuide. No estoy senil – lanzó el cliente con una voz firme que contrastaba con la aparente imagen de fragilidad que transmitía.

Ernesto se quedó paralizado. Trató de articular algo inteligente pero su mente trabajaba demasiado rápido para poder mandar algo coherente a la boca.

-Venga señor Montoya. Escúpalo de una vez, que se hace tarde – lanzó el cliente mientras emitía una risita aguda.

-¿Quién es usted?

-Señor Montoya. Podría ser más original. Dos frases, una misma pregu. aLe tenía por una persona más inteligente.

Ernesto se levantó de repente, apoyando con fuerza las palmas de sus manos en el escritorio tallado de su despacho.

-Quiero saber como se llama y qué quiere o llamo a la Policía.

El cliente sacudió la cabeza lentamente de izquierda a derecha apoyando ambas manos en el pomo plateado de su bastón.

-Señor Montoya. Los nombres van y vienen. Son etiquetas. No importan lo más mínimo, señor Montoya. Y respecto al objeto de mi visita he de decirle que vengo a ayudarle.

-¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué?. – preguntó, frunciendo el ceño.

-Querido señor Montoya. Ayudarle a usted consigo mismo, por supuesto. ¿Hay algo más difícil que ayudarse a sí mismo? Ayudar a los demás es fácil. Cuando se ve a una persona mayor con la bolsa de la compra, se la cogemos. ¡Hasta se la subimos a casa si hace falta!. Pero amigo…ayudarse a uno mismo…. Es otra historia. Para eso hay que conocerse a sí mismo antes.

Para Ernesto ya era suficiente. El viejo estaba rematadamente loco. Se dirigió hacia la puerta de su despacho, la abrió y se giró hacia el recién llegado.

-Hágame usted el favor de irse de mi despacho. Tengo mucho trabajo que hacer. Si no se quiere ir me veré en la obligación de llamar a la Policía…o a un centro de internamiento.

Sin embargo, el anciano no se movió ni un ápice. Seguía mirando al frente como si aún siguiera sentado frente suya Ernesto.

-¿Recuerda señor Montoya lo que le dijo su madre cuando se estaba muriendo? Creo recordar que era algo así como “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” –sentenció el anciano, alzando una mano en el aire - ¿Cuántos años tenía usted señor Montoya? Creo que diez. Estaba usted solo, en el hospital. Su padre andaba en algún viaje de negocios. ¿Me equivoco?

Ernesto se quedó pálido. Cerró la puerta muy lentamente. Le daba miedo acercarse al anciano. “¿Quién coño es? ¿Un enfermero de entonces tal vez? – reflexionó.

-¿Cómo sabe todo esto?.

El cliente empezó a temblar. Daba pequeños saltitos sobre la silla. Ernesto se encaminó hacia su silla de escritorio y observó que el anciano estaba riendo. Sus ojos lechosos eran tan inexpresivos como el fondo de un pozo pero sin embargo parecían burlarse del abogado.

-Señor Montoya. Lo que sé, lo sé y punto. Siempre queremos saber los por qués. No hay ningún por qué. Hay hechos y punto. Las cosas suceden por mucho que queramos a veces cambiar el rumbo de nuestra vida. Y me temo, señor Montoya que este momento es para usted de crucial importancia, señor Montoya.

-¿Por qué tendría que tener importancia para mí esta visita? No me ha respondido a nada. Ni siquiera sé su nombre. Respecto a las últimas palabras de mi madre, es muy probable que usted haya estado en el hospital donde falleció, hace ya cuarenta años. Yo era un crío y no era consciente de todo lo que me rodeaba. Es muy posible que usted estuviese husmeando cerca y que haya escuchado aquello.

-Claro señor Montoya, claro. Veo que sigue tan lógico como siempre. – el anciano aspiró ruidosamente las babas, que se estaban derramando de nuevo por sus labios - por eso vengo ahora, cuarenta años más tarde para…

-Para chantajearme – le cortó Ernesto, cortando súbitamente la palabra al viejo – soy una persona rica, por eso viene usted aquí, a intentar sacarme una fortuna contándome una historia sin pie ni cabeza.

El anciano reflexionó un momento. Se rascó la nuca y volvió a sonreír.

-Pues mire, lo que dice tiene sentido. Y podría incluso ser cierto. Pero no pido limosnas señor Montoya. Tengo todo lo que necesito. Nada me sobra, ni nada me falta. Puede creerme si le digo que mi ayuda es total y absolutamente altruista.

Ante aquella palabra Ernesto bufó. No creía en el altruismo. Sólo creía en la competencia, el libre mercado y en tener bien surtidas sus cuentas corrientes así como su colección de armas antiguas. Lo demás, le importaba bien poco. Además, siempre había considerado que la gente que se autoproclamaba altruista eran realmente personas hipócritas que querían ganarse algo a cambio. Algunos era el reconocimiento social, otros en cambio, era el cielo. Falsos e hipócritas, eso eran aquellos “altruistas”.

-No creo en el altruismo...- soltó de repente Ernesto.

-Pues debería creer en ello señor Montoya. La civilización no habría podido desarrollarse sin algún grado de altruismo.

Ernesto se encogió de hombros y se reclinó en su asiento. Ya había conseguido la iniciativa de nuevo.

-Le doy cinco segundos para convencerme que no le eche a patadas de mi oficina señor…lo que sea.

-Usted morirá en cinco días señor Montoya.

No, a pesar de lo que creía Ernesto, no había tomado la iniciativa. De hecho, la sangre se le heló cuando escuchó aquello.

-¿Es…es acaso una amenaza, viejo mierda? – dijo atropelladamente Ernesto mientras rebuscaba en el cajón de su escritorio una Colt 1911 del calibre 45. Cuando la encontró encañonó al cliente que se hallaba ante él.

-¿Acaso cree que me voy a dejar amenazar en mi propio despacho, por un viejo apestoso y baboso sabelotodo, eh? – continuó Ernesto, visiblemente alterado – pues NO, se equivoca señor “me-la-suda-su-nombre”. Lárguese de aquí. Ahora mismo. – Ernesto ya gritaba, fuera de sí.

El anciano no se alteró lo más mínimo. Cualquiera sabría que el efecto de un calibre 45 en una cabeza humana era capaz de hacer un agujero del tamaño de una sandía. Pero no parecía inquietarle lo más mínimo aquél detalle.

-Señor Montoya, solamente he venido a comunicárselo…para ayudarle. No gano nada con esto, créame. Descuide, ya me marcho. Le agradezco sinceramente su tiempo.

El anciano se levantó pesadamente de la silla, apoyándose en su bastón de caoba y puño de águila plateada y salió por la puerta sin mediar palabra alguna. Cuando cerró tras de sí Ernesto permanecía con la boca desencajada, apuntando hacia la silla en la cual se había sentado señor Desconocido.

Una vez más tranquilo se echó un buen vaso de whiskey doble, sin hielo. “¿Quién cojones era este tío? – se dijo, “qué querría? Igual le he pillado desprevenido cuando me he dado cuenta que quería chantajearme y al ver mi reacción se ha largado corriendo, el rabo entre las piernas”

Aquella idea le tranquilizaba. Era lógico. Tal como lo veía, el viejo había seguramente trabajado en el hospital donde había fallecido su madre, hacía ahora cuarenta años. Fue en aquél momento cuando escuchó aquella conversación entre una madre y un hijo. Aquellas palabras le habrían acompañado toda la vida y ahora, en el ocaso de la suya propia, habría decidido chantajear a aquel crío de diez años, convertido en un abogado de renombre. No era difícil seguirle la pista puesto que solía copar a menudo las primeras planas de los diarios, tanto locales como nacionales.

“Quizás el viejo quiere darle una buena herencia a sus hijos, o a sus biznietos, quién sabe” – reflexionó Ernesto mientras saboreaba el líquido dorado, envejecido en barriles de roble blanco.

Una hora más tarde volvió a su casa. Estaba cansado y aquella visita le había puesto incómodo. Cuando los faros de su Porshe Cayenne barrieron la verja de su casa se sintió mejor. Más seguro. De todos modos se había traído consigo la Colt. Por si acaso.

El vehículo se encaminó en el camino central de su chalet, el cual se encontraba suspendido sobre un risco, que daba al mar. El diseño de la casa era moderno, sin curvas. Sólo ángulos rectos, fuertes y duros. Sin una sola muestra de dulzura o sumisión. Como era él mismo. Un hombre hecho a sí mismo…para sí mismo.

Aparcó el coche delante de la casa y entró en la vivienda. Dentro, la chimenea crepitaba e impregnaba la sala de estar de un olor particular. De fondo, unas notas musicales de la Ópera de Verdi flotaban en el aire. Tenía programada su casa para que a una determinada hora se encendiese la hoguera y se activase la música.

Tras picotear algo de comida que le había dejado la asistenta en el frigorífico se dio una ducha larga y placentera. Una vez en pijama entró en su museo. Ahí estaban colgadas todas sus armas. Se sentó en una banqueta y cogió una carabina de la era napoleónica de la Guardia Imperial del año IX, que correspondía al año 1777.

El tacto de la carabina y la cercanía de tantas armas de fuego infundieron seguridad a Ernesto, pudiéndose dormir finalmente, la Colt colocada bajo la almohada.

Día 1



Se levantó como hacía cada día a las ocho de la mañana. Desayunó frugalmente, se vistió con un buen traje hecho a medida y tomó su coche para acudir al trabajo.

Puso la radio y escuchó las noticias. Nada reseñable. Algunos casos de corrupción de varios políticos, desastres naturales, la crisis económica seguía azotando las clases medias y bajas y algunos iluminados situaban el fin del mundo cerca, al parecer por una estimación de los mayas.

“Claro, como el iluminado de anoche” – pensó – “hay que ver como está la gente”

Cambió la frecuencia de la radio y puso música clásica. Hizo el recorrido hacia el despacho escuchando la ópera de La condenación del Fausto de Berlioz. Ernesto sonrió mientras se daba cuenta de lo apropiada que era la música visto las circunstancias.

Juliette se encontraba detrás de su escritorio, tecleando vorazmente algún informe. Cuando vio a su jefe se levantó, sonriente, de su silla. Llevaba aquella mañana un magnífico vestido liso azul que realzaba su silueta.

-Buenos días señor Montoya. ¿Le preparo una taza de café?

-Sí, muchas gracias señorita O’neill. ¿Cuántos clientes tengo hoy?

La muchacha respondió enseguida, sin necesidad de mirar la agenda. El ritual se repetía cada mañana.

-Tiene usted cinco clientes esta mañana y otros tres por la tarde.

-Muy bien, muchas gracias – dijo mientras entraba por la puerta de su despacho.

- Ah, por cierto. Ha llamado hará veinte minutos el señor mayor de anoche.

Ernesto se paró en seco. Se dio media vuelta para mirar a la joven, que seguía sonriendo.

-Me dijo que le comunicara esto – tomó un papel y leyó en voz alta. “Recuerde lo que le he dicho señor Montoya y haga la cuenta. Adios”.

Ernesto se abalanzó a zancadas hacia el escritorio de su secretaria y le quitó de las manos el papel. Juliette se quedó sorprendida ante la reacción de Ernesto pero no dijo nada. En cambio Ernesto sí que habló.

-¿Desde qué número ha llamado? ¿Ha dicho su nombre?

Juliette negaba con la cabeza, asustada.

-No señor Montoya. No dijo su nombre, ni hoy ni ayer. Me dijo que era un viejo cliente suyo y que deseaba hacerle una sorpresa anoche. Y esta mañana, cuando llamó, no apareció ningún número en el display del teléfono, lo cual me sorprendió. Pero era él. Era su voz, de eso estoy segura – sentenció Juliette.

Ernesto soltó el papel y se metió dentro de su despacho, cerrando la puerta con un portazo.

El día pasaba lentamente mientras se sucedían los clientes. Le hablaban de sus problemas, temores jurídicos, fundados e infundados, estrategias de defensa…Ernesto asentía, negaba o explicaba según el caso pero su mente se encontraba lejos. Aún estaba sentado con aquél anciano de ojos blancos y destello azul.

Cuando por fin atendió al último cliente se quedó en silencio en su despacho. Juliette ya se había ido de modo que estaba solo en la oficina. Sacó un vaso, la botella de Whiskey que se encontraba medio vacía y empezó a llenar el recipiente, con la firme intención de acabar con la botella.





Día 2



Se despertó con una terrible resaca. Estaba en su cama, en su casa. No tenía ni la más remota idea de cómo había llegado allí, pero el caso, es que allí estaba.

Echó un vistazo a su rolex pero tuvo que concentrarse para confirmar lo que estaba viendo. Eran ya la once de la mañana. Llegaba tarde al trabajo. Por primera vez en treinta años se había quedado dormido.

Se levantó lo más rápidamente posible, se enfundó un traje y salió en tromba de la casa, sin afeitarse siquiera. La asistenta se quedó mirando el Porshe conforme derrapaba para salir de la avenida central.

Durante el trayecto de ida Ernesto tuvo que ponerse gafas de sol para mitigar el efecto que tenía en su cráneo. Le dolía a horrores y en su boca quedaba un regusto a vómito que le asqueaba.

Encendió su teléfono y comprobó si le habían dejado mensajes. Efectivamente. Unos treinta mensajes de voz. Todos eran de Juliette. Había tenido que cubrir las espaldas a Ernesto y decirle a los clientes que le había surgido un contratiempo.

Llamó a la oficina, tranquilizó a su empleada, la cual estaba a punto de mandar un coche policial a su mansión para comprobar si estaba bien y puso la radio. Cuando escuchó de nuevo los primeros acordes de La marcha húngara de La condenación del Fausto apagó la radio.

“Estarán repitiendo programa. Nunca escucho esa emisora a esta hora” – pensó mientras se dirigía a su oficina.

Entró como un tornado, saludó escuetamente a Juliette, que le miraba atónita, penetró en su despacho, donde se afeitó con una maquinilla que tenía ahí y pidió un café solo bien fuerte a Juliette a través del intercomunicador.

En menos de tres minutos entraba la secretaria por la puerta, visiblemente preocupada, con una taza en la mano.

-Estaba preocupada. ¿Está usted bien señor Montoya? Le veo ausente.

-Estoy bien Juliette, gracias. Espere otros diez minutos para hacer entrar al próximo cliente. Llame luego a los clientes que no he podido atender y colóquelos en horario preferente. Dígales que haré un descuento del cincuenta por ciento sobre la minuta.

La joven asintió y salió fuera del despacho. La cabeza le martilleaba. Tenía ganas de vomitar y mal cuerpo general. Hacía siglos que no se emborrachaba.

Tal y como dijo a su secretaria, el primer cliente hizo su aparición justo a los diez minutos de haberse marchado ella. Era el señor Taylor, un rico empresario de la costa Este que tenía problemas por un asunto de mobbing. Nada preocupante puesto que no había pruebas fehacientes pero ello no impedía que el empresario sudara como un cerdo cada vez que hablaba del tema a Ernesto.

Hablaron del asunto durante una hora aproximadamente, sucediéndose los clientes hasta que quedaron finalmente solos Juliette y Ernesto. Ella tamborileo la puerta del despacho antes de entrar.

-Señor Montoya. Ya he terminado mis informes. ¿Me puedo ir?

Ernesto asintió en silencio mientras miraba fijamente a la nada. En su mano se encontraba un vaso relleno de un líquido dorado.

-¿Está usted bien señor Montoya? – preguntó dubitativa la secretaria - ¿Puedo ayudarle en algo?.

-No, gracias Juliette. Me ha ayudado mucho hoy. Vaya a casa y descanse, se lo ha merecido.

Juliette dudó un instante, trató de decir algo pero se lo pensó mejor y se calló. Cerró la puerta detrás suya, dejando a Ernesto en penumbras.

Se quedó un rato en silencio, meditativo. “Joder Ernesto, ¿qué te pasa? Te asusta un viejo solamente porque te ha dicho que vas a palmar en cinco días. Eso son historias. Historias sin sentido “

Tomó un trago al whiskey y abrió el cajón de su escritorio, donde se encontraba su Colt 1911. La sacó de dentro y la puso sobre la mesa.

“La próxima vez que vea ese hijo de puta le pego dos tiros, lo juro”.

Pero al ver el arma tuvo la sensación que olvidaba algo. “Maldita sea, ha tenido que llegar la pistola que gané el otro día” - pensó, emocionado. Se levantó de un salto, salpicando el escritorio de alcohol y se fue corriendo a la oficina de la agencia de transporte para recoger el arma.

No veía el momento de abrir el paquete. Era pesado, grande, voluminoso. El peso transmitía seguridad. Entró en su museo con la caja debajo del brazo y un bocadillo que le había preparado la asistenta en la mano.

Sacó un puñal de gala del Ejército prusiano del siglo XIX y cortó las cintas de embalar de la caja con cuidado milimétrico. “A ver si voy a joder ahora el nogal”.

Una vez quitadas las cintas de la caja, se puso unos guantes blancos para impedir dejar huellas en las partes metálicas del arma y retrasar así la oxidación.

Abrió lentamente la caja. Dentro había una forma, suave y elegante, de color oscuro. Abrió un poco más la caja hasta poder ver en todo su esplendor el arma pero lo que vio le heló la sangre. Había dentro de la caja una pieza plateada. Una pieza plateada que no debería estar ahí. Una cabeza de águila plateada.

Lanzó la caja a lo lejos, horrorizado. Se levantó de la silla y miró a su alrededor. Estaba asustado. “¿Era lo que creo? – pensó.

Se acercó a la caja, que se encontraba boca abajo cerca de las hileras de rifles. En su mano estaba la daga prusiana, echada para adelante, como si quisiera apuñalar cualquier duende burlón que se ocultase en la cajita de madera.

Cuando estuvo cerca de la caja, le dio la vuelta con la punta de la daga. Dentro solamente había lo prometido. Nada más. Ni cabeza de águila plateada ni nada que se le pareciese. Ernesto se pasó una mano por la cara, repentinamente agotado. Tomó en la mano la pistola. Era magnífica y a pesar de la caída no se había estropeado en lo más mínimo.

Hubiese querido quedarse a admirar un poco más su nueva adquisición pero estaba agotado. Dejó el arma en un puesto de honor, apagó las luces y se metió debajo del edredón. Cansado. Muy cansado.



Día 3



La noche había estado salpicada de pesadillas. No recordaba ninguna pero sabía que lo había pasado mal. No estaba descansado y el edredón estaba al revés así como los cojines en el suelo. Su pijama aún exhalaba el sudor acumulado de toda la noche.

Miró su reloj, el cual apuntaba a la siete de la mañana. Se levantó sin ganas y se fue a la cocina. Se hizo un café bien cargado y un par de tostadas. Le dio dos sorbos al café y un bocado a una tostada y tiro el resto a la basura.

No tenía ganas de comer a pesar de tener hambre y no quería volverse a acostar a pesar de tener sueño. “El mundo al revés vaya”.

Se acercó a su teléfono. Tenía un par de llamadas que hacer. La primera fue para su asistenta para que se tomara el resto de la semana libre. Habló con su marido y aquello pareció no gustarle demasiado “seguro que prefiere que la mujer esté fuera a tener que aguantarla en casa” – pensó Ernesto, torciendo el gesto.

La segunda y más importante iba dirigida a la señorita O’neill. La joven cogió la llamada al segundo tono. Tenía la voz adormilada cuando contestó.

-Señorita O’neill, soy Ernesto. Cuando llegue a la oficina podría anular todas mis reuniones hasta dentro de una semana por favor.

El aparato enmudeció unos segundos que parecieron horas a Ernesto hasta que finalmente Juliette contestó.

-Claro señor Montoya. No hay problema. ¿Se encuentra bien?

-Sí sí, no se preocupe por mí señorita O’neill. Nos veremos la semana que viene.

-Bien, como diga señor Montoya.

Ernesto se despidió de su secretaria y salió fuera, a la terraza.

El nuevo día apuntaba tímidamente por encima del mar, tiñendo de rojo las crestas de las olas que iban a morir en la arena de la playa. Respiró profundamente aquel aroma a alga, agua salada y esperanza. Escuchó en el aire las notas mezcladas de las aves y el tronar de las olas.

Lo tenía todo. Pero se sentía tan solo y desamparado como cuando su madre falleció entre sus brazos. “Nesto, no olvides nunca quién eres y de dónde vienes. Haz que tu vida tenga sentido como yo he hecho con la mía al haberte tenido” Eso fue lo que le dijo su madre, momentos antes de expirar. Sin embargo lo había olvidado. Lo había olvidado por completo…hasta que vino aquel anciano a su despacho.

¿Por qué ha venido? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ha venido a joderme la vida? Se quedó un rato más ahí inclinado en la barandilla, cavilando sobre todo aquello mientras le azotaba el agua marina el rostro.

Se metió dentro de casa alrededor de las nueve de la mañana. Se fue directamente hacia su museo, como hacía siempre cuando se notaba cansado de la vida. La visión de las armas y su tacto le alentaba.

Encendió las enormes hileras de luces empotradas en el techo, se enfundó sendos guantes blancos y se dispuso a limpiar sus armas.

Aquella tarea le iba a llevar todo el día pero no le importaba. A lo mejor disparaba también un poco de pólvora en su galería de tiro, la cual se encontraba anexa a la habitación principal del museo.

Empezó por las armas largas, tanto rayadas como lisas. Las limpió con celo y mimo, susurrándoles como si fueran sus hijos. Llegó el mediodía pero no se despegó de sus queridas armas. Ni siquiera probó bocado. Al medio día le siguió la tarde, arrastrándose con mortal lentitud mientras Ernesto seguía absorto en su tarea.

Iban a dar las nueve de la noche cuando alguien tocó al timbre de su mansión. El sonido retumbó por las estancias vacías, atestadas de objetos de valor y de enseres.

No quería moverse. No quería dejar de limpiar sus armas. Siguió absorto pero la llamada de la entrada volvió a sonar. Se quedó perplejo por la hora. No era normal que alguien acudiese a su casa a las nueve de la noche. Ni a ninguna hora por otro lado.

Muy a su pesar se levantó de la silla, dejó los guantes blancos cerca de una carabina y se encaminó hasta el interfono. Vio a través de la cámara de la entrada que se encontraba un Ford mondeo estacionado delante de la verja. Conocía aquel vehículo. De hecho, lo veía cada día.

-Señorita O’neill, ¿qué hace aquí?

La voz de su secretaria surgió de dentro del turismo, titubeante y apagada.

-Señor Montoya. Es…estaba preocupada por usted. Lleva un par de día como ausente. Quería saber si usted se encontraba bien y si le hacía falta algo.

-No, en serio señorita O’neill. No hace falta que se moleste.

-Si no me molesta. Además, no pienso irme hasta comprobar que está usted bien.

Ernesto suspiró ante la insistencia de su secretaria. Reflexionó sobre si dejarla entrar o no pero, al darse cuenta que no iba de farol, pensó que igual era mejor dejarla entrar, que se tomara una copa con él y que finalmente se largara cuando pasase un par de horas. “Así me dejará en paz unos días…”

Activó la apertura de la puerta de la entrada y desactivó la cámara en cuanto vio los faros traseros del Ford metiéndose en su jardín.

Ernesto salió a la escalinata de su mansión para recibir a Juliette, la cual ya se estaba apeando del vehículo, un paquete en la mano. Llevaba un fantástico vestido de color azul escotado y unos zapatos a juego. Caminaba elegantemente hacia Ernesto, una sonrisa en la cara.

-Buenas noches señor Montoya. He traído una empanada de carne por si le apetece cenar algo conmigo.

-Muchas gracias señorita O’neill, no hacía falta que se moleste.

Ambos pasaron dentro de la mansión. Ernesto la guió hasta la sala de estar, la cual estaba presidida por una chimenea de gran tamaño y una cristalera con vista al mar.

Juliette se sentó, boquiabierta ante la decoración de la sala.

-¿Quiere tomar algo señorita O’neill? ¿Alguna copa de vino, tal vez?

Ernesto asintió y se metió dentro de la cocina. Metió la empanada en el horno, bajó a la bodega para coger un vino simplón y tomó dos copas, entregándole una a Juliette.

-Es una casa verdaderamente mágica señor Montoya.

-Gracias señorita O’neill. Puede llamarme Ernesto.

-De acuerdo –dijo Juliette mientras sonreía – en tal caso, puede llamarme Juliette.

Ernesto sonrío a su vez, incómodo por la situación. No acostumbraba a entablar charlas informales con trabajadores. Ni con casi nadie de hecho.

-Verá señor…Ernesto. Estoy preocupada por usted. En tres años que llevo trabajando para usted nunca he visto que llegara tarde al trabajo ni que tampoco no acudiese. Además, le veo pálido y preocupado.

-No es nada, de verdad. Es sólo…he recordado algo que ocurrió hace mucho tiempo, sabe. Algo que había enterrado muy dentro de mí, que había ocultado. Sin embargo, ahora ha aflorado y quiere cobrarse una víctima.

-¿Qué víctima Ernesto? – lanzó Juliette, acongojada.

-No es una verdadera victima – puntualizó Ernesto – es más respecto a lo que soy. Ya no estoy tan seguro que mi vida haya girado sobre algo importante. Verá. Mi vida está pasando y estoy solo, en una mansión enorme. No tengo familia, pero sí dinero. No tengo hijos pero sí una colección de armas que hace la envidia de los demás coleccionistas. Cuánto más me miro, más vacío me encuentro. Y parece que…

-¿Y parece que…? – inquirió Juliette.

-Parece que he fallado a mi madre…

Ernesto no podía creer que estaba hablando de esta forma. No podía ser que se sincerase de éste modo con esa ¿desconocida? Al fin y al cabo llevaba tres años conociéndola, viéndola cada día. Era atractiva, inteligente y trabajadora. Pero súbitamente se percató que no la conocía de nada más.

-Ernesto, no creo que su vida haya sido un fracaso. Es un renombrado abogado. Estoy aprendiendo muchísimo con usted. Y además…creo que no tiene pareja porque no quiere…

Se quedó paralizado. No se creía lo que estaba oyendo. Iba a decir algo ingenioso, o al menos eso quería cuando escuchó el sonido del horno. Se levantó a la vez que se disculpaba. “Salvado por la campana” pensó en sus adentros.

Sacó la empanada cuyo olor le hacía salivar y se dirigió nervioso hacia la sala de estar.

-Juliette ya está la empanada.

-Muy bien señor Montoya, pero recuerde siempre lo que le dijo su madre ante de morir – lanzó una voz quebrada, vieja y maléfica.

Ernesto puso los ojos como platos cuando vio que se encontraba sentada de espaldas a él una figura negra, encorvada donde anteriormente estaba Juliette.

Agarró con fuerza el plato de empanada y empezó a temblar. “Está aquí…está aquí” Dejó sobre un mueble la comida a la vez que cogía una lámpara de plata que se encontraba encima.

Se dirigió con pasitos prudentes hacia la figura negra. A cada paso que daba el hedor de orina y producto antipolilla se hacía más intensa. El anciano tomó en su mano huesuda y translúcida la copa de vino de Juliette y tomó un sorbo.

Sólo quedaban un par de pasos para situarse a la espalda de aquel ser.

Cuando ya estaba a su altura, la figura negra se giró y le miró con aquellos ojos lechosos, abriendo bien grande la boca desdentada, asomándole un hilillo de baba por el labio inferior.

-Ernesto, menos mal que está aquí. Me muero de hambre.

Era ya demasiado. Ernesto agarró con ambas manos la lámpara y la abatió sobre el cráneo del anciano, y volvió a abatirla. Alzó y bajó. Alzó. Y bajó hasta convertir la lámpara en un objeto sanguinolento y la cabeza del viejo en un amasijo de hueso, seso y sangre.

Pero había un problema. El viejo había huido dejando en su lugar el rostro desfigurado de Juliette.

Día 4



Ernesto se quedó toda la noche delante del cadáver de Juliette, llorando. Estaba ya rígida y fría a pesar escasamente a un metro.

Cuando sus ojos ya estaban secos y se atrevió a levantarse se dirigió hacia su taller. Allí rebuscó hasta encontrar una sierra eléctrica. Tomó una alargadera, un plástico de grandes dimensiones y volvió a la sala de estar.

El cuerpo seguía ahí, sin vida. No había salida. Realmente había matado a Juliette. Volvieron a asomarse lágrimas por sus ojos, a pesar de pensar que ya no volverían nunca a brotar lágrima alguna.

Echó en el suelo el plástico y enchufó la sierra a la corriente. Se acercó a Juliette, que ya estaba pálida. Le dio la vuelta como pudo mientras le subía por la garganta llamaradas ácidas que estuvieron a punto de hacerle vomitar. Pero pudo controlarse mientras le bajaba la cremallera del vestido.

Su cuerpo quedó al descubierto. Era un cuerpo esbelto y atlético. “Seguramente hacía deporte. Creo que me dijo una vez que iba a la piscina a nadar”.

Cuando ya le quitó la ropa interior no pudo reprimir la idea que la joven estaba dispuesta a tener una relación con él. “Joder, me he perdido un buen polvo” pensó aunque inmediatamente se sintió culpable por el comentario. Se dio dos bofetadas y siguió adelante. Tiró la ropa al fuego mientras empezó a despedazar el cuerpo.

Una hora más tarde ya tenía a Juliette metida en una bolsa de basura. Se quedó sentado un momento para tomar un poco de aire. Finalmente había tenido que vomitar un par de veces. No estaba acostumbrado a despedazar a nadie, al menos de este modo. Aunque legalmente había hecho añicos mucha más gente. Pero aquello no contaba claro.

Cuando iba asomando un nuevo día por el horizonte tomó una de sus barcas, metió dentro la bolsa donde se encontraba el cuerpo de la joven junto con una piedra de granito de su jardín, la sierra y todo aquello que Juliette había tocado en su casa y lanzó amarras.

Navegó hasta el medio día. El mar estaba en calma y no encontró a nadie de camino. Cuando ya se encontraba a varias millas de distancia de la playa, en una zona poco frecuentada lanzó la bolsa al agua.

Lo que quedaba de Juliette se hundió en el mar en calma, junto con una pieza de granito. Ernesto elevó una plegaria en silencio, poniendo seguidamente rumbo hacia casa.

Llegó al anochecer a su casa. Estaba agotado y aún le quedaba algunas cosas que destruir, como por ejemplo la ropa que llevaba cuando acabó con Juliette y una alfombra, que estaba empapada en sangre seca.

Una vez destruidas las últimas pruebas y lanzado el coche de Juliette al agua desde su playa particular, se dio una ducha caliente. Pero, a pesar del agua y del gel era incapaz de sentirse limpio. Se limpió una y otra vez el cuerpo y el pelo pero en vano. Finalmente se limitó a sentarse en la ducha y a dejar caer el agua en la nuca. El golpeteo del agua le tranquilizaba.

-Señor Montoya. Ha sido un chico malo. No creo que su madre hubiese aprobado este desliz con la encantadora señorita O’neill.

Ernesto miró asombrado hacia el origen de la voz. Apareció entre las brumas del vapor del agua el rostro huesudo del viejo desconocido. Estaba sonriendo.

Ernesto dio una patada a la figura, atravesándola. Se borró la sonrisa un instante para volver con más esplendor al momento.

-¡Lárgate hijo de puta, lárgate de mi vida! – gritó, desesperado.

-Tch tch tch señor Montoya. No hace falta tener estos modales con un viejo indefenso como yo, ¿no cree?

El abogado se irguió, trató de salir de la ducha cuando vio que la figura se acercaba a él pero tropezó en su huida. La cara del viejo flotaba hacia Ernesto, sonriente y malévola.

-No ¡NO!, me dijiste que ibas a ayudarme. Ayúdame o lárgate, maldito hijo de puta.

Siguió lanzando patadas al aire así como puñetazos. Estaba fuera de sí, sudoroso y tembloroso. Se orinó encima mientras la cara flotante del viejo se situó a un palmo de la suya.

-Señor Montoya. Recuerde también que le dije que era más difícil ayudarse a sí mismo que a los demás. Hice la primera parte. Usted está fallando en la segunda.

Entonces la figura rió. Rió con todas sus fuerzas, escupiendo un sonido gutural, oscuro y profundo mientras se iba difuminando en la nieblina del cuarto de baño.

Cuando Ernesto recobró el aliento, se largó corriendo a la cocina. Allí rebuscó hasta encontrar una botella de whiskey de la cual bebió “a morro” hasta vaciar la mitad de su contenido.

A continuación entró en su museo y se parapetó en su interior. Tomó la primera arma que se encontraba a mano y se sentó en su mesa de trabajo.

Miró el arma que tenía en la mano y observó que era la pistola napoleónica que le había llegado dos días antes. Y ahí, con una bolsa de pólvora en una mano, la pistola en la otra y lo que quedaba de whiskey en medio, se quedó dormido.



Día 5



Se quedó gran parte de la mañana durmiendo. Cuando abrió los ojos la luz del museo le cegó momentáneamente. Una horrible jaqueca le taladraba la cabeza y su estómago rugía exigiéndole alimento. Sin embargo no estaba de humor para comer.

Había matado a Juliette. Su vida estaba asomándose por el precipicio de la locura, visitado por un viejo desdentado y maloliente que le recordaba demasiado bien el fracaso que estaba significando su existencia.

En aquello estaba pensando cuando tocaron al timbre de la mansión. Miró su reloj. Era cerca de las cuatro de la tarde. Había dormido demasiado, aunque si se podía llamar aquello dormir.

Estaba dispuesto a no abrir esta vez. La última vez que abrió la puerta se encontraba sentado en el mismo sitio donde estaba en aquel momento y acabó matando a su joven secretaria.

“No pienso moverme de aquí”

Sin embargo el timbre sonó. Sonó y volvió a sonar. Cada cinco minutos aproximadamente retumbaba, zumbándole en los oídos el sonido puntiagudo.

-Señor Montoya. Hay unos señores que quieren hablar con usted. No es de buena educación hacerles esperar.

“No, joder no. Él otra vez no”.

Se giró y ahí estaba él, tratando de comer un trozo de empanada. Pero Ernesto observó que, asomando por una esquina, estaba un mechón de pelo de Juliette. No era carne normal. Era carne de Juliette. Se estaba comiendo a la joven ante sus narices.

-Salga ya señor Montoya. Le aseguro que los que quieren hablar con usted no son un modelo de paciencia.

-¡Cállate cabrón!

Ernesto se levantó de la silla y salió afuera, dejando retumbar a sus espaldas la risita del anciano.

Pero tenía razón, Los que tocaban tan insistentemente a su puerta eran seguramente policía. Iban dos personas y el vehículo era negro, con las lunas traseras tintadas. Un escalofrío le recorrió la espalda y unas gotas de sudor empezaron a asomar por su frente.

-¿Quién es? – preguntó, inseguro.

Uno de los desconocidos enseñó ante la cámara del interfono una placa policial a la vez que aclaraba que eran del FBI y que tenían un par de preguntas que hacerle acerca de una tal Juliette O’neill.

Ernesto cerró los ojos y apoyó la frente contra la pared. El frío que desprendía le reconfortó momentáneamente. No tenía más remedio que abrir la puerta, así que activó el mecanismo y dejó que los agentes penetraran en su casa y en su vida.

Fue al encuentro de los agentes afuera. “Menos mal que he tirado el puto coche de Juliette al agua” pensó mientras sonreía a los agentes con la mejor de sus sonrisas mientras les daba la mano.

-Buenos días agentes. Soy Ernesto Montoya. ¿En qué puedo ayudarles?

El agente de más edad, y que parecía llevar la voz cantante apenas le dirigió una mirada mientras se encaminaba hacia la puerta de la mansión.

-Ya sabemos quien es usted señor Montoya. Lo que queremos es hablar de un tema muy serio. ¿Da su permiso para que entremos en su casa?

-Claro claro, pasen ustedes. Están en su casa.

Ernesto entró primero y guió a los hombres hacia la sala de estar. El mismo lugar donde horas antes había acabado con la vida de la joven. Y ahí estaban ellos, buscándola. Era normal que acudiera a verle. Al fin y al cabo era su jefe.

Cuando los agentes se sentaron Ernesto los examinó con atención. El agente de mayor edad parecía curtido. Su rostro era anguloso y curtido. Los pliegues alrededor de sus ojos denotaban que había pasado tiempo a la intemperie, impresión que se veía confirmada al juzgar por el cuerpo atlético que tenía.

En cambio, el otro agente era joven, de rostro redondo y mejillas coloradas. Su cuerpo parecía flácido y sus movimientos, torpes.

A pesar de las diferencias entre ambos hombres, la vestimenta que llevaban era semejante. Traje negro, camisa blanca y corbata negra así como zapatos a juego. Negros como el azabache y relucientes como espejos.

Los agentes se negaron a tomar nada y el mayor empezó a hablar.

-¿Juliette O’neill es secretaria en su oficina verdad?

“Joder, va directo al grano”

-Exacto. Lleva unos tres años trabajando para mí. ¿Ha ocurrido algo? – aventuró Ernesto.

-Eso está por ver, señor Montoya – lanzó, escueto, el más joven.

-Efectivamente – prosiguió el agente mayor – por eso estamos aquí.

-Bien. Pues ustedes dirán.

-¿Cuándo ha sido la última vez que ha tenido contacto con Juliette? – preguntó el agente mayor.

-Pues a ver…hará…dos días. Sí, dos días. La llamé por la mañana temprano. Le comenté que no iba a ir a trabajar durante la semana y que anulase todas mis citas y reuniones.

-Ajá. ¿Y no ha tenido contacto con ella después de esto?

Ernesto fingió pensar sobre ello, negando finalmente con la cabeza.

-Pues no. Desde aquella mañana no he sabido nada más de ella.

Los agentes intercambiaron una mirada fugaz, volviendo a fijar a continuación la mirada sobre Ernesto. El agente mayor le atravesaba con la mirada.

-Es que verá señor Montoya. Resulta que ha denunciado su desaparición la compañera de piso de Juliette.

-Y lo que es más raro – prosiguió el agente joven- es que llamó a su compañera cuando estaba esperando ante su verja. Le dijo que no la esperara para cenar. Que iba a verle a usted. Que llevaba usted unos días raro.

-¿Es cierto que lleva usted unos días raro, señor Montoya? Quizás sea por eso por lo que ha anulado sus citas. Cosa que nunca ha hecho en todos estos años. – prosiguió el agente mayor. Miró al agente joven, el cual asentía con la cabeza. Parecía que todo aquello estaba ensayado de antemano.

Ernesto se meneó en la silla, incómodo mientras se rascaba la nuca con sus uñas manicurazas. No sabía qué decir. Si les daba la razón, estaba perdido y si les mentía…también. Parecía que habían hecho sus deberes antes de acudir a su casa.

El agente mayor sonrió débilmente, se acomodó aún más en el mullido sillón de Ernesto y sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un sobre blanco.

-Supongo que sabrá lo que significa esto, ¿verdad señor Montoya?.

Ernesto estaba acorralado. Claro que sabía lo que significaba. Sus muchos años como abogado le había permitido presenciar aquella situación en numerosas ocasiones, aunque los protagonistas eran sus clientes y no él mismo. En aquel sobre se encontraba la orden de detención. Su orden de detención.

Ernesto trató de parecer impasible pero su sudor le traicionaba así como que los temblores que se apoderaban de sus extremidades.

Ambos agentes se levantaron a la vez, extrayendo el agente joven de su cinturón unos grilletes negros.

-Bueno señor Montoya. Supongo que no tendrá inconveniente en acompañarnos a las dependencias, ¿verdad?

-No…no tengo ningún inconveniente – balbuceó Ernesto – pero, puedo ir a cambiarme de ropa.

Los agentes intercambiaron una mirada, hasta que el agente mayor hizo una señal vaga con la mano en dirección al abogado.

-Claro, claro señor Montoya. Tómese el tiempo que desee. Le estaremos esperando aquí.

Ernesto agradeció el gesto y se encaminó hacia su cuarto. La cabeza le daba vueltas y un dolor punzante le atenazaba el pecho. Sus piernas apenas le sostenían, por lo que tenía que sujetarse contra las paredes para poder llegar a su cuarto.

Se desnudó y sacó el primer chándal que encontró en el armario. Era un modelo ya antiguo, de principios de los 90. Cuando vio su reflejo en el espejo sonrío muy a su pesar. Parecía recién sacado de algún videoclip de Mc Hammer…

Una vez vestido preparó un pequeño macuto que se colgó del hombro y caminó hacia su perdición. Mientras caminaba de vueltas a la sala de estar donde se encontraban los Agentes los escuchó hablar, a lo lejos.

Sus voces eran tranquilas, casi divertidas al juzgar por el tono. Parecían hasta felices. Pero de repente, escuchó una tercera voz. Una voz quebradiza, resbaladiza…húmeda. “Otra vez él…está aquí…Otra vez…” Se quedó paralizado.

Dejó caer el macuto en el pasillo y tuvo que apoyarse nuevamente contra la pared. Su respiración estaba agitada, su pecho se elevaba descompasadamente. “Joder…¿qué hago? ¿qué hago?”

Antes que le responda su parte lógica sus piernas tomaron el control. Salieron corriendo, arrastrando el cuerpo de

Ernesto hacia el museo. Pasó como una exhalación ante los agentes y entró en tromba en su museo. Cuando cerró a cal y canto la puerta escuchaba las voces al otro lado llamándole. Aporreaban la puerta con los puños, los pies y las empuñaduras de sus armas de polímero.

-¡Montoya, no agrave su caso!- gritaba el agente mayor – ¡Abra ya!

Pero Ernesto hacía caso omiso. Aquella sala era inexpugnable y nada ni nadie podía entrar. Bueno, menos “ÉL”. El viejo baboso con olor a naftalina. El viejo que todo lo sabía. El viejo y maldito hijo de puta que le había destrozado la vida.

Ernesto rebuscaba en sus armas hasta que por fin tomó en su mano una que le parecía adecuada. Se sentó sobre su silla y sacó una bolsa de pólvora. De fondo se escuchaba los furiosos golpes de los agentes del FBI que empezaban a gritar a sus emisoras.

Y del fondo de su ser surgía otro furioso grito. Aunque no era un grito. Era una risa. La risa siniestra del viejo. Surgía de las entrañas de Ernesto y se elevaba por su esófago y se desparramaba por la sala, llenando hasta el último recoveco de razón que quedaba.

Y cuando su boca vomitó aquella risa que se mezclaba con su propio llanto, Ernesto tenía ya preparada su pistola napoleónica 1814 tipo 1 y la estaba introduciendo en su boca. Sus papilas gustativas llevaron a su cerebro el sabor de la madera de nogal así como del metal dorado. Iba a ser lo último que probaría. Esto, y plomo.

El disparo rasgó el aire pero quedó oculto bajo los golpes descompasados de los agentes, que aún trataban de abrir la puerta blindada.



El velatorio de Ernesto tuvo lugar tres días más tarde, tras haberse efectuado la autopsia. Los funcionarios no encontraron ningún tipo de enfermedad mental ni tampoco ninguna intoxicación por drogas o alcohol.

La sala en la que se encontraba el cuerpo de Ernesto se ubicaba al final de un largo pasillo del tanatorio. La soledad de la sala dedicada a los familiares de Ernesto contrastaba con las aglomeraciones dolientes de las demás familias que se encontraban diseminadas por el pasillo y las distintas salas colindantes. Nadie había acudido a rendirle el último tributo ni a dejar caer ninguna lágrima por su alma. Se encontraba en esta nueva morada tan sólo como en la última.

Cuando sólo faltaba una hora antes que acudieran los trabajadores del tanatorio a recoger el cuerpo y darle sepultura en el cementerio municipal una figura negra se abría paso, lenta e inexorablemente entre familiares y amigos de los vecinos de circunstancias del abogado.

El bastón se movía con determinación entre aquellos seres llenos de vida, lanzando aciagos ecos cuando penetró en la sala de velatorio de Ernesto.

La figura negra y encorvada se aproximó al féretro abierto a pasitos cortos y, una vez situado a su lado se quedó inmóvil. Posó una mano sobre la madera barnizada del ataúd y aproximó sus labios a la frente del cadáver del abogado.

Los labios resecos del viejo desconocido depositaron un beso baboso sobre la frente. Restos de baba se deslizaron lentamente por la frente hasta caer por la sien. Parecía un caracol translúcido cuyo rastro desapareció cuando penetró en el oído de Ernesto. Cuando esto ocurrió ya se había esfumado la figura encorvada, pero su marcha no impedía que su voz retumbara dentro de los tímpanos exánimes de Ernesto.

-Ve señor Montoya lo difícil que es ayudarse a sí mismo. Debería de haber aprendido de su madre. Adiós, señor Montoya. O mejor dicho. Hasta pronto.

Dentro de la sala vacía del tanatorio no había más que silencio, roto únicamente por la risa desencajada de un viejo que hacía ya media hora que se había marchado de aquel lugar.

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